Al Pacino
“¿Yo, leyenda? Leyenda era Brando”
A sus 74 años, Al Pacino, grande de la historia del cine, reflexiona sobre su vida y su obra ante el estreno de 'La sombra del actor'
Cuando el puñado de periodistas entra en la suite, Al Pacino ya está ahí, parafraseando al dinosaurio de Monterroso. Primero se escucha su voz, grave, gutural, que gorjea cantarina; después se ven unas opacas gafas de sol. Pelo cardado, camisa negra abierta casi hasta el ombligo, mechones canosos que asoman a borbotones desde el pecho, muñequera, coca-cola y agua. Es decir, aspecto de rolling stone, hermano carnal de Jagger, Wood y Richards. Pacino hombre (East Harlem, Nueva York, 1940) es igual que el Pacino leyenda. Los cinéfilos babean: el mito supera el examen.
Festival de Venecia. Finales de agosto. La noche ha sido larga, como atestiguan las fotos en la Red. El actor que explicó en dos pinceladas el capitalismo salvaje (“Mi padre le hizo una oferta que no pudo rechazar”) está feliz. Ha presentado dos películas. Una ha sido recibido con críticas divididas: en Manglehorn encarna a un cerrajero encallado en su solitaria existencia; la presencia —enorme— de Pacino hace imposible que alguien se crea el personaje. Pero en la otra... en la otra encarna a un actor, leyenda del teatro, fanático de Shakespeare, grande del cine, que ha perdido su talento para la interpretación y por tanto roza en su depresión el suicidio. Hasta que se lía con una joven lesbiana (a la que da vida Greta Gerwig) y empieza a cabalgar por una surrealista montaña rusa vital. La sombra del actor —que se estrena en España el próximo viernes— se rodó en 20 días en la casa de su director, otro gran veterano, Barry Levinson, y se basa, aunque muy expurgada por el guionista y actor Buck Henry, en la novela La humillación, de Philip Roth. “Tanto Barry como yo nos interesamos por los derechos del libro y acabamos por cruzar nuestros pasos. La filmamos al estilo guerrilla: en 20 días, en su casa, en unas jornadas en otoño y otras en invierno. Sinceramente, es que queríamos hacer la película”.
Sus proyectos
Entre los proyectos que maneja Al Pacino está el trabajar por primera vez con Martin Scorsese en The Irishman, “con Joe Pesci y Bobby [Robert de Niro], y se mantiene en pie a pesar de los retrasos. ¡Vaya grupillo de italianos!”. A Scorsese le conoció al inicio de su carrera: “Yo existía antes de El Padrino [ironiza], pero nunca ha surgido la posibilidad de colaborar juntos”.
Dos rodajes que sí ha acometido son Danny Collins, del debutante Dan Fogelman, un drama basado en la historia real del cantante folk Steve Tilston; y Beyond deceit, de Shintaro Shimosawa, un thriller que filma ahora mismo con Anthony Hopkins.
Pacino se presenta ante los periodistas: “Solo entiendo las charlas hablando con los ojos, como la gente normal”. Entran oleadas de luz entre las celosías seudoárabes de los inmensos ventanales del hotel veneciano. Ya hemos dicho que la noche fue larga. El actor se quita las gafas de sol, las dobla y las deposita con delicadeza encima de la mesa. Parpadea varias veces, pone morros, y se esconde de nuevo tras las gafas entre risas. “Hoy no es el día”. De repente, comienza a reflexionar sobre las relaciones paternofiliales, su carrera, el teatro, su aura de leyenda, sus hijos. La charla, prevista para 20 minutos, se alarga hasta la hora. Por dos veces una representante de la agencia de prensa internacional del filme intenta cortarle. A la primera, el neoyorquino, actor sin el que no se entendería el cine de los años setenta, responde: “Estoy calentando”. A la segunda, solo la taladra con la mirada. A sus espaldas, otro anciano, divertido ante el carajal que ha montado el intérprete con este retraso en el horario del festival, come fruta y queso. “Es un buen amigo. Llevamos juntos... Bueno, cada vez que yo diga algo y él sonría, sabrán que he mentido”. El viejo se parte. “¿Ven?”.
“Que todos seamos hijos, y muchos padres, no significa que seamos expertos en las relaciones paternofiliales”, arranca el actor, cuestionado por esa faceta de su personaje en Manglehorn. “Es más, cada uno hace lo que puede, y hay un tópico que hace que parejas rotas sigan unidas por el bien de sus hijos, por el espíritu familiar. Sé que es complicado para un hijo crecer sin la atención de sus padres [Pacino ha dado un requiebro en su respuesta: está hablando de sí mismo, de Alfredo James, hijo de Salvatore Pacino y Rose Gerardi, que se divorciaron siendo su vástago casi un bebé]. Yo mismo no fui buen padre de Julia [su hija mayor, a la que tuvo con 49 años], y las cosas mejoraron con los gemelos [Anton y Olivia, que nacieron a sus 61]. ¿Sabe lo que es un placer? Ver cómo van pasando los años en los tres. Es cierto que los pequeños han afectado directamente a mis ganas de trabajar, porque en realidad prefiero pasar el tiempo con ellos. Me mudé durante 11 años a Los Ángeles porque su madre [la actriz Beverly D’Angelo] vive allí. Han crecido con mi presencia, algo que no le di a Julia. Yo apenas conocí a mi padre, la dinámica familiar me la crearon mi madre y mis abuelos... Tengo recuerdos maravillosos, aunque a mí me costó aceptarme, no fui buen estudiante —no hay más que ver mis notas—. Ahora espero que mis dos críos estén disfrutando de las dos casas, porque en cada una juegan a cosas que en la otra no pueden [se ríe]. He aprendido también a hablar mucho con su madre sobre ellos, para ver cómo avanzan...”.
