Triunfo Arciniegas
DIFÍCIL COMIENZO
De niño, mi padre me decía: "No sirve ni para muerto porque se traga las velas".
Esclavizó mi niñez levantándome desde las cinco de la mañana para que le trabajara como un obrero trepado en un cajón y a menudo, después de mis clases, dejándome solo en la herrería hasta las ocho o nueve de la noche.
Sus palabras todavía duelen.
Todavía me duelen los brazos cuando recuerdo las calles empedradas de Málaga. Mi padre empujaba la zorra, cargaba con costales de herradura, y yo la sostenía en la parte delantera. La presión halaba los manubrios hacia el piso y mis brazos parecían a punto de reventar.
Fue una vida miserable. Mi padre le hizo catorce hijos a mi madre y dos más a otras. Como dormíamos en una sola habitación, de noche escuchaba la respiración y los gemidos de mi madre: no sólo sabía pero se trataba de mi padre en la tarea de darnos otro hermanito. Nos criamos arañando las paredes. Solía desmayarme. De hambre, por supuesto.
En nuestra vida gitana, vivimos algún tiempo en Sogamoso. Tengo un recuerdo: estoy en la calle comiendo unas papas criollas con un desconsuelo abrumador. Eso es todo. Alguna vez, en una conversación que le oí a mi padre, entendí el resto. Cuenta me sorprendió llorando y me preguntó qué pasaba. "Tengo hambre", dijo que dije. Entonces mi padre fue al taller donde trabajaba, le pidió dinero al patrón y me compró unas papas. Fue fácil conectar su historia con mi recuerdo.
La pobreza me persiguió como perro rabioso. De toda la clase era el único que usaba alpargatas. Estoy seguro que ningún otro niño le tocaba trabajar como yo, y ni aun así gozaba del privilegio de un par de zapatos. Estudié con libros prestados y me vestí con la ropa de segunda que le regalaban a mi madre. Muchos años después supe de los obsequios que le hacían algunos profesores con la advertencia de que nunca me contaran.
Me refugié en mi madre, hasta aprendí a cocinar. Luego, en Pamplona, me fui al internado de la Escuela Normal para huir de la explotación de mi padre. Pero las cosas no salieron bien. De hecho, se trata de la peor época de mi vida: agonizábamos esperando que llegaran las nueve de la noche para que abrieran los dormitorios y rogábamos para las cinco de la mañana no llegaran tan pronto. Los gorgojos nadaban en el caldo de pan del desayuno. Me acosaron de tal manera los compañeros que quise suicidarme. En vez de concretar esta salida, escribí en una cuaderno una novela donde el protagonista se cuelga de un árbol. Los sábados podíamos quedarnos en casa para regresar el domingo. Todavía las tardes de domingo me angustian.
En el ángel que para todos fue madre encontré comprensión. De niño ya era bipolar. El cielo gris me abrumaba y pasaba el tiempo imaginando las vidas desgraciadas de la gente. Lloraba en las calles de Málaga como alma en pena, sin razón. Así me recuerdo, llorando en camino a la casa de la abuela. "¿Qué le pasa al chino?", decía papá. Y mamá respondía: "Déjelo". Es decir, no se sabe qué le pasa pero dejémoslo tranquilo. Años después mi madre me masajeaba con aceite la mano trabada porque había pasado la noche escribiendo. Ni ella ni yo sabíamos entonces que la escritura sería la salvación.
Mi infancia no sólo fue desgraciada: fue el reino del terror. Vivíamos aterrorizados por un padre que se emborrachaba todas las semanas, que en las cantinas gastaba a todo mundo (para los demás lo que pidieran, para sus hijos agua de panela y mazamorra con la sustancia de un rabo de vaca) y divertía a todos con sus cuentos, pero que llegaba a arreglar cuentas con mi madre. Amenazaba con dejarnos. Mi madre suplicaba y él decía "aunque llore lágrimas de sangre". Escondido debajo de las cobijas imaginaba a mi madre con el rostro cubierto por lágrimas de sangre. Alguna vez mi padre le restregó un retrato en la boca hasta hacerla sangrar.
De ese tiempo recuerdo una ranchera sobre un hombre que riega una flor con lágrimas de sus ojos. Los ojos como regaderas. Y otra sobre un hombre que le echan tierra en la boca "y así lo vieron morir".
Podía suceder que el hombre nos sacara de la cama a todos y que tuviéramos que salir a la calle corriendo. En la imagen más poderosa de mi infancia, en el patio de la casa del compadre Carmen Julio, donde vivimos arrendados en una sola pieza durante años, veo a mi padre con una varilla en la mano y frente a él, de pie, mi madre embarazada.
22 de mayo de 2021
Hay que infancia, la suya. Siempre me he preguntado por qué los niños, de niños sufren, al conocer la vida misama😓😓
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