Un pirata en Estambul
Ruta literaria por la ciudad turca, de Espronceda a Agatha Christie. Y una parada en el Museo de la Inocencia creado por el Nobel Orhan Pamuk
Martin Casariego
16 de mayo de 2014
Una ciudad es muchas ciudades a la vez, y Estambul, capital de tres imperios que hoy ni siquiera lo es de un país, carente de perros y sobrada de gatos (hasta dentro de Santa Sofía los vi), con un pie en Asia y otro en Europa, cumple esa máxima ejemplarmente. No en vano ha tenido tres nombres, Constantinopla, Bizancio, Estambul. Yo soñaba con visitarla desde hace cuarenta años, pero no lo he sabido hasta después de planear ir allí.
Rastreé el origen de ese sueño, el Imperio romano, Bizancio, los mosaicos, los iconoclastas, el Bósforo, las cruzadas, la toma por los turcos en 1453, para acabar descubriendo que nació en una clase de lengua, con una profesora recitando apasionadamente La canción del pirata de Espronceda. “Y ve el capitán pirata, / cantando alegre en la popa…”.
Embarco en uno de los muelles de Eminönü y penetro en el Bósforo y sus aguas de un gris verdoso. Me voy alejando del mar de Mármara, de la Mezquita Azul y del palacio de Topkapi en dirección al mar Negro, al que no llegaré. En ambas orillas se suceden los palacios, las villas, las mezquitas, las casas apiñadas. Antes de dar la vuelta el barco alcanza el segundo puente, cerca de la fortaleza de Europa, construida por Mehmed II para estrangular Constantinopla. Es el punto más estrecho del Bósforo, por el que hizo su puente de barcas Darío I para saltar a Europa. Regreso entre gaviotas, cormoranes y barcos. Y por un brevísimo instante, en la proa, “Asia a un lado, al otro Europa, / y allá a su frente Estambul”, dejo de ser un turista y me convierto en el pirata del poema.
Para ver Estambul es imprescindible recorrer también el Cuerno de Oro, ese apéndice del Bósforo que divide la parte europea. Tomo otro barco, ahora hacia Eyüp. Una ciudad también debe verse desde las alturas, y me dirijo al café Pierre Loti, frecuentado por este militar y escritor que publicó Aziyadéen 1879. Ambientada en Constantinopla, cuenta la historia de amor de un oficial francés con una mujer de un harén, sin menoscabo de su amistad con Samuel, un criado español. En sus aguas, no lejos del puente Gálata, coinciden un hidroavión y un submarino, y pienso en Tintín en Estambul, un álbum que Hergé jamás dibujó. El teleférico que sube al café sale de cerca de la mezquita de Eyüp, uno de los lugares de peregrinación del islam. Salva un cementerio erizado de lápidas de piedra, y siento por un momento el vértigo de precipitarme hacia la muerte. Bajo al lado del café, dividido en pequeñas salas con muebles modestos antiguos y paredes llenas de viejas fotografías. La vista desde las mesitas de su terraza justifica el esfuerzo de llegar allí. A mis pies está el Cuerno de Oro, con sus pequeños islotes como manchas oscuras, y los puentes iluminados, las casas, los faros de los coches, el latido de una ciudad en la que el turista agradece sentirse seguro y no verse importunado por sus habitantes. De hecho, en un largo paseo de hora y media por la poco turística Fevzi Pasa, la calle de los vestidos de novias, nada ni nadie me molestó.
Fotografías y cucharas
En el Museo Arqueológico, junto a Topkapi, se conservan, entre otros textos, el veredicto por un asesinato y un poema de amor, con una antigüedad de más de 4.000 años. Y al entrar en el Museo de la Inocencia, el panel con 4.213 colillas me recuerda la escritura cuneiforme. Supuestamente abandonadas por Füsun y recogidas por Kemal, los protagonistas de la maravillosa novela de Orhan Pamuk El Museo de la Inocencia, la historia de un amor enfermo en el Estambul de los setenta y ochenta, esas colillas se unen a otros cientos de objetos cotidianos, desde saleros hasta figuritas de porcelana, fotografías o cucharas. “Füsun se quitó los pendientes, uno de los cuales expongo como primera pieza de nuestro museo, y los dejó cuidadosamente en la mesilla”.
La novela del Nobel turco y su museo son un interesante experimento en el que la ficción y la realidad se confunden de una forma original y profunda. Reconozco que me emocioné bastante tontamente cuando me sellaron el libro, lo cual, por otra parte, me permitió ahorrarme la entrada.
Salgo del museo, muy recomendable si se ha disfrutado del libro, y camino por la Çukurcuma Cadessi, una bonita calle llena de anticuarios que parece una prolongación al aire libre del museo de Pamuk. Me dirijo al cercano Pera Palas, el mítico hotel inaugurado en 1892 para los viajeros del Orient Express, en el que se alojaron, entre otras, Mata-Hari y Greta Garbo. Se cita en El tren de Estambul, de Graham Greene, donde pese a su prometedor título apenas aparece la ciudad. Y en La máscara de Dimitrios, la novela de intriga de Eric Ambler, el coronel Haki, durante una comida en el Pera Palas, hablará del criminal Dimitrios a Latimer, el protagonista, a quien ha conocido en una villa del Bósforo.
Entro con estos pensamientos en el bar del Pera, un gran y lujoso salón de techos altísimos, lámparas de araña, tapicería carmesí, alfombra y piano de cola. Tomo una cerveza, intentando sin mucho éxito imaginar que soy un rico viajero del XIX. Me enseñan la habitación de Agatha Christie, en la que escribió Asesinato en el Orient Express. La cama con una colcha granate, una alfombra, elegantes muebles de madera, fotografías de la reina del crimen.
Ceno en el 360, un moderno restaurante con una espectacular terraza en un edificio de la peatonal y bulliciosa Istiklal Caddesi, que baja desde Taksim. Contemplo, desde el siglo XXI, milenios de historia. Me viene a la cabeza la habitación de Agatha Christie, con una vieja Underwood negra y, encima, una pantalla de plasma. Y pienso que esa podría ser la síntesis de Estambul, tan antigua y tan moderna a la vez.
» Martín Casariego es autor de la novela Un amigo así (Espasa).
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