Lamento no tener nada que decir sobre el color frambuesa del vestido de la Reina, y seguro que aún no está todo dicho, pero he reflexionado sobre una banana. No sé ustedes, pero me pregunto cada vez más sobre la magnitud de la estupidez en nuestro tiempo y una noticia ha dado datos para calcularla con cierta precisión. El martes se vendió en Nueva York una banana pegada a la pared con cinta aislante gris por 6,2 millones de dólares. Es una obra del italiano Maurizio Cattelan, aclaro. La adquirió un millonario en criptomonedas chino, Justin Sun, de 34 años, que anunció en X, “emocionado”, que era el comprador y se la comería este viernes. Es decir, a estas horas la banana como tal no existe, solo en un estado menos noble, que siguiendo esta lógica quizá incluso aumente su valor a extremos ya incalculables.
Hay más. El señor Sun no solo se quedó con la obra en sí, porque la banana se pone pocha, claro, sino también con el derecho a reproducirla cuando quiera (de hecho, no es la original de 2019). Le bastará comprar otra banana, pegarla a una pared y decir con toda autoridad que es la famosa obra de Cattelan. No sé si invitará a gente a casa los domingos para hacerlo en los postres, o lo hará en una tarde aburrida él solo, sin que el mundo sea consciente del evento, o pasado mañana ya se olvidará de que puede hacerlo. Ya da igual. Pero ¿de dónde salió la banana? Se lo preguntó una periodista de The New York Times, que pensó que los de Sotheby’s la tenían que haber comprado por allí. Y efectivamente, fue en un puesto callejero de enfrente, de un bangladesí llamado Shah Alam, de 74 años. Vendió la banana por 25 céntimos. Fue el momento de la verdad: la reportera le dijo a cuánto la habían vendido luego y al pobre hombre casi le da algo. Se puso a llorar. Supongo que yo haría lo mismo: haces la resta de 6,2 millones menos 25 céntimos y el resultado podría aproximarse a la medida de la estupidez humana, al menos en la cotización de esta semana.
El señor Alam, viudo, pobre, que paga 500 euros por dormir en un sótano con otros cuatro tíos en el Bronx, hizo dos preguntas muy pertinentes: “Quienes lo compraron, ¿qué clase de personas son? ¿No saben lo que es una banana?”. Y cómo se lo explicamos a este señor. Hablaba como alguien totalmente ajeno a este circo en el que nosotros nos hemos acostumbrado a vivir, ni siquiera sé si sabemos ya responder a estas preguntas. La periodista, magnífica, hizo algo más: escribió a Sun y Cattelan para contarles la historia. Se mostraron conmovidos, pero tampoco sabían qué decir. Sun respondió con uno de esos mensajes con muchos puntos suspensivos. Al día siguiente encontró la solución: comprará 100.000 bananas al vendedor, por su “indispensable contribución”, y las repartirá gratis. Le dan igual las bananas, está claro. El dueño del puesto, que paga 12 dólares la hora al señor Alam, estará encantado.
Pensarán que exagero, pero recordé las palabras de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, que como saben utilizó para intentar explicar la actitud del criminal nazi Adolf Eichmann. Arendt decía que algunos individuos actúan dentro de las reglas de un sistema sin reflexionar sobre sus actos y, más que la inteligencia, les falta la capacidad de darse cuenta, de imaginar, lo que están haciendo: “Eichmann no era estúpido, era simplemente alguien sin ideas”. El peligro es la falta de ideas propias, que aleja de la realidad y de la responsabilidad sobre la realidad. El señor Sun tiene 3,6 millones de seguidores riéndole las gracias. No sé si esto nos lleva al totalitarismo, pero desde luego bueno no es.
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