sábado, 30 de diciembre de 2017

John Cheever / Diarios



John Cheever
DIARIOS


Y pienso en el pasado: en lo ordenado, limpio y sensato que parece; y sobre todo, qué ligero. Sentado en un salón amarillo y bien iluminado, pienso en el pasado, pero en relación con él me parece estar sentado en la oscuridad. Recuerdo que mi padre se levantaba a las seis. Se baña y sale a hacer cuatro hoyos de golf antes del desayuno. El campo es ondulado y tiene una bella vista al mar. Se viste para trabajar y toma un desayuno generoso: pescado con huevos fritos y patatas, o bien un par de chuletas. El perro y yo le acompañamos a la estación, donde me entrega el bastón y la correa del perro y sube al tren entre amigos y vecinos. Sus negocios son sencillos y rentables. Al mediodía toma unos bizcochos con leche en el club. Vuelve en el tren de las cinco, subimos todos al Buick y nos vamos a la playa. Tenemos una casita, una construcción sencilla sobre pilotes de madera, azotada por los vientos del mar. Hay vestuarios para cambiarse y una chimenea para los días de lluvia. Nos cambiamos y nos bañamos en el mar verde, salitroso. Luego nos vestimos y cenamos juntos, impregnados de olor a sal, en el sombrío comedor. Terminada la cena, mi madre coge el teléfono. “Buenas noches, Althea”, dice a la operadora”. Por favor, ¿me pones con la heladería del señor Wagner?”. El señor Wagner recomienda el sorbete de limón y poco después nos trae medio kilo en una bicicleta que tintinea en el crepúsculo estival. Tomamos el helado en el patio trasero, leemos, jugamos al whist, deseamos al lucero que nos traiga un reloj de oro con cadena, nos damos las buenas noches y a dormir. Parecían los comienzos de un mundo, cada día era una mañana, y si hubo un incidente que pudiera considerarse un punto de inflexión diría que fue cuando mi padre, al salir hacia su golf matinal, halló a su querido amigo y socio ahorcado en un árbol, en la calle del tercer hoyo.


Cuando la autodestrucción entra en el corazón, al principio parece apenas un grano de arena. Es como una jaqueca, una indigestión leve, un dedo infectado; pero pierdes el de las 8:20 y llegas tarde para solicitar un aumento del crédito. El viejo amigo con quien vas a comer de repente agota tu paciencia y para mostrarte amable te tomas tres copas, pero el día ya ha perdido forma, sentido y significado. Para recuperar cierta intencionalidad y belleza bebes demasiado en las reuniones, te propasas con la mujer de otro y acabas por cometer una tontería obscena y a la mañana siguiente desearías estar muerto. Pero cuando tratas de repasar el camino que te ha conducido a este abismo, sólo encuentras el grano de arena.


He vuelto con sentimientos encontrados. Bajo este techo he conocido mucha felicidad y mucha desdicha. La casa es encantadora, el olmo espléndido, hay agua donde termina el jardín, y sin embargo quisiera ir a otra parte; quisiera irme de aquí. Tal vez se deba a mi esencial falta de responsabilidad; a no estar dispuesto a acarrear la carga legítima del padre de familia, o jefe de la casa. No importa cómo lo mire, me parece mezquino, de un provincianismo obtuso. Es en parte el provincianismo en el ambiente lo que hace que quiera mandarlo todo a hacer puñetas. Anhelo una comunidad más rica, como todo el mundo. He despertado al amanecer. He paseado por el jardín vestido con el traje de cumpleaños. Disfruté del cielo pálido y del olmo monumental, pero sin dejar de pensar; es mejor en las montañas, en cualquier otra parte. He pasado demasiado tiempo aquí.


Esta mañana a misa. Creo que voy a confirmarme. Mi idea, esta mañana, es que hay amor en nuestra concepción; que no nos amasó una pareja en celo en un hotel de segunda. Puedo reprocharme el ser neurótico y disimular mis deficiencias litúrgicas, pero eso no me llevará a ninguna parte.


