El otoño del patriarca
Todo en la vida de García Márquez parecía estar teñido por la poesía y la magia de su obra.
Juan Esteban Constaín
19 de mayo de 2021
Hace casi quince años, en marzo de 2007, un amigo que era muy cercano a él me invitó a conocer a García Márquez en su casa de Cartagena. Iba a ser una reunión pequeña, me dijo, perfecta para ver por fin al maestro, cuya presencia en la ciudad ese fin de semana había desatado entre sus adoradores una serie de estampidas y romerías de bar en bar para ver quién se cruzaba con su sombra.
Yo me moría por conocerlo, claro, pero preferí no aceptar la invitación de mi amigo, desolado por la certeza de que no me iba a encontrar ya con el autor de esos libros que me deslumbraron y me hicieron tan feliz, aunque llegué tarde a sus páginas tras superar el trauma que el colegio había logrado hacer de ellos, sino con un anciano sonriente y sin memoria que ya no era él. Mejor dejarlo en paz, mejor no romper el hechizo.
Por esa época la demencia de García Márquez era un tabú y lo fue casi hasta su muerte muchos años después. Todos sabían que eso estaba pasando pero nadie se atrevía a aceptarlo; nadie se resignaba a que una desgracia así le estuviera ocurriendo al mundo. Además porque él seguía ejerciendo y volaba por instrumentos: su genio era tan grande que aun en ruinas, extraviado del todo, le permitía sobreaguar y dar en el blanco.
Dicen los que lo vieron que era como un rapto: el eco involuntario de esa gracia que siempre anidó en él y que ahora le brotaba solo por instinto. Igual a los admiradores que se le acercaban eso no les importaba: los seres humanos tenemos la obsesión animista de tocar a nuestros ídolos. Nos fascina su cuerpo como el misterio que es, nos maravilla el hecho de que allí ocurrieran su arte y su destino.
Lo cierto es que esa vez, y para siempre, preferí no ver a García Márquez. En cambio el año en que murió, y cuando ya había muerto, estuve en México y conocí por casualidad a muchos de sus amigos. Recuerdo en especial a su conductor, un mexicano adorable llamado Genovevo y que me contó cómo llevaba “al señor” todos los días a comerse una helado por la tarde en un centro comercial.
Eso lo había hecho desde hacía tiempo, me dijo, desde que “el señor” fue perdiendo la memoria. Hablaba de él como si todavía estuviera vivo, a su lado. Pero esa escena me pareció conmovedora, la del escritor más grande de nuestra lengua sentado dichoso en una heladería, rodeado de niños, solo en el presente. Despojado de la fama y de la gloria contra las que escribió esa diatriba que es El otoño del patriarca.
Me pareció que esa era la crónica que había que escribir, la de sus años finales, feliz e indocumentado; la de cómo su alma iba abandonando su cuerpo, casi como Remedios la Bella yéndose al cielo. Lo malo es que ya no estaba él para escribir eso y nadie más podía hacerlo sin violentar el orden discretísimo y sagrado de su casa, que era como una logia en la que no se podía romper el código de honor de la amistad.
Pero ahora, cuando ya no están sus padres, Rodrigo García Barcha escribió con belleza y maestría ese libro sobre el fin, se llama Gabo y Mercedes: una despedida. Es de las mejores cosas que he leído en muchísimo tiempo, una elegía, unas memorias, una cura de burro. Porque además todo en la vida de García Márquez parecía estar teñido por la poesía y la magia de su obra. O es al revés: todo en su obra fue el reflejo de su vida prodigiosa.
Todo hasta el final: su muerte un jueves santo como Úrsula Iguarán, con un pájaro que entró por la ventana para estrellarse contra la pared. Y una frase suya como de Cien años de soledad: “Estoy perdiendo la memoria pero luego se me olvida que la estoy perdiendo”. Una amiga de Rodrigo le dice: “Qué suerte, ya no sabe que es mortal”.
Yo creo que es lo contrario y que solo así podía morirse quien no lo hará jamás.
EL TIEMPO
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