Jhumpa Lahiri |
CIELO E
INFIERNO
Traducción de Eduardo Iriarte
Pranab
Chakraborty no era, en rigor, el hermano menor de mi padre. Era otro bengalí de
Calcuta que había ido a parar a las áridas costas de la vida social de mis
padres a principios de los setenta, cuando vivían en un apartamento alquilado
en Central Square y podían contar sus amistades con los dedos de una mano. Pero
yo no tenía ningún tío de verdad en América, así que me enseñaron a llamarle
Pranab Kaku. Por consiguiente, él llamaba a mi padre Shyamal Da, dirigiéndose
siempre a él con la fórmula más cortés, y llamaba a mi madre Boudi, que es como
los bengalíes deben dirigirse a la esposa de un hermano mayor, en vez de
utilizar su nombre de pila, Aparna. Después de que Pranab Kaku trabara amistad
con mis padres, confesó que el día que nos conocimos nos había seguido a mi
madre y a mí durante buena parte de una tarde por las calles de Cambridge, por
donde ella y yo solíamos deambular a la salida del colegio. Nos había seguido
los pasos por Massachusetts Avenue y luego cuando entramos y volvimos a salir
de la Harvard Coop, donde a mi madre le gustaba mirar los artículos domésticos
de rebajas. Merodeó con nosotros por Harvard Yard, donde mi madre acostumbraba
sentarse en el césped los días agradables y observar las riadas de estudiantes
y profesores que surcaban afanosamente los senderos, hasta que, al cabo, cuando
subíamos las escaleras de la Biblioteca Widener para que yo pudiera ir al
servicio, le dio un toque a mi madre en el hombro y le preguntó, en inglés, si
tal vez era bengalí. La respuesta a esa pregunta estaba clara, dado que mi
madre llevaba los brazaletes rojos y blancos característicos de las mujeres
casadas bengalíes, y un sari típico de Tangail, así como una gruesa franja de
polvos color bermellón en la raya del pelo, y tenía la cara llena y redonda y
los grandes ojos oscuros tan habituales entre las mujeres bengalíes. Se había
fijado en los dos o tres imperdibles que llevaba sujetos a las finas pulseras
de oro detrás de las rojas y blancas, que debía de usar como sustitución de un
gancho perdido en una blusa o para pasar un cordel por el interior de una
combinación en caso de apuro, una práctica que él asociaba estrictamente con su
madre, sus hermanas y tías de Calcuta. Además, Pranab Kaku había oído
casualmente a mi madre decirme en bengalí que no podía comprarme un número de
Archie en la Coop. Pero en aquel momento, según confesó también, América le
resultaba tan nueva que no quería dar nada por sentado, de forma que ponía en
tela de juicio hasta lo más evidente.
Mis
padres y yo llevábamos tres años viviendo en Central Square; anteriormente
vivimos en Berlín, donde nací y donde mi padre había terminado su preparación
como microbiólogo antes de aceptar un puesto de investigador en el Hospital
General de Massachusetts, y antes de en Berlín mis padres habían vivido en la
India, donde no se conocían y donde su matrimonio había sido concertado.
Central Square es el primer lugar en que recuerdo haber vivido, y en mis
recuerdos de nuestro apartamento, sito en una casa con tejado de tablillas
marrón oscuro en Ashburton Place, Pranab Kaku siempre está presente. Según la
historia que gustaba de recordar a menudo, mi madre lo invitó a acompañarnos de
regreso a nuestro apartamento esa misma tarde y preparó el té para los dos; luego,
tras averiguar que no había ingerido una comida bengalí como era debido en más
de tres meses, le sirvió la caballa al curry y el arroz sobrantes de nuestra
cena de la víspera. Se quedó en casa hasta la noche para comer de nuevo después
de que mi padre volviera, y a partir de entonces venía a cenar casi todas las
noches, ocupando la cuarta silla en nuestra mesa de formica de la cocina y
pasando a formar parte de nuestra familia tanto en la práctica como en el
nombre.