Sentado en las piedras frente a la casa, mientras bebo whisky escocés y leo a Esquilo, pienso en nuestras aptitudes. Cómo recompensamos nuestros apetitos, conservamos la piel limpia y tibia y satisfacemos anhelos y lujurias. No aspiro a nada mejor que estos árboles oscuros y esta luz dorada. Leo griego y pienso que el publicista que vive en frente tal vez haga lo mismo; que cuando la guerra nos da un respiro, hasta la mente del agente publicitario se inclina por las cosas buenas. Mary está arriba y dentro de poco iré a imponer mi voluntad. Ésa es la punzante emoción de nuestra mortalidad, el vínculo entre las piedras mojadas por la lluvia y el vello que crece en nuestros cuerpos. Pero mientras nos besamos y susurramos, el niño se sube a un taburete y engulle no sé qué arseniato sódico azucarado para matar hormigas. No hay una verdadera conexión entre el amor y el veneno, pero parecen puntos en el mismo mapa.


Lo que llamamos pena o dolor suele ser nuestra incapacidad para entablar una relación viable con el mundo; con este paraíso casi perdido. A veces comprendemos las razones, a veces no. A veces, al despertar, descubrimos que la lente de aumento que magnifica la excelencia del mundo y sus habitantes está rota. Eso es lo que sucedió el sábado. Planté unos bulbos y antes de almorzar me tomé un par de ginebras. Pero nervioso. Luego a jugar fútbol, lo que me parece un paso en la dirección indicada; un medio de relacionarnos con el cielo azul, los árboles, el color del río y unos con otros. Una cena aburrida con amigos y vecinos. A misa temprano. Un día ininterrumpido y espléndido. Los S. A tomar una copa. Les di a leer ‘The Country Husband’. Puedo intuir por dónde flaquearían durante una crisis social, por lo que el relato puede causarles rechazo. Pese a todo, los quiero mucho. Más tarde llevé a la perra a pasear por un jardín desolado. Sobre las piedras, bajo la arboleda, vi un cardenal muerto. Unos crisantemos enanos entre las piedras y el pájaro color sangre. El mármol poroso de los adornos sigue empapado con el agua de la lluvia de la semana pasada. Eché una mirada en el invernadero. Las higueras están cargadas de fruta, pero algunas hojas están marchitas. Como el pájaro muerto de colores brillantes -un pájaro que siempre asocio con el amor y la alegría-, me pareció un vago portento -que tontería-, pero parte de la fría claridad, la belleza de la tarde. Sólo que todo, las luces encendidas en la casa grande, el oro cincelado de los árboles, parece afirmar nuestra buena salud. Es hermoso, pienso, pero tal vez mi buen ánimo dependa del jardín de un rico. En el mundo -en sus calles y rostros- hay una fealdad inevitable; ¿el texto sería el mismo si contemplara una casa desdichada? Creo que sí.

[última entrada]

He tenido que subirme a una cama del segundo piso para llegar hasta la máquina de escribir. Toda una hazaña. No sé qué se ha hecho de la disciplina o fuerza de carácter que me ha permitido llegar aquí durante tantos años. Pienso en un crepúsculo temprano, anteayer. Mi mujer planta algo en el jardín superior. “Quiero terminar esto antes de que anochezca”, habrá dicho. Cae una llovizna. Recuerdo que he plantado algo a esta hora y en este clima pero no sé qué. Ruibarbo o tomates. Ahora me estoy desvistiendo para acostarme, y la fatiga es tan abrumadora que me desnudo con el apuro propio de un amante. Jamás me había sentido tan cansado. Lo noto durante la cena. Tenemos un invitado a quien debo llevar a la estación, y empiezo a contar las cucharadas que necesitará para terminar el postre. Tiene que terminarse el café, pero afortunadamente ha pedido sólo una taza. Antes de que lo termine, le obligo a ponerse en pie para ir a la estación. Sé que para mí son veintiocho pasos. De la mesa al automóvil y, después de dejarlo en el andén, otros veintiocho pasos del automóvil a mi habitación, donde me quito la ropa, la dejo en el suelo, apago la luz y me dejo caer en la cama.


John Cheever
Diarios
Buenos Aires, Emecé, 1996





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