Tracey Emin (Croydon, Inglaterra, 1963) tiene claro quién es: "Soy una alcohólica, neurótica, psicótica, quejica, una perdedora obsesionada conmigo misma, pero soy una artista". Con estas certezas se fue volcando del lado del arte con su biografía como aquelarre. Tracey Emin fue rematada en una incubadora junto a su hermano mellizo, Paul. Pasó la infancia en un hotel que era una pensión, que era un lugar muy loco, que era un campo de pruebas, que era un safari de okupas. Tracey Emin creció con la intemperie a favor. Todo en ella era disfunción: las borracheras, el incesto con el mellizo y la violación a los 13 años, cuando salía de una discoteca. Eso para empezar. Se buscó la vida de dependienta de un sex shop. Se alimentó varios años de vodka y pollo frito. Clamaba contra la vida. Y se puso a dibujar mirando a Munch y a Egon Schiele como dioses verdaderos.
Tracey Emin es una superviviente de su propia combustión. El sexo, los pasotes de droga y las resacas le dieron contorno. El arte, sitio. Faltaban las memorias y en 2005 las publicó en Inglaterra como un exorcismo. Les puso el título de Strangeland (algo así como Tierra extraña) y con el mismo lema llegan a España (algo más de 10 años después) publicadas por Alpha Decay. Allí está su andar desatado: "Ya te pillaré/ Pedazo de gilipollas/ Cabronazo de mierda/ Y cuando lo haga... el/ mundo enteró sabrá/ que destruiste una parte/ de mi infancia". Son los versos que dedica en el libro a su violador.
Nada hacía sospechar que Tracey Emin se auparía como artista. Hay algo de extrarradio en su aventura que prometía una perdición o un cadáver prematuro. Pero aquí está. Fue una de las artistas salvajes de aquella exposición, Sensation, desde la que tomó el cielo del arte por asalto aquel grupo (Young British Artists) donde, junto a ella, hicieron nido y fama Damien Hirst, los hermanos Chapman, Mark Ofili, Sarah Lucas, Marcus Harvey y otros más. Eran los nuevos caníbales. Los desatados. Los furiosos. Una generación dispuesta a quemarse a lo bonzo untándose con el alcohol que se bebían. El magnate de la publicidad y coleccionista Charles Saatchi articuló el uranio enriquecido de esta muestra en la Royal Academy of Arts de Londres. Y el espectáculo fue perfecto.
El bucle de excesos de Emin se convirtió en la gramática de su trabajo: dibujos, fotografías, patchwork, vídeos, instalaciones... En todo vuelca un fiero eco de su memoria, de su expedición por los infiernos. No se puede entender su trabajo al margen de su aventura. Y una pieza se convirtió en símbolo de todo aquello: My bed (1998). La instalación hecha con su propia cama y toda la astronomía de sus pasotes: botellas vacías, tabaco quemado, condones usados, papel higiénico, pastillas, peluches, tampones... Una indagación en sí misma desde el detritus. Desde el espanto. Aquella cama era el autorretrato de alguien muy devastado, entonces, por amor. Llevaba 15 días aislada, borracha después de sufrir un aborto. My bed quedó finalista del Premio Turner de 1999 y en 2014 fue subastada en Christie's por cuatro millones de euros. Tracey Emin es un valor seguro.Lo es su daño.
"Anhelo tener un amante que cause destrucción con arrebato, cuyo corazón arda, que beba y escupa sangre, que desafíe a las estrellas. Que libre una guerra contra el cielo, cuyo fuego, incluso cuando se hunda en el fondo del vasto mar, siga llameando con furia".
Otra de las piezas principales de Tracey Emin es Everyone I have ever slept with (1963-1995). Es la obra que le dio la primera fama. Una tienda de campaña azul oscuro donde la artista bordó dentro el nombre de todas las personas que durante 30 años habían dormido con ella, unas por sexo, otras por almohada. El arte fue también terapia para el zarpazo de sus dos abortos. El lenitivo lo encontró en el desarrollo de varias obras y lo dejó fijado en una performance que realizó en Estocolmo, Exorcism of the last painting I ever made (1996), donde pintaba desnuda una pared de rojo, descerrajando de este modo un largo bloqueo emocional.
"Intenta no desquiciarte demasiado porque cabe la posibilidad de que algunas emociones raras y muy arraigadas salgan a la superficie cuando menos te lo esperas", escribe en Strangeland. Es algo así como una bitácora de sospechas confirmadas. El libro es un descargo, un manual de instrucciones de cómo algunos seres se miran al espejo asesinándose.
Hay una mujer atrincherada en estas páginas, despachando gasolina con un mechero en la otra mano. No se trata exactamente de un volumen de memorias, sino de una pieza más del itinerario artístico de Emin. Aquí está su biografía abierta en canal, vista desde dentro, con la ternura y el asco de quien se realiza una autopsia sin más instrumental que los dedos. "Volar es duro. Pero pasa lo que alguien me comentó una vez: 'Cuando aterrizas, tienes que esperar a que tu alma te alcance'".
Y al final, la redención: "Sólo he sobrevivido gracias al arte, que me ha dado fe en mi propia existencia. Ahora me estoy acercando a un punto en la vida en que deseo algo más...". El viaje, parece, no ha hecho más que empezar. Pero a la vez algo está terminando. Esto no son unas memorias.Es algo así como aullar.
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