Era
de una familia acaudalada de Calcuta y nunca había tenido que servirse ni tan
sólo un vaso de agua antes de venir a vivir a América para estudiar ingeniería
en el MIT. La vida como licenciado universitario en Boston le supuso una cruel
sacudida, y en su primer mes adelgazó casi diez kilos. Había llegado en enero,
en medio de un temporal de nieve, y al cabo de una semana hizo el equipaje y se
fue a Logan, dispuesto a abandonar la oportunidad para la que había estado
trabajando toda la vida, pero cambió de parecer en el último instante. Vivía en
la calle Trowbridge, en casa de una mujer divorciada con dos niños pequeños que
estaban siempre gritando y llorando. Tenía una habitación alquilada en el ático
y sólo se le permitía utilizar la cocina en ciertos momentos del día, con las
instrucciones de limpiarla siempre con Windex y una esponja. Mis padres
convinieron en que era una situación terrible, y si hubieran tenido un cuarto
disponible se lo habrían ofrecido. A falta de eso, era bienvenido en nuestras
comidas y tenía nuestro apartamento abierto a cualquier hora, y poco después
era allí adonde iba entre las clases y en sus días libres, dejando siempre
algún vestigio tras él: un paquete de tabaco casi terminado, un periódico, una
carta que no se había molestado en abrir, un jersey olvidado.
Recuerdo
con nitidez el sonido de su exuberante risa y la visión de su larguirucho
cuerpo recostado o derrumbado sobre el mobiliario soso y desparejo del
apartamento. Tenía un rostro llamativo, de frente alta y poblado bigote, así
como un pelo rebelde y más largo de lo debido que, según decía mi madre, le
hacía parecer uno de esos hippies norteamericanos que andaban por todas partes
en aquel entonces. Sus largas piernas zangoloteaban raudas arriba y abajo allí
donde tomaba asiento, y sus elegantes manos temblaban cuando sostenía un
cigarrillo entre los dedos y hacía caer la ceniza en una taza de té que mi
madre empezó a reservar con ese fin exclusivo. Aunque era científico de
formación, no tenía nada de rígido ni de predecible. Siempre parecía medio
muerto de hambre; entraba por la puerta y anunciaba que no había comido, y
luego comía con voracidad, incluso se acercaba a mi madre por detrás para
robarle chuletas mientras estaba friéndolas, antes de que hubiera tenido
ocasión de ponerlas correctamente en una bandeja con ensalada de cebolla roja.
En privado, mis padres comentaban que era un alumno brillante, todo un astro en
Jadavpur que había venido al MIT con un impresionante puesto de profesor
adjunto, pero Pranab Kaku se mostraba desdeñoso con respecto a sus clases y se
las saltaba con frecuencia. «Estos americanos están aprendiendo ecuaciones que
yo utilizaba a la edad de Usha», se lamentaba. Le asombraba que mi profesor de
segundo curso no me pusiera deberes y que a los siete años aún no me hubieran
enseñado las raíces cuadradas o el concepto de pi.
Aparecía
sin previo aviso, nunca telefoneaba de antemano, sino que sencillamente llamaba
a la puerta tal como hacía la gente en Calcuta y decía a voz en cuello
«¡Boudi!» mientras esperaba a que mi madre le abriera. Antes de que lo
conociéramos, yo regresaba de la escuela y me encontraba a mi madre con el
bolso en el regazo y la gabardina puesta, ansiosa por escapar del apartamento
donde había pasado el día sola. Pero ahora me la encontraba en la cocina,
haciendo masa para luchis, que normalmente sólo preparaba los domingos para mi
padre y para mí, o colgando unas cortinas que había comprado en Woolworth's.
Por entonces yo no sabía que las visitas de Pranab Kaku eran lo que mi madre
aguardaba durante tantas horas, que se ponía un sari nuevo y se peinaba
esperando su llegada, y que planeaba, con días de antelación, los aperitivos
que le serviría con aire de despreocupación. Que vivía para el momento en que
lo oía llamar y gritar «¡Boudi!» y que se ponía de un humor de perros los días
que no aparecía.
