martes, 9 de octubre de 2012

Martin Murillo / La Carreta Literaria

Martin Murillo

Martín: el pescador de lectores y la carreta que no es carreta

Martín Murillo
Martín Murillo en compañia de Belisario betancourt y Juan Gossain.

Juan Gossaín cuenta la historia 

del quibdoseño que creó La Carreta Literaria

Los libros son muy orgullosos: si uno los presta, no vuelven nunca más. Los únicos que siempre regresan son los que Martín Murillo reparte con su carreta por las calles históricas de Cartagena, en caseríos y veredas, entre charcos de invierno o bajo el sol impiadoso del Caribe.
El otro día, mientras atravesaba el parque de Bolívar, en cuyo costado todavía se puede oír a medianoche la quejumbre de los torturados que arrastran sus cadenas por el Palacio de la Inquisición, me salió al paso un vendedor ambulante que cargaba un termo caliente y dos papayas bajo el brazo.
-Perdóneme que lo interrumpa -me dijo-, pero quiero hacerle una pregunta: ¿la vida de Dostoievski es más terrible que sus novelas, o es al revés?
Lo miré con cara de petrificado. Aquel muchacho se gana la vida vendiendo frutas en pedazos y café en vasitos plásticos.
-Lo que pasa -fue su explicación- es que Martín, el de la carreta, me prestó una biografía. Y Los hermanos Karamazov.
Martín no se quita nunca el gorro blanco, que es igual al que lucen los príncipes africanos en las grandes ceremonias. Hay algo de tristeza ancestral en su mirada. La carreta de madera, por su parte, es exacta a las que corretean por el mercado público, salvo que en vez de mercancías está repleta de libros que les presta a los niños de una escuela, a los emboladores, al jubilado que cabecea en una banca, a los taxistas que echan cuentos, al chofer de un bus. Martín no cobra un centavo ni exige documentos. "Si no se puede confiar en un hombre que lee -me pregunta-, ¿entonces en quién?".


'Robaron a Martín'
Sus lectores jamás se han quedado con un libro. Ni uno solo. Si no lo encuentran, se los dejan en los escaños del parque o al pie de un árbol. En cierta ocasión, a una muchacha barranquillera, que andaba de vacaciones, le entregó una historia de la Revolución Francesa. Desapareció año y medio. Martín perdió las esperanzas. Hace veinte días, sin darse por vencida, ella misma lo buscó por toda Cartagena hasta encontrarlo al anochecer. Le devolvió su libro. Le contó que está preparando maletas para irse a estudiar un doctorado en Chile. Le dio a Martín un beso en la mejilla y le dijo: "Gracias". Luego se fue.
Pero hace poco hubo una mañana en que Cartagena amaneció estremecida: le habían robado doscientos libros a Martín. Los había dejado a guardar en una caja, y, a lo mejor, el ladrón pensó que era dinero o comida y cargó con ella. En realidad, sí eran joyas y alimentos: una colección completa de literatura infantil.
-Fue el mejor día de mi vida -recuerda Martín, con una sonrisa-: la gente me mandó 600 libros.
La Carreta Literaria, que acaba de cumplir cinco años, tiene en la actualidad 6.000 obras. Los niños son los que más leen. La generación que va de los 45 a los 60 años prefiere los clásicos. Me alegra saber que, según las estadísticas que Martín conserva en la cabeza, debajo del gorro, las mujeres jóvenes son las que más le piden filosofía y poesía. Los hombres, en cambio, son más inclinados a los libros técnicos.