Cuando Pacino se hizo famoso, no le quedaba familia que él considerara cercana excepto su abuela. “Y a ella todo le parecía una locura. Por suerte a mi lado estaban mi mentor y profesor en el Actors Studio Charlie Laughton, y mi amigo Martin Bregman, que produjo cinco de mis mejores películas, enormes títulos. Martin es mucho más listo que yo y de eso me he beneficiado [Detrás se oye una risa. Bregman, manager de estrellas y productor de Tarde de perros, Serpico, El precio del poder, Melodía de seducción o Atrapado por su pasado, es el hombre que come queso y fruta]”.
En el arranque de su carrera, en algún momento dijo que quería tener una gran familia: “Sí, fantaseaba con ello. Cómo me equivoqué”. ¿Y llegó a sospechar hasta dónde iba a llegar? “Si cuando era medio pandillero llego a intuirlo... Casi mejor por mi propia seguridad que ni me lo imaginara. Solo quería, y quiero ser actor”.
Al Pacino recuerda cómo cambió su vida cuando pasó de ser alguien denostado por los productores de El Padrino a una estrella mundial gracias a Michael Corleone. “Obviamente, fue radical. Pero hace cincuenta años, lo crean o no, vivíamos en un mundo diferente... Madre mía, hace ya medio siglo. En fin, la idea de fama era distinta, el apetito por el arte, también... Manejábamos distintos intereses, incluso vocabulario, al de las estrellas de hoy en día. Y así me siento aún”. Una periodista compara esa respuesta con una declaración parecida de Mick Jagger. “Ah, dios, me encanta Jagger, me encanta esa comparación. Supongo que tenemos espíritus parecidos surgidos de la misma época. Como él, me gusta el escenario. Creo que eso lo pagó mi hija Julia, porque cuando nació yo estaba muy comprometido con el teatro. Ahora ella es cineasta y tenemos grandes conversaciones. Entiendo por qué en los viejos tiempos los actores formaban sagas: viajaban con su familia de un lado a otro, algo muy práctico; heredaban y transmitían una tradición, y encima creaban algo superior, inmortal: un espectáculo. Mi hija en cambio tuvo que esperar”.
Él mismo es parte de una tradición, el Actors Studio. Pacino vuelve allí de vez en cuando a dar charlas, comprometido con el Método, convertido él mismo en leyenda. “No soy capaz hoy en día de definir lo que es una actuación del Método. Sólo puedo apuntar que creo que el actor debe hacer un gran trabajo personal. ¿Yo, leyenda? Por favor, leyenda era Marlon Brando. Y claro, le imité cuando yo era joven. Luego llegaron los setenta, la aceleración de dos películas por año, los excesos, los olvidos provocados por esos excesos... Me refugié en el teatro para volver a la esencia de la actuación. Vale, cedo en que soy una personalidad conocida. Y contra ello no puedo batallar. Solo me queda el recurso de ser lo más ecléctico posible en mis elecciones laborales”.
En las tablas mantiene la llama. “El teatro se basa en la repetición. Y a mí esa repetición me provoca avaricia, ganas de volver a crear momentos mágicos. Las palabras ya están escritas, pero tú inventas sentimientos”.
El actor, Oscar por uno de sus trabajos más almibarados, Esencia de mujer, rehúsa reflexionar sobre su pasado. “Es que no puedo sacar conclusiones porque la vida es incontrolable. Un día te levantas con ganas de hacer un montón de cosas, otro te duele todo el cuerpo y recuerdas aquellas jornadas de tus tiempos de bebedor [risas]... Sé la edad que tengo, y que el mundo cambia a toda velocidad. Nadie es culpable de ello. Con los años sabes que te quedan dos cosas: tu imaginación y tus recuerdos. No estamos hablando de cine, lo siento, pero me gustaría entrar en esos aspectos psicológicos de la vida. Porque por mucho que algunos se la arroguen, nadie tiene la completa habilidad de entender las cosas, los acontecimientos, la vida. Y eso justo es lo que amo de la interpretación: ni todo es inteligible ni todo es asible”.
Eso sí, agradece a Dios, “todas las películas” que ha hecho. “Y las que no, pues ahí se quedaron. Por favor, no me hagan volver a hablar del pasado [risas]. ¿Les he dicho ya que no recuerdo bien los setenta? [carcajadas]. ¿Saben lo que me gusta? Cuando alguien viene, te saluda, soy amable y se va diciendo a un amigo: ‘Mira, pues es un tío agradable”. ¿Y que les diría a los jóvenes actores que quieren ser el nuevo Pacino? “Chavales, ahí tenéis el guante”.
DE OTROS MUNDOS
DRAGON
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