A
mi madre debía de agradarle que yo también esperase con ilusión sus visitas. Él
me hacía trucos de magia con cartas y una ilusión óptica en la que parecía
estar cortándose el pulgar con enorme esfuerzo y dificultad, y me enseñó a
memorizar las tablas de multiplicar mucho antes de que tuviera que aprenderlas
en el colegio. Su pasatiempo era la fotografía. Tenía una cámara cara que había
que ajustar antes de apretar el disparador, y yo me convertí enseguida en su
motivo preferido, la cara redondeada, los dientes que me faltaban, el tupido
flequillo necesitado de un buen corte. Siguen siendo las fotografías que más me
gustan de mí, pues transmiten esa seguridad en uno mismo de la juventud que ya
no poseo, sobre todo delante de la cámara. Recuerdo tener que correr de aquí
para allá por Harvard Yard mientras él permanecía quieto con la cámara,
intentando captarme en movimiento, o posando en las escaleras de los edificios
universitarios o en la calle y apoyada contra troncos de árbol. Sólo hay una
fotografía en la que aparece mi madre: está abrazándome mientras estoy sentada
a horcajadas sobre su regazo, con la cabeza inclinada hacia mí, las manos
tapándome las orejas como si quisiera evitar que oyese algo. En esa foto, la
sombra de Pranab Kaku, sus dos brazos levantados formando ángulo para sostener
la cámara a la altura de la cara, planea en la esquina del encuadre, su silueta
oscurecida y sin rasgos solapada por un lado al cuerpo de mi madre. Siempre
estábamos los tres. Yo siempre estaba presente cuando él venía de visita.
Habría sido inapropiado que mi madre lo recibiera sola en el apartamento; eso
se sobreentendía.
Tenían
en común todo aquello que no tenían en común ella y mi padre: el amor por la
música, el cine, la política izquierdista, la poesía. Eran del mismo barrio en
el norte de Calcuta, las casas de sus familias a un paseo una de otra. Conocían
las mismas tiendas, los mismos trayectos de autobús y tranvía, los mismos
pequeños establecimientos donde preparaban los mejores jelabis y moghlai
parathas. Mi padre, en cambio, era de un suburbio unos treinta kilómetros a las
afueras de Calcuta, una zona que mi madre consideraba inhóspita, y hasta en las
horas más lúgubres de nostalgia estaba agradecida de que mi padre le hubiera ahorrado
una vida en la severa casa de sus suegros, donde habría tenido que llevar la
cabeza cubierta con el extremo del sari en todo momento y utilizado un aseo
exterior que no era sino una plataforma con un agujero, y donde no había una
sola habitación decorada con algún cuadro. En cuestión de semanas, Pranab Kaku
había traído su grabadora de carrete a nuestro apartamento, y le ponía a mi
madre un popurrí tras otro de canciones de las películas hindis de su juventud.
Eran animadas canciones de cortejo, que transformaban la callada vida de
nuestro apartamento y hacían que mi madre se remontara al mundo que había
dejado atrás para casarse con mi padre. Ella y Pranab Kaku intentaban recordar
de qué escena de cada película eran las canciones, quiénes eran los actores y
cómo vestían. Mi madre describía a Raj Kapoor y Nargis cantando bajo la lluvia
con paraguas, o a Dev Anand rasgueando la guitarra en la playa de Goa. Ambos
discutían apasionadamente sobre estos asuntos, alzaban la voz en alegre
combate, plantándose cara como nunca lo hacían ella y mi padre.
Puesto
que desempeñaba el papel de un hermano menor, ella se tomaba la libertad de
llamarlo Pranab, mientras que nunca se dirigía a mi padre por su nombre de
pila. Mi padre tenía treinta y siete años a la sazón, nueve más que mi madre.
Pranab Kaku tenía veinticinco. A mi padre le gustaba el silencio y la soledad.
Se había casado con mi madre para aplacar a sus padres, que estaban dispuestos
a aceptar su abandono siempre y cuando tuviera esposa. Estaba casado con su
trabajo, su investigación, y existía en el interior de una concha que ni mi
madre ni yo podíamos atravesar. La conversación era para él un quehacer; le
suponía un esfuerzo que prefería invertir en el laboratorio. Le desagradaba el
exceso en todos los ámbitos, no manifestaba ningún ansia o necesidad más allá
de los frugales elementos de su rutina diaria: cereales y té por la mañana, una
taza de té al volver a casa y dos platos diferentes de verduras todas las
noches con la cena. No comía con el apetito desordenado de Pranab Kaku. Mi
padre tenía mentalidad de superviviente. De vez en cuando le gustaba comentar,
en compañía diversa y a menudo sin que mediara la pertinente provocación, que
los rusos hambrientos bajo el mandato de Stalin habían recurrido a comerse el
pegamento del empapelado. Cualquiera hubiera pensado que debía de estar
levemente celoso, o al menos un tanto receloso, por causa de la regularidad de
las visitas de Pranab Kaku y el efecto que tenían en el comportamiento y el
ánimo de mi madre, pero yo creo que mi padre le estaba agradecido a Pranab Kaku
por hacerle compañía, absuelto de la responsabilidad que debió de sentir por
obligarla a abandonar la India, y aliviado, tal vez, al verla feliz para
variar.
En
verano, Pranab Kaku se compró un Volkswagen Escarabajo y empezó a llevarnos de
paseo por Boston y Cambridge, y poco después fuera de la ciudad, volando
autopista adelante. Nos llevaba a Té y Especias de la India en Watertown, y una
vez fuimos hasta Nueva Hampshire para ver las montañas. A medida que iba
haciendo más calor, empezamos a ir, una o dos veces a la semana, a Walden Pond.
Mi madre siempre preparaba un picnic con sándwiches de huevo duro y pepino y
hablaba con cariño de los picnics invernales de su juventud, imponentes
excursiones con al menos cincuenta parientes, todos en tren hasta los campos de
Bengala occidental. Pranab Kaku escuchaba esas historias con interés,
asimilando los detalles de su pasado a punto de desaparecer. No hacía oídos
sordos a su nostalgia, como mi padre, ni escuchaba sin comprender, como yo. En
Walden Pond, Pranab Kaku engatusaba a mi madre para que se adentrara en el
bosque y la llevaba por la acusada pendiente hasta la orilla del agua. Ella
disponía el picnic y se sentaba a mirarnos mientras nadábamos. Él tenía el
pecho cubierto de un tupido vello moreno, hasta la cintura. Ofrecía un aspecto
curioso, con sus piernas delgadas como palos y una barriguilla pequeña y
fláccida, igual que una mujer, por lo demás esbelta, que hubiera dado a luz y
no se hubiera preocupado de recuperar el tono muscular del abdomen. «Estás
haciéndome engordar, Boudi», se quejaba tras atiborrarse con lo que preparaba
mi madre. Nadaba ruidosamente, con torpeza, la cabeza siempre fuera del agua;
no sabía hacer burbujas ni contener la respiración, como había aprendido yo en
clase de natación. Allí adonde fuéramos, cualquier desconocido habría dado por
supuesto que Pranab Kaku era mi padre, que mi madre era su esposa.
Ahora
veo claro que mi madre estaba enamorada de él. La cortejaba como no la había
cortejado ningún hombre, con el afecto inocente de un cuñado. A mi modo de ver,
no era más que un pariente, un cruce entre un tío y un hermano mucho mayor, ya
que en ciertos aspectos lo protegían y se ocupaban de él de la misma manera que
de mí. Se mostraba respetuoso con mi padre, siempre buscaba su consejo con
vistas a labrarse un porvenir en Occidente, abrir una cuenta bancaria o
encontrar empleo, aunque difería de sus opiniones con respecto a Kissinger y el
Watergate. De vez en cuando, mi madre le tomaba el pelo en lo tocante a las
mujeres, le preguntaba por las estudiantes indias del MIT o le enseñaba fotos
de sus primas más jóvenes en la India. «¿Qué te parece ésta? —le preguntaba—.
¿Verdad que es guapa?» Era consciente de que nunca podría tener a Pranab Kaku
para sí, y supongo que de esa manera intentaba que se quedase en la familia.
Pero, sobre todo, al principio él tenía una dependencia absoluta de ella, la
necesitó durante aquellos meses como nunca la necesitó mi padre en todo su
matrimonio. Le aportó a mi madre la primera y, me temo, única alegría pura que
sintió en su vida. Yo era prueba de su matrimonio con mi padre, consecuencia
asumida de la vida para la que había sido educada. Pero Pranab Kaku era
distinto. Era el único placer totalmente inesperado de su vida.
En
otoño de 1974, Pranab Kaku conoció a una alumna de Radcliffe llamada Deborah,
norteamericana, y ella empezó a acompañarlo a nuