Un vampiro que cumple 99 años y otros animales de lengua portuguesa
- El próximo 14 de junio el cuentista brasileño Dalton Trevisan cumple 99. El año pasado publicó una gran Antologia pesssoal.
- Un celebración de su obra y la de otro peculiar autor en lengua portuguesa, António Lobo Antunes.
15 de mayo de 2024
En una época usaba galochas –será por eso que la lluvia arrecia en sus páginas– e iba al cine casi todos los días. Atlético, caminaba kilómetros y a gran velocidad, tanto que sería difícil adivinar cuándo el trayecto era de ida y cuándo de vuelta. Leía todo, gula que alimentaba su timidez pero a la vez lo nutrió de material para volverse aún más divertido entre amigos. Tuvo un temprano interés por James Joyce y una clara devoción por Paul Léautaud, por no hablar de su fanatismo eléctrico por Machado de Assis. Siempre se reescribió y sólo la sarcástica guillotina del tiempo lo hará creer en versiones finales. En un momento llegó a regalar dos ejemplares de una edición reciente por cada ejemplar viejo que alguien le recuperara de una biblioteca pública o privada. El año pasado publicó una cronológica Antologia pessoal que recopila sus relatos dilectos, no pocos de ellos retocados, desde luego, es decir provisoriamente definitivos.
El brasileño Dalton Trevisan cumple 99 años el próximo 14 de junio. Necesitó el anonimato para espiar y traducir la ciudad de Curitiba; se negó durante un siglo a dejarse fotografiar o entrevistar. Su medio es el cuento y su método es rectilíneo. Se apropia de las cosas –vidas ajenas, ciudades enteras, animales y mitos–, las arranca de su contexto original, las replanta en su comarca concisa, dispara tres tiros y se fuga.
En “Llueve, lluvia” improvisa: “Para dónde huyen los heladeros cuando llueve? Si llueve, más difícil enfrentar el viento sur sin perder el sombrero... La lluvia lava el rostro de tus muertos queridos”. Trevisan se hizo famoso por sus textos sobre Juan y María, pareja con la que montó un sistema binario teatral para escenificar mil situaciones de deseo y desamor, y por Nelsinho, el “vampiro de Curitiba”, depredador sexual, pero a menudo asoma algo que podría llamarse una dulzura de la inocencia, como en el fragmento citado, en raptos como el del ciclista atropellado que entró al cielo en contramano, o bien en ciertas observaciones al pasar: “Curitiba es una buena ciudad si eres la rana que croa en la lluvia... la piedra suelta en la calle”.
Poblados de ladrones, malandrines, amantes cruzados, madres desalmadas. Trevisan es de una impiedad neutra, sin subrayados, dado a narraciones enloquecidas –“un tímido en pánico”, leemos en una de ellas–, en las que el desquicio de los personajes ronda cerca. En ocasiones, un estilo telegramático, a lo Azorín, entre policial y poético. Textos breves, párrafos más breves. Frases bien medidas, recortadas; una elipsis atrás de otra. Un contrapunto de omisiones, haya diálogo o no. (A veces recuerdan a los intercambios verbales en las novelas de un genio muy distinto, el inglés Henry Green, que tampoco concedía mostrarse y se fotografiaba de espaldas).
Trevisan está tan adentro de su obra, que no tiene necesidad de explicaciones, le sobran transiciones y abunda la economía. Los sobreentendidos de un mundo creado fuerzan a narrar de otro modo, refilado. Su montaje es el de un cronómetro sincopado, atonal. Prosa joven, si tiene sentido decirlo así. Hay comicidad en el ritmo, pero el suyo no es un humor de chistes sino un humor de víctimas, un Kafka desfachatado y de arrabal: “Busca en el espejo la triste figura y ve, con admiración siempre renovada, al lírico y maldito rey de la noche, el mayor depravado de la ciudad, el último vampiro de Curitiba. Arrastrándose hasta el tocadiscos, olvidándose de la mujer que silba por la nariz del otro lado de la pared, elige un disco de Gardel”. (“El día que me quieras”, para más detalles).
Algunos cuentos son meras escenitas absurdas, delante de fondos trágicos: “Siempre los bolsillos hinchados por las piedras. Al verlo, los perros apuestan a quién lo muerde primero”. Otros reciben tratamiento de poema. Todos narran contra una moraleja. En La trompeta del ángel vengador lo cotidiano se vuelve catástrofe; nunca el cinismo tuvo tanta gracia. El incorrecto Trevisan es un maestro de lo aparentemente inconexo, de lo presuntamente hilado, y sus libros están plagados de lo que elogió en otros: “Los papirotazos al lector que hacen la delicia de los más grandes libros”.
Pequeñas comedias con cara de póker sobre acusaciones y perdones, un realismo seco de variaciones musicales sobre un mismo tema, relatos maquinales, hilarantes y tristes a la vez. Conversaciones estrambóticas alrededor de la bebida, la mala salud, la precariedad, la impotencia, la sumisión, la violencia, la magia. Pruebas de virginidad, denuncias, cartitas, infidelidad serial. Y los hijos pintados en medio de la batalla campal. Es lo que puede apreciarse en La guerra conyugal, lo más parecido al slapstick que se leyó en literatura: “Era una familia a la que le gustaba golpear puertas”.
En portugués de primera mano
A Dalton Trevisan nunca le tocó fuera de su país, pero cada tanto surcan la rayada noche de la literatura nombres que relucen para después eclipsarse y alternar etapas de resurrección y de olvido. Javier Marías y W.G. Sebald, por ejemplo, o el portugués António Lobo Antunes, psiquiatra retirado, octogenario, veterano de la guerra de Angola, escritor único, que disfrutó de un momento de consagración general cuyos estrictos plazos comerciales parecen haber vencido.
Todas sus novelas son la misma, por entregas, ritmadas por fotografías de la cantera de una memoria rediseñada. De a ratos impiadoso, tierno y risueño, Lobo Antunes lo vio todo y no le convienen los resúmenes; una contratapa es apenas la punta del iceberg que la cascada de su prosa deshiela. Frases encabalgadas y una puntuación de poeta le proponen al lector descolocado un pacto épico: el trío de La muerte de Carlos Gardel es zarandeado por tangentes y desvíos en una Lisboa sórdida sobre la que saben echar luz. En Yo he de amar una piedra desfilan un recuerdo y su glosa, en simultáneo, en una simultaneidad secuenciada, por así decir. Avanzan en paralelo la posibilidad de que el presente se infiltre en el pasado y modifique detalles, y la oportunidad de entrar y salir de la trama permanentemente. Cabe lo que “no corresponde”, lo alternativo, lo lateral: “Séquese la lluvia del bigote, primo Casimiro”.
Probablemente sus libros de crónicas –suerte de autobiografía elegíaca por entregas– sean la puerta más accesible a la obra de Lobo Antunes. Quizá haya que leer primero sus crónicas para sumergirse con más fluidez y entendimiento en sus novelas, para olfatear de antemano su mobiliario espiritual. En sus crónicas, Lobo fantasea encuentros con los que él fue en el pasado. Es de repetir frases, retomar y rehacer, y se exhibe implacable consigo mismo, abiertamente jocundo o lírico. Evoca a amigos y colegas, como el valioso José Cardoso Pires: “Casi siempre un chiquillo ocultando su angustia bajo la ironía en bares azarosos... Un escritor que se encogía de hombros frente a sus propios libros... Muchas veces te acusé de perezoso cuando eras sólo un hombre de escrúpulos al que lo torturaba la honestidad”.
Alguno podrá tachar de anacrónicos los libros de Lobo, Cardoso Pires (su De Profundis es un modelo de fortaleza inaudita para el registro de la pérdida de nombres y palabras, y el desarreglo de la identidad, durante el deterioro mental), o Agustina Bessa-Luís, facilitada su tarea ciega por las fechas de nacimiento y de edición. Pero la percepción y la inteligencia son invariablemente contemporáneos.
Dijo Lobo de Bessa-Luís: “Una prosa completamente diferente, completamente nueva, rica, casi barroca, enteramente innovadora, aguda, inteligente, irónica, riquísima, surgida de la nada, de un talento desmedido. Claro que esto no se perdona”. De una entereza clara, suelta, a prueba de recelo, es aconsejable repasar junto a Lobo Antunes nuestra historia si con suerte se vivió con noble simpleza y tanta cosa tangible cerca durante los años más disponibles.
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