El primer día llovió
Martín Murillo nació en Quibdó y estudió en Medellín. Volvió a su tierra, a ganarse la vida vendiendo unas arepas rellenas que preparaba su mamá, pero un día ella le aconsejó que buscara trabajo estable. Martín se fue para Cartagena.
Lo contrataron para que cuidara un barco que estaba varado en Aruba. Le dijeron que iban a conseguirle el permiso para que se estableciera legalmente. Volvió a Cartagena y se sentó a esperar una visa que nunca llegó. Acosado por la pobreza, consiguió que le prestaran 15.000 pesos y se fue a vender por la calle refrescos en bolsa y agua helada.
-El primer día llovió -me dice- y no vendí ni una bolsa. Martín estaba en quiebra, aunque insistió tanto que llegó a vender más de mil bolsas por día. Pero como los griegos ya dijeron que ningún hombre escapa a su destino, una tarde, sentado en el parque de Bolívar, vio venir a un hombre inconfundible, todo vestido de blanco, incluido el sombrero: Raimundo Angulo Pizarro, presidente del Concurso Nacional de Belleza, que tiene las oficinas al frente. Martín le contó una idea que le estaba dando vueltas en la mollera: que le ayudara a financiar una carretilla para prestarles libros a tantas gentes que mariposean por ahí.
-¿Cuánto vale la carreta? -le preguntó Raimundo.
-Un amigo mío me la hace por un millón de pesos -contestó.
-¿Y los libros? -volvió a preguntarle.
-Esos los consigo yo -se atrevió a contestar Martín.
-Y yo pago la carreta -dijo el señor Angulo Pizarro. Ay, el Estado...
Dicho y hecho. Mientras un artesano pulía las tablas para la carretilla, Martín se paraba en la puerta de tantos congresos y seminarios que se celebran diariamente en Cartagena. Pedía libros. Era lo único que pedía. De modo que cuando el carpintero terminó de clavar la última tabla, ya Martín tenía sus primeras cien obras.
Después se fueron sumando cadenas radiales, fábricas de gaseosas, la Gobernación de Bolívar, el Instituto de Cultura de Cartagena, escuelas de periodismo, revistas. Aquel mismo distribuidor de Postobón, que un día le vendió las primeras bolsas de agua, ahora le ayuda a financiar la compra de libros. Los escritores también le llevan sus obras para que las reparta.
La historia de Martín y su carreta se fue difundiendo por todas partes. Un día, salió en busca de colaboración porque una señora residente en Nueva York, barranquillera ella, le había escrito al parque para anunciarle el regalo de quinientos libros. El problema era la manera de enviarlos a Colombia. La empresa portuaria de Cartagena se ofreció a traerlos gratuitamente.
Martín inició los trámites legales y entonces fue cuando le vio la cara al infierno: el consulado colombiano en Nueva York remitió los documentos a la embajada en Washington, la embajada los envió a Bogotá, "en Bogotá me dijeron que los tenía la secretaria de la secretaria de la secretaria", recuerda Martín. Los libros no aparecieron jamás. Esa triste experiencia le enseñó que es mejor no meterse en tratos con el Estado. "El Estado es papelero y la lectura es acción".
En cambio, muchas personas que compran casas coloniales en el centro amurallado de Cartagena suelen encontrar libros antiguos escondidos en sótanos o desvanes. Llaman a Martín para que se los lleve. Al principio, y a sabiendas de lo que se trataba, él ponía cara de estarles haciendo un favor.
Pero esa actitud cambió hace un mes. "Leí en el periódico lo que hizo el señor Yepes, presidente del Banco de Colombia", me cuenta Martín. "Regañó a unos empleados del banco que se valieron de un precio equivocado en almacenes Éxito para comprar neveras prácticamente regaladas. Les dijo que no es ético aprovecharse de un error ajeno".
Martín aprendió la lección. Desde ese día, les advierte a sus benefactores que le están regalando obras antiguas, muy valiosas, y que lo piensen bien. Ahora le dan las gracias por avisarles, pero, igual, le obsequian los libros. Y Martín quedó en paz con su conciencia.
Epílogo
Hoy tiene 44 años. ¿De qué vive el hombre de la carreta? ¿Con qué paga su almuerzo y el techo que lo cobija? Con un subsidio mensual que le dan sus propios patrocinadores. Y ya que la famosa carreta es desarmable, ha podido llevarla como invitada especial a las ferias literarias de Valledupar, Guadalajara, Caracas, Buenos Aires, Bogotá y por los caminos que conducen a las casitas de Altos del Rosario.
Calcula que ha tenido, hasta hoy, 100.000 lectores. La semana pasada, le rindieron un homenaje en Medellín, por los lados de la comuna 13, en el mismo colegio donde perdió tres veces el primero de bachillerato. A mí, por el contrario, me parece que poco ha cambiado la vida de Martín desde que era vendedor ambulante. Al fin y al cabo, un libro es como una botella de agua fresca...
Acerca del autor
Juan Gossaín periodista, hombre de radio y novelista, es académico de la Lengua.
Juan Gossaín
Especial para EL TIEMPO
Cartagena de Indias.





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