martes, 3 de diciembre de 2024

Elizabeth Bishop, cuando un poema cuesta un mundo

Elizabeth Bishop


Elizabeth Bishop, cuando un poema cuesta un mundo

La primera biografía de la poeta norteamericana traducida al español ofrece una buena vista general de su vida y obra, pero se queda corta en la relación más profunda entre ambas. Además, su autora, la Premio Pulitzer Megan Marshall, se concede un protagonismo innecesario


Elizabeth Bishop (1911-1979) es una de las grandes escritoras del siglo XX y, con William Carlos Williams y Wallace Stevens, representa la cumbre de la poesía estadounidense de los últimos cien años. Su poema El alce y su relato En la aldea -digno de John Cheever- hubieran bastado para asegurarle ese lugar de privilegio.


Elizabeth Bishop. Un milagro para el desayuno

Traducción de Laura de la Parra Fernández. Vaso Roto. 480 páginas. 26 €


Con un padre muerto cuando tenía sólo ocho meses y una madre internada en un manicomio cinco años más tarde, la joven Elizabeth tuvo que bastarse a sí misma para ir armando su propia vida. Con mala salud, lesbiana y enamoradiza, siempre buscando el amor pero también decidida a darlo, discreta en su manifestarse públicamente, reticente a cualquier honor que la pusiera en el escaparate, fiel a sus devociones literarias -Marianne Moore- y a sus amistades más íntimas -el también poeta Robert Lowell, enamorado de ella desde que la conoció y hoy a su zaga en la consideración académica- los versos publicados hasta su muerte se reducen a cuatro libros, doscientas páginas que reúnen, decía, "misterio, sorpresa y, detrás, mucho trabajo duro".

AMORES, SUICIDIOS Y PÉRDIDAS

La historia de Bishop corre paralela a la de sus relaciones amorosas, primero en el grupo de amigas que compartía con Mary McCarthy y luego a las dos que verdaderamente cambiaron su vida: las que mantuvo entre 1951 y 1967 con la arquitecta y urbanista brasileña Lota de Macedo Soares y, hasta su muerte, a pesar de una ruptura que pudo ser fatal, con la joven estudiante y después su albacea testamentaria Alice Methfessel.


Antes, un novio imposible se suicida echándole la culpa en la carta de despedida mientras ella ya empieza a saber que la única obsesión de quien pretende ser poeta es hacer el mejor poema posible. Así se lo explicará, con cierta desgana, a sus alumnos en Harvard o Seattle. Esa misma exigencia hará que atraviese largos periodos sin escribir una sola línea, disimulados en la prosa o hasta en frustrantes trabajos por encargo. Es la época, también, en la que la poesía interesaba a los lectores y fue firma asidua en el New Yorker, aun a despecho de que le rechazaran allí una de sus piezas mayores: Del diario de Trollope.

En 1957 gana el Pulitzer frente a su amigo Randall Jarrell, cuyo suicidio -otro más, como el de John Berryman o los de Sylvia Plath y Anne Sexton, las dos alumnas de Robert Lowell y contendientes en la carrera por llegar antes a semejante desenlace- le impresionará extraordinariamente. El alcohol será su personal forma de autodestrucción, siempre arrepentida pero siempre reincidente, hasta su muerte el 6 de octubre de 1979 por un aneurisma cerebral. 

ENTRE LA REALIDAD Y EL DESEO

Como al omnipresente Lowell -es imposible separarlos aun siendo tan distintos en casi todo- las consecuencias de sus arrebatos psicóticos, a ella sus amigos más cercanos le perdonaban las de su dependencia, creciente por temporadas, dominada muy pocas veces, y de la que se arrepentirá constantemente de forma dramática pero nunca patética. La culminación llegará en su poema más conocido: El arte de perder.

Elizabeth Bishop junto a Robert Lowell.
Elizabeth Bishop junto a Robert Lowell.

La poesía de Bishop tiene como pretexto aspectos de su vida en el convulso Brasil de los cincuenta y los sesenta junto a la brillante e influyente Lota. Poco a poco la infancia va también ocupando su lugar en una escritura que sabe ser siempre discreta con el recuerdo y suave con las obsesiones, en el polo opuesto de su queridísimo Cal -el apodo de Lowell-, a quien recriminará duramente haberse saltado cualquier regla al utilizar para El delfín las cartas de su mujer, la escritora Elizabeth Hardwick, antes de su separación: "El poema realista debe tener la información correcta", le dirá en una carta.

Sus libros se iban armando con textos tomados de otros anteriores y le costaba Dios y ayuda rematar un volumen nuevo. Por eso da la sensación de que no sobra en ellos ni un solo verso. La escritura flota entre la realidad y el deseo mientras se sujeta en la tradición que Bishop asume con modestia y orgullo mientras crea un modo de expresión absolutamente fiel a aquello que quiere contarnos entre el amor, el alcohol, la geografía y la infancia desamparada: ese extraordinario La sala de esperaEn realidad, sólo unos cuantos poemas, "aunque cada uno cueste un mundo".

UN EXCESO DE AUTORA

La editorial Vaso Roto culmina con esta biografíade Megan Marshall, aparecida en inglés en 2017, su benemérito trabajo de traducción de la obra completa de Bishop y de Lowell y del impagable testimonio que constituye la correspondencia entre ambosPalabras en el aire, imprescindible para entenderlos. Uno puede preguntarse qué aporta frente a la bien conocida y valorada, aunque no traducida, Elizabeth Bishop and The Memory of Itde Brett C. Millier, que tiene ya más de treinta años. 

Marshall, ganadora del Pulitzer de Biografía por un trabajo sobre la periodista y activista Margaret Fuller, no hace olvidar a Millier, pero el hecho de ser la única biografía de Bishop disponible en español hace su libro muy útil como vista panorámica del paisaje en el que habitan sus versos.


No obstante, se queda corta en las relaciones entre vida y obra -no deja de ser confusa la apelación al poema incluido en el título-, en lo que llamaríamos el análisis desde la propia literatura y en el alcance póstumo de ambas. Pero el principal defecto del, en general, buen trabajo de Marshall está en el protagonismo de la autora, que se dedica a sí misma y a su episódica coincidencia con la poeta -que fue su profesora en Harvard- demasiadas páginas en forma de capítulos de dudoso interés, perfectamente prescindibles, intercalados entre los que corresponden a la estricta investigación biográfica, curiosamente mejor narrada que sus complementos. 

De hecho, es su propia historia, y no la de Bishop, la que concluye el libro. Quizá sus editores de Houghton Mifflin Harcourt, que lo fueron también de la biografiada, podrían haberlo evitado.


EL PAÍS 



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