Mientras la Viena del cambio de siglo enloquecía por que la retratara Klimt, no parecía verse tan favorecida por el crudo expresionismo de Schiele, que murió hace un siglo.
Rafael Bladé
31 de octubre de 2018
En la encrucijada entre las bellas artes y la pornografía habita lo más conocido de Egon Schiele: estampas de muchachas que, descuidadamente, dejan sus partes a la vista o, nada descuidadamente, pulsan los resortes del placer carnal.
El artista austríaco de cortísima carrera (falleció a los 28 años) vivió en la Viena de Sigmund Freud, pero las teorías sexuales del psicoanalista eran cosa de una minúscula minoría. La mayoría lucía una moral católica casi medieval. Allí un artista no se ganaba la vida con estampas clasificadas X, sino con las efigies de ricos contemporáneos.
Casi un tercio de la producción de Egon Schiele (Tulln, 1890-Viena, 1918) fueron retratos. A los 16 años era el alumno más joven de la Academia de Bellas Artes de Viena, pero la relación del rebelde Egon y la apolillada institución no cuajó. Prefirió revolotear en torno al rey de la modernidad local, Gustav Klimt, cuya amistad le abrió las puertas de las exposiciones colectivas y los clientes.
Con 20 años, Schiele retrataba a una serie de grandes barones de la cultura vienesa. Si hasta entonces había hecho gala de un decorativo estilo klimtiano, en aquella ocasión le salió una estética que hoy conocemos como Expresionismo.
Siempre provocando
Los Schiele no nadaban en la abundancia. Su padre murió de sífilis y su madre y los tres hijos, Egon y dos hermanas, malvivían de una magra pensión y la ayuda de un tío. A los 21 años, Egon se mudó con su musa y amante, Wally Neuzil, de 17, por varios pueblos de la periferia capitalina.
Allí por donde pasaban montaban un escándalo con su relación no bendecida en los altares. La cosa pasó a mayores cuando durante unos días acogieron a una joven de 13 años que se había escapado de casa. Pese a que no prosperaron los cargos de secuestro y corrupción de menores, el artista pasó 24 días en prisión por comportamiento indecente.
La cárcel y los gastos legales le dejaron exhausto económica y emocionalmente. Caído del cielo le llegó el encargo más importante de su carrera hasta entonces. Los Lederer, una familia de industriales, le invitaron a pasar las Navidades en su finca de Hungría para que retratara a Erich, el hijo de 15 años.
Tres días después era llamado a filas. Atronaba la Primera Guerra Mundial. Schiele no luchó en el frente y a menudo pudo tener a su esposa cerca. Edith y los prisioneros rusos a los que custodiaba fueron sus modelos de esa época.
La guerra le cambió. En 1917 consiguió ser destinado a Viena, donde dispuso de tiempo para retomar su carrera. Afloró un artista más empático y menos cínico con sus sujetos. En 1918 Schiele sucumbió a la gripe española y se perdió los años de entreguerras en que el Expresionismo, del que fue pionero, iba a ser el último grito. Quizá no le habría importado. “El arte no puede ser moderno, el arte es eterno”, dijo.
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