miércoles, 2 de octubre de 2019

Don Winslow / Adán Barrera


DON WINSLOW

adán barrera


Centro Correccional Metropolitano
San Diego, California
2004
1

La jornada de los prisioneros empieza temprano.
Una sirena automatizada despierta a Adán Barrera a las seis de la mañana y, si perteneciera a la población general en lugar de hallarse bajo custodia protectora, desayunaría a las seis y cuarto en el comedor. Por el contrario, los guardias deslizan una bandeja con cereales frescos y un vaso de plástico con zumo de naranja aguado por una rendija de la puerta de su celda, una caja de cuatro por dos metros situada en la unidad de internamiento especial del piso superior de unas instalaciones federales en el centro de San Diego, donde, desde hace más de un año, Adán Barrera ha pasado veintitrés horas al día.
La celda no tiene ventana, pero, si la tuviera, podría atisbar las colinas marrones de Tijuana, la ciudad que antaño gobernó como un príncipe. Está muy cerca, justo al otro lado de la frontera, a tan solo unos kilómetros por tierra e incluso menos por agua. Y, sin embargo, se halla en otro universo.
A Adán le da igual no comer con los demás prisioneros; solo hablan de estupideces y la amenaza es real. Mucha gente quiere verlo muerto, en Tijuana, por todo México e incluso en Estados Unidos.
Algunos por venganza, otros por miedo.
Adán Barrera no resulta imponente. Mide metro setenta, es menudo y esbelto y conserva una cara aniñada que casa bien con sus tiernos ojos marrones. Más que una amenaza, parece una de esas víctimas que sufrirían una violación a los diez segundos de ser internado con los presos corrientes. Al mirarlo, cuesta creer que a lo largo de su vida haya ordenado cientos de asesinatos y que fuera multimillonario, más poderoso que los presidentes de muchos países.
Antes de su caída, Adán Barrera era el Señor de los Cielos, el patrón de la droga más importante del mundo, el hombre que había aunado a los cárteles mexicanos bajo su liderazgo, que daba órdenes a miles de hombres y mujeres, e influía en gobiernos y economías.
Poseía mansiones, ranchos y aviones privados.
Ahora tiene doscientos noventa dólares, el máximo permitido, en una cuenta de la prisión de la que puede sacar dinero para comprar crema de afeitar, Coca-Cola y fideos ramen. Tiene una manta, dos sábanas y una toalla. En lugar de sus trajes negros a medida lleva un mono naranja, una camiseta blanca y unas Crocs negras ridículas. Tiene dos pares de calcetines blancos y otros tantos de calzoncillos. Pasa el tiempo sentado solo en una jaula, come la bazofia que le traen en una bandeja y espera la farsa de juicio que lo enviará a otro infierno en la Tierra para el resto de su vida.
O vidas, para ser más exactos, ya que se enfrenta a varias cadenas perpetuas por los «estatutos contra narcotraficantes». Los fiscales estadounidenses han intentado que cante, que ejerza de informador, pero él se niega. Un dedo, un soplón, es la forma más baja de vida humana, una criatura que no merece existir. Adán sigue un código propio: preferiría morir, o soportar esa muerte en vida, antes que convertirse en un animal como son los chivatos.
Tiene cincuenta años. En el mejor de los casos le caerán treinta, cosa extremadamente dudosa. Aun teniendo en cuenta el abono de prisión preventiva, será septuagenario cuando salga por la puerta.
Es probable que lo saquen en una caja.
El camino hacia el juicio es lento.
Después de desayunar, limpia la celda para la revisión de las siete y media. Es obsesivamente ordenado por naturaleza, pero, de todos modos, una de las pocas cosas que lo reconfortan es mantener su espacio pulcro y limpio.
A las ocho, los guardias empiezan el recuento matinal de prisioneros, que lleva alrededor de una hora. Luego está libre hasta las diez y media, momento en que le pasan la comida —un bocadillo de mortadela y zumo de manzana— por la puerta. Hasta las doce y media, hora del segundo recuento, realiza «actividades de ocio», que en su caso significa tumbarse a leer o echar una cabezada. Luego restan tres horas y media más de tedio hasta el recuento de las cuatro de la tarde.
La cena —«carne misteriosa» con patatas o arroz y verdura recocida— es a las cuatro y media, y luego está «libre» hasta las nueve y cuarto, cuando los guardias llevan a cabo un recuento más.
Las luces se apagan a las diez y media de la noche.
Una hora al día —los horarios varían por temor a los francotiradores—, los guardias lo llevan esposado a un recinto vallado que hay en el tejado para que respire aire fresco y «pasee». Cada tres días puede darse una ducha de diez minutos, a veces tibia, casi siempre fría. De vez en cuando va a una pequeña sala de reuniones a hablar con su abogado.
Adán está sentado en su celda, rellenando un pedido en el formulario del economato —un paquete de seis botellines de agua, fideos ramen y galletas de avena—, cuando el guardia abre la puerta.
—Visita de tu abogado.
—Me extraña —dice Adán—. No tengo nada programado.
El guardia se encoge de hombros. Él solo cumple órdenes.
Adán apoya las manos en la pared y el guardia le encadena los pies. A él le parece una humillación innecesaria, pero probablemente sea esa la intención. Se montan en un ascensor que los conduce a la cuarta planta, donde el guardia abre la puerta y le hace entrar en una sala de consulta. Le libera los tobillos, pero lo esposa a una silla anclada al suelo. El abogado de Adán está sentado al otro lado de la mesa. Una sola mirada a Ben Tompkins le basta para saber que algo va mal.
—Es Gloria —anuncia Tompkins.
Adán sabe lo que va a decir.
Su hija está muerta.
Gloria nació con linfagioma quístico, una deformación de la cabeza, la cara y la garganta que acaba siendo mortal. E incurable. Los millones de Adán, todo su poder, no sirvieron para comprar a su hija una vida normal.
Hace poco más de cuatro años, la salud de Gloria empeoró. Con el permiso de Adán, su entonces esposa, Lucía, una ciudadana estadounidense, llevó a su hija de doce años a Scripps, una clínica de San Diego en la que trabajaban los mejores especialistas del mundo. Un mes después, Lucía lo llamó a su piso franco en México.
—Ven ahora mismo —le dijo—. Por lo visto le quedan días, puede que solo unas horas…
Adán cruzó ilegalmente la frontera —como hacía su producto— en el maletero de un coche equipado para la ocasión.
Art Keller le estaba esperando en el aparcamiento del hospital.
—Mi hija —dijo Adán.
—Se encuentra bien —respondió Keller y, entonces, el agente de la DEA clavó a Adán una aguja en el cuello y perdió el mundo de vista.
2

En su día, él y Art Keller fueron amigos.
Es difícil de creer, pero la verdad suele serlo.
Era otra vida, otro mundo.
Eso ocurrió cuando Adán tenía veinte años (¿es posible haber sido tan joven?), estudiaba contabilidad, aspiraba a ser promotor de boxeo (Dios mío, las estúpidas ambiciones de juventud) y ni siquiera se planteaba unirse a su tío en la pista secreta, el narcotráfico que afloraba entonces en los campos de amapolas de sus montañas sinaloenses.
Entonces llegaron los estadounidenses y con ellos Art Keller —idealista, enérgico y ambicioso—, un verdadero creyente de la Guerra contra la Droga. Entró en el gimnasio que regentaban Adán y su hermano Raúl, pelearon unos asaltos y trabaron amistad. Adán le presentó a su tío, por aquel entonces el policía más importante de Sinaloa y su segundo mayor gomero, o productor de opio.
Keller, tan ingenuo en aquellos días, conocía la primera actividad del Tío e ignoraba felizmente la segunda (un rasgo notable de los estadounidenses, tan peligroso para ellos mismos como para quienes tienen al lado).
El Tío lo utilizó. Siendo justos, Adán debe reconocer que el Tío convirtió a Keller en su monigote y lo manipuló para que le quitara de en medio a la cúpula de los gomeros y le allanara el terreno.
Keller nunca pudo perdonarse haber traicionado sus ideales. Si le quitas la fe al creyente, ¿qué te queda?
El enemigo más acérrimo.
Durante treinta años más o menos.
Treinta años de guerra, traiciones y asesinatos.
Treinta años de muertes.
Su tío.
Su hermano.
Y ahora su hija.
Gloria murió mientras dormía. Se quedó sin respiración debido al peso de su cabeza deforme. «Murió y yo no estaba allí», piensa Adán.
Y culpa de ello a Keller.
El funeral será en San Diego.
—Voy a ir —dice.
—Adán…

—Consíguelo.
3


Tompkins, alias Ben el Mínimo, va a ver al fiscal federal Bob Gibson, un ambicioso tocapelotas que prefiere que le llamen el Acusador.
El mote de Ben el Mínimo refleja el éxito de Tompkins como «abogado de la droga». Su labor no consiste en lograr la absolución de sus clientes, porque normalmente no sucede, sino en conseguirles la condena más corta posible, lo cual guarda relación no tanto con su destreza para la abogacía como con sus habilidades negociadoras.
—Soy una especie de agente inverso —declaró un día Tompkins a un periodista—. Consigo a mis clientes menos de lo que merecen.
Ahora traslada a Gibson la petición de Adán.
—Ni hablar —replica el fiscal.
A Gibson no lo apodan Bob el Máximo, pero le encantaría que fuera así y envidia un poco a Tompkins. El abogado defensor tiene un alias viril y gana mucho más que él. A ello sumémosle que Tompkins es un tipo atractivo con el pelo canoso y descuidado, bronceado de surfista, una casa en la playa de Del Mar y un despacho en Cardiff con vistas al océano; es obvio por qué los funcionarios de la oficina del fiscal odian a Ben el Mínimo.
—El hombre solo quiere enterrar a su hija, por el amor de Dios —dice Tompkins.
—El hombre es el narco más importante del mundo —responde Gibson.
—Presunción de inocencia —replica Tompkins—. No ha recibido condena.
—Si mal no recuerdo —dice Gibson cambiando de tema—, Barrera no mostraba reparos en matar a los hijos de los demás.
Dos niños pequeños, hijos de su rival, arrojados por un puente.
—Cuentos de viejas y rumores sin fundamento —dice Tompkins— difundidos por sus enemigos. No irá en serio…
—Como una llamada a medianoche —replica Gibson.
El fiscal rechaza la petición.
Tompkins vuelve y se lo cuenta a Adán.
—Llevaré este asunto ante el juez y ganaremos. Nos ofreceremos a costear los agentes federales, los gastos de seguridad…
—No hay tiempo —dice Adán—. El funeral es el domingo.
Ya es viernes por la tarde.
—Puedo hablar con un juez esta noche —responde Tompkins—. Johnny Hoffman dictaría una orden…
—No puedo arriesgarme —interrumpe Adán—. Diles que hablaré.
—¿Qué?
—Si me dejan ir al funeral de Gloria —dice Adán—, les contaré lo que quieran.
Tompkins se queda pálido. No es la primera vez que un cliente suyo habla para conseguir condenas más leves —de hecho, es un proceso habitual—, pero la información que facilitan siempre es pactada al detalle con los cárteles para minimizar daños.
Esto es una sentencia de muerte, un pacto suicida.
—Adán, no lo hagas —le ruega Tompkins—. Ganaremos.
—Cierra el trato.


4


Cincuenta mil rosas rojas abarrotan la catedral de San José, situada en el centro de San Diego, a solo unas manzanas del correccional.
Adán las encargó por medio de Tompkins, que obtuvo los fondos de unas cuentas bancarias limpias en La Jolla. Miles de flores más, en ramos y coronas enviados por los grandes narcos de México, jalonan las escaleras de entrada.
También la DEA.
Los agentes se pasean entre los arreglos florales y toman notas de quién ha enviado qué. También están investigando los cientos de miles de dólares donados en nombre de Gloria a una fundación para el estudio del linfagioma.
La iglesia está llena de flores, pero no de dolientes.
«Si esto fuera México —piensa Adán—, estaría a rebosar y centenares de personas esperarían fuera para mostrar sus respetos». Pero gran parte de la familia de Adán está muerta y el resto no podía cruzar la frontera sin exponerse a una detención. Su hermana Elena telefoneó para expresarle su tristeza y su apoyo y para lamentar que una condena en Estados Unidos le impidiera asistir. Otros —amigos, socios y políticos de ambos lados de la frontera— no querían ser fotografiados por la DEA.
Adán lo entiende.
Así que los dolientes son en su mayoría narcoesposas, ciudadanas estadounidenses a las que la DEA ya conoce pero que no tienen motivos para temer un arresto. Esas mujeres llevan a sus hijos a escuelas de San Diego, vienen aquí a hacer las compras navideñas, van a los balnearios y pasan las vacaciones en los centros turísticos de La Jolla y Del Mar.
Ahora suben con insolencia la escalinata de la catedral y miran a los agentes que les hacen fotos. Elegantemente ataviadas con ropa negra cara, casi todas pasan furiosas junto a ellos; otras se detienen, posan y se cercioran de que anoten correctamente su nombre.
El resto de asistentes son familiares de Lucía: sus padres, sus hermanos y hermanas, sus primos y algunos amigos. Lucía está ojerosa, obviamente apenada, y se estremece al ver a Adán.
Lo delató ante Keller para no acabar en la cárcel, para impedir que Gloria quedara bajo custodia del estado, y sabía que Adán nunca habría hecho nada que perjudicara a la madre de su hija.
Pero ahora que Gloria ya no está, no habrá nada que lo frene. Lucía podría desaparecer cualquier día sin dejar rastro. Ahora mira ansiosa a Adán y este vuelve la cara.
Está muerta para él.
Adán se sienta en la tercera fila de bancos, flanqueado por cinco miembros del Cuerpo de Alguaciles de Estados Unidos. Lleva un traje negro que Tompkins le compró en Nordstrom’s, donde tienen registradas sus medidas. Le han esposado las manos, pero al menos han tenido la decencia de no ponerle grilletes, de modo que se arrodilla, se levanta y se sienta según requiera el oficio mientras las palabras del obispo resuenan en una catedral prácticamente vacía.
La misa termina y Adán espera a que el resto de los asistentes se vayan. No le permiten hablar con nadie, a excepción de los agentes y su abogado. Lucía vuelve a mirarlo al pasar junto a él, pero baja rápidamente la cabeza, y Adán toma nota mental de que Tompkins se ponga en contacto con ella para decirle que no corre peligro.
«Que viva su vida», piensa. En lo que a sustento económico se refiere, está sola. Puede quedarse con la casa de La Jolla si Hacienda no encuentra la manera de arrebatársela, pero eso es todo. No va a ayudar a una mujer que lo traicionó, a una mujer que en realidad es tan estúpida como para cortar su propia cuerda de salvamento.
Cuando la iglesia se ha vaciado, los agentes llevan a Adán hasta una limusina y lo meten en el asiento trasero. El vehículo sigue al de Lucía y al coche fúnebre en dirección al cementerio de El Camino, en Sorrento Valley.
Al ver a su hija descender a la tumba, Adán levanta las manos esposadas y reza. Los agentes le permiten agacharse, coger un puñado de tierra y arrojarlo sobre el ataúd de Gloria.
Ahora todo ha terminado.
El único futuro es el pasado.
Para el hombre que ha perdido a su única hija, todo cuanto habrá es lo que ya había.
Adán se levanta y susurra a Tompkins:
—Dos millones de dólares. En efectivo.
»Para el hombre que mate a Art Keller.

Don Winslow
El cartel
Barcelona, RBA, 2015, pp. 25-32





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