EL PAÍS 19 ENE 2008
Pocas personas tienen una sola vida. Raymond Carver tuvo al menos dos, antes de ingresar tan prematuramente en la muerte y en una posteridad en la que su nombre se ha agrandado, en vez de desaparecer, y en la que sus libros, aun sin la ayuda de su presencia física, han logrado ese raro milagro, perdurar en los estantes de las librerías. Quien ha vivido varias vidas no siempre puede recordar la fecha exacta en la que comenzó cada una de ellas. Raymond Carver sabía cuándo terminó la primera de las suyas, cuándo empezó la segunda: exactamente el dos de junio de 1977, cuando dejó de beber, pocos días después de cumplir treinta y nueve años. Se había casado a los diecinueve, con una chica de dieciséis. A los veintiuno ya era padre de dos hijos, y no tenía más perspectivas que trabajar de peón en las serrerías de la costa noroeste de Estados Unidos o de repartidor o de portero, mientras su mujer ganaba un salario escaso como camarera.
La segunda vida tan breve y la posteridad de Carver estaban contenidas en la desolación de la primera, que es una desolación muy específica de la pobreza americana
Las experiencias reveladoras a las que aludía cuando hablaba del oficio de escribir no tienen que ver con el horror ni con la desgracia, sino con la epifanía de las cosas cotidianas
El origen de una vocación literaria es tan misterioso como el de las historias que cuenta un escritor. A Carver le gustaba citar la definición de un cuento corto que da V. S. Pritchett: "Algo vislumbrado de soslayo, de paso". Para explicar lo frágil que puede ser el punto de partida de una historia que sin embargo uno sabe que le importará mucho escribir ponía el ejemplo de la primera frase de una de las suyas: "Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el teléfono". En esas pocas palabras tan comunes como la situación que cuentan está cifrado el relato igual que la planta entera en su semilla. De la misma manera improbable la segunda vida tan breve y la posteridad de Carver estaban contenidas en la desolación de la primera, que es una desolación muy específica de la pobreza americana, la de la clase trabajadora blanca encallada en los márgenes de la escala laboral y del consumo sórdido, en los parques de caravanas y en las zonas de viviendas situadas entre los cruces de autopistas. El cine, que todo lo embellece, ha creado una mitología visual de esos paisajes, asociada a la de los moteles, las gasolineras y los neones de los restaurantes solitarios de comida basura, a la horizontalidad de los espacios desiertos y las periferias industriales. La realidad es pavorosa, y no tiene nada de literario.
Y sin embargo Raymond Carver hizo excelente literatura con ella, igual que se había hecho a sí mismo escritor viniendo de una familia en la que nadie leyó jamás un libro ni pasó de la escuela primaria y sobreponiéndose a la responsabilidad demoledora para un muchacho de poco más de veinte años y su mujer adolescente de criar a dos hijos pequeños. Las mismas circunstancias que conspiraban contra su porvenir de escritor se convirtieron en los materiales fértiles de su literatura: no sólo la pobreza, no sólo el agobio de los niños pequeños, de los trabajos mezquinos, de las expectativas frustradas, sino también el riguroso infierno del alcohol, que lo llevó a ser hospitalizado tres veces al borde de la muerte, a romperle una botella de vodka en la cabeza a su primera mujer.
Hay que tener mucho cuidado con la mística de la mala vida como germen del talento. El de Raymond Carver sobrevivió a la bebida igual que pudo haber sido destruido por ella. Lo que nos atrae tanto en sus historias no es tanto el relato de esa especie de inmóvil desesperación en la que se encuentran atrapados sus personajes como la intuición de una plenitud que casi parece accesible para ellos a pesar de todo. Muy cerca del dolor está la ternura; la claudicación de un borracho que vuelve a la botella no llega a corromper del todo su alma; la pelea más atroz de una pareja no anula los instantes de felicidad que conocieron alguna vez; en una habitación donde un grupo de amigos conversa sobre nada y se emborracha poco a poco alguien observa la luz de la tarde que se filtra por la persiana y permanece como un ascua roja en el espejo. La limpieza de la escritura ya es en sí misma una afirmación. Las experiencias reveladoras a las que aludía Carver cuando hablaba del oficio de escribir no tienen que ver con el horror ni con la desgracia, sino con la epifanía de las cosas cotidianas: "Es posible escribir sobre cosas y objetos comunes con un lenguaje común pero preciso, y dotar a esas cosas -una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, el pendiente de una mujer- con un poder inmenso, incluso sobrecogedor".
Suele pensarse que este tono de sutil o explícita celebración llegó a la literatura de Carver en su segunda vida, según se afianzaba su amor con Tess Gallagher y su celebridad de escritor, en el tiempo demasiado breve en el que aún no sabía que iba a morirse con cincuenta años de un cáncer de pulmón. La sequedad quirúrgica de su primer estilo parecía que daba paso a una nueva complacencia en la escritura, a una riqueza mayor de pormenores y de matices. Pero en literatura todas las explicaciones claras son dudosas, y todo prestigio tiene una parte mayor o menor de malentendido. Multitudes de imitadores han venerado la inflexible austeridad expresiva de Raymond Carver y, como suele suceder, la han simplificado hasta la caricatura, pero ahora vamos sabiendo que el propio Carver no era del todo responsable de los despojamientos máximos de su estilo. En su número de fin de año The New Yorker publicó un relato inédito que se titula Beginners y que es una versión previa del que hasta ahora conocemos como De qué hablamos cuando hablamos de amor. El amigo y editor de Carver, Gordon Lish, eligió el nuevo título, pero no sólo ayudó a corregir la escritura y la trama: añadió cosas, suprimió casi la mitad del texto, cambió el final. En 1980, en una carta llena de inseguridad y de remordimiento, Carver le pidió a Lish que retirara ese cuento y alguno más del libro que iba a publicarse. Estaba agradecido al editor que lo apoyó tanto en sus años peores, temía parecer ingrato, perder su amistad: pero tampoco quería que su historia quedara desfigurada. Leídas ahora, una al lado de la otra, las dos versiones dejan una sensación desconcertante: el texto original de Carver revela honduras que se han perdido en el otro; lo que hasta hace nada nos parecía un modelo de contención en el cuento que conocíamos ahora tiene algo como de catatonia emocional y expresiva.
El libro, a pesar de todo, se publicó así, y tuvo tanto éxito que cambió para siempre la carrera de Raymond Carver, quien nunca mostró en público su discrepancia con Lish, aunque rompió con él poco tiempo después. El estilo de aquellos cuentos, tan único, era en parte la invención de otro hombre. El reconocimiento público se otorgaba a alguien que era parcialmente un impostor. Pero quién no se siente así al recibir ciertos elogios; quién tiene el coraje necesario para negarse a aceptar algunas formas de admiración que intuye falsas o completamente equivocadas.
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