Georgia O'Keeffe |
Horacio Quiroga
LA ABEJA HARAGANA
VERSIÓN TRADUCIDA
Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
-Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió enseguida:
-¡Uno de estos días lo voy a hacer!
-No es cuestión de que lo hagas uno de estos días -le respondieron- sino mañana mismo. Acuérdate de esto.
Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
-¡Sí, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
-No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allí dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
-¡No se entra! -le dijeron fríamente.
-¡Yo quiero entrar! -clamó la abejita-. Esta es mi colmena.
-Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras -le contestaron las otras-. No hay entrada para las haraganas.
-¡Mañana sin falta voy a trabajar! -insistió la abejita.
-No hay mañana para las que no trabajan -respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y diciendo esto la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, al tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
-¡Ay, mi Dios! -clamó desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de frío.
Y tentó a entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
-¡Perdón! -gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!
Entonces le dijeron:
-No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero: cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color amarillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
-¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo:
-¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
-Es cierto -murmuró la abeja-. No trabajo, y yo tengo la culpa.
-Siendo así -agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú.
La abeja, temblando, exclamó entonces:
-¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
-¡Ah, ah! -exclamó la culebra, enroscándose ligero-. ¿Tú conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
-No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.
-¿Y por qué, entonces?
-Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
-¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero esta exclamó:
-Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
-¿Yo menos inteligente que tú, mosca? -se rió la culebra.
-Así es -afirmó la abeja.
-Pues bien -dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, esa gana. Si gano yo, te como.
-¿Y si gano yo? -preguntó la abejita.
-Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche aquí hasta que sea de día. ¿Te conviene?
-Aceptado -contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
-Eso es lo que voy a hacer -dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
-Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
-Entonces, te como -exclamó la culebra.
-¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que nadie hace.
-¿Qué es eso?
-Desaparecer.
-¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
-Sin salir de aquí.
-¿Y sin esconderte en la tierra?
-Sin esconderme en la tierra.
-Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como enseguida -dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
-Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta y contar hasta tres. Cuando diga «tres», búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: «uno... dos... tres», y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde estaba? No había modo de hallarla.
-¡Bueno! -exclamó por fin-. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
-¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu juramento?
-Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
-Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota. Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y esta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol. La abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en solo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
-No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche.
"Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos -la felicidad de todos- es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja."
Nota
Por desgracia no sé de quién es la traducción de "La abeja haragana", ya publicada en Dragon.
El traductor decidió eliminar algunas líneas en algunos casos, y en otros, párrafos completos. Lo curioso es que los párrafos eliminados no le hacen falta al texto. No se trata de uno de los mejores cuentos de Quiroga: le sobran palabras, le pesa la moraleja, la abeja no parece una comida muy apetitosa para la serpiente y la serpiente resulta demasiado torpe y estúpida. Y personalmente, aunque no soy un vago, no me cala tanta abnegación por el trabajo. Trabajar no es precisamente vivir. He decidido presentar, en primer lugar, más o menos la versión traducida. El traductor hizo otras mejoras, digamos. Por ejemplo, donde Quiroga escribió, refiriéndose a las abejas, "que saben mucha filosofía", el traductor se limitó a decir "wise", es decir, "the wise bees".
De todas manera, al final, presento "La abeja haragana" tal como Horacio Quiroga lo escribió.
Triunfo Arciniegas
1 de mayo de 2014
Ilustración de Robert Bowen |
Horacio Quiroga
LA ABEJA HARAGANA
VERSIÓN ORIGINAL
Había una
vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los
árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de
conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol
calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que
hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba
entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor
en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día
mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel,
porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como
las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la
hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas
que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas
abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo
pelado porque han perdido todos los pelos de rozar contra la puerta de la colmena.
Un
día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
-Compañera:
es necesario que trabajes, porque las abejas debemos trabajar.
La
abejita contestó:
-Yo
ando todo el día volando, y me canso mucho.
-No
es cuestión de que te canses mucho -respondieron-, sino de que trabajes un
poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y
diciendo así la dejaron pasar.
Pero
la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas
que estaban de guardia le dijeron:
-Hay
que trabajar, hermana.
Y
ella respondió enseguida:
-¡Uno
de estos días lo voy a hacer!
-No
es cuestión de que lo hagas uno de estos días -le respondieron- sino mañana
mismo. Acuérdate de esto.
Y
la dejaron pasar.
Al
anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la
abejita exclamó:
-¡Sí,
sí hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
-No
es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que
trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído
una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y
diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero
el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al
caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La
abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que
estaría allí dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de
guardia se lo impidieron.
-¡No
se entra! -le dijeron fríamente.
-¡Yo
quiero entrar! -clamó la abejita-. Esta es mi colmena.
-Esta
es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras -le contestaron las otras-. No
hay entrada para las haraganas.
-¡Mañana
sin falta voy a trabajar! -insistió la abejita.
-No
hay mañana para las que no trabajan -respondieron las abejas, que saben mucha
filosofía.
Y
diciendo esto la empujaron afuera.
La
abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía
apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido
por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose
entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le
parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a
caer frías gotas de lluvia.
-¡Ay,
mi Dios! -clamó desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de frío.
Y
tentó a entrar en la colmena.
Pero
de nuevo le cerraron el paso.
-¡Perdón!
-gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!
-Ya
es tarde -le respondieron.
-¡Por
favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
-Es
más tarde aún.
-¡Compañeras,
por piedad! ¡Tengo frío!
-Imposible.
-¡Por
última vez! ¡Me voy a morir!
Entonces
le dijeron:
-No,
no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el
trabajo. Vete.
Y
la echaron.
Entonces,
temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se
arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero: cayó rodando, mejor dicho, al
fondo de una caverna.
Creyó
que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló
bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color amarillo, que la
miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En
verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía
tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las
culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al
encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
-¡Adiós
mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero
con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo:
-¿Qué
tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
-Es
cierto -murmuró la abeja-. No trabajo, y yo tengo la culpa.
-Siendo
así -agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como
tú. Te voy a comer, abeja.
La
abeja, temblando, exclamó entonces:
-¡No
es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte
que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
-¡Ah,
ah! -exclamó la culebra, enroscándose ligero-. ¿Tú conoces bien a los hombres?
¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos,
grandísima tonta?
-No,
no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.
-¿Y
por qué, entonces?
-Porque
son más inteligentes.
Así
dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
-¡Bueno!
Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
Y
se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero esta exclamó:
-Usted
hace eso porque es menos inteligente que yo.
-¿Yo
menos inteligente que tú, mosca? -se rió la culebra.
-Así
es -afirmó la abeja.
-Pues
bien -dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga
la prueba más rara, esa gana. Si gano yo, te como.
-¿Y
si gano yo? -preguntó la abejita.
-Si
ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche aquí hasta
que sea de día. ¿Te conviene?
-Aceptado
-contestó la abeja.
La
culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás
podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió
un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y
volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que
estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
Los
muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de
eucalipto.
-Eso
es lo que voy a hacer -dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención!
Y
arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la
desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando
y zumbando como un loco.
La
culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá
hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado
dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al
suelo, la abeja dijo:
-Esa
prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
-Entonces,
te como -exclamó la culebra.
-¡Un
momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que nadie hace.
-¿Qué
es eso?
-Desaparecer.
-¿Cómo?
-exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de
aquí?
-Sin
salir de aquí.
-¿Y
sin esconderte en la tierra?
-Sin
esconderme en la tierra.
-Pues
bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como enseguida -dijo la culebra.
El
caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de
examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un
arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos
centavos.
La
abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
-Ahora
me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta y contar
hasta tres. Cuando diga «tres», búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y
así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: «uno... dos... tres», y se
volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró
arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo
con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La
culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la
prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde
estaba? No había modo de hallarla.
-¡Bueno!
-exclamó por fin-. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una
voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
-¿No
me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu juramento?
-Sí
-respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
-Aquí
-respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la
plantita.
¿Qué
había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva,
muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que
sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en
Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas
de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran,
ocultando completamente al insecto.
La
inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este
fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar
su vida.
La
culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la
abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de
respetarla. Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas
contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había
desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
Hacía
mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en
cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y esta creía
entonces llegado el término de su vida.
Nunca,
jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan
horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena,
bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando
llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita
voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el
esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle
nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana,
sino una abeja que había hecho en solo una noche un duro aprendizaje de la
vida.
Así
fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó
tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días,
tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas
que la rodeaban:
-No
es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo
usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría
necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado
tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la
noción del deber, que adquirí aquella noche.
"Trabajen,
compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos -la felicidad
de todos- es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman
ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una
abeja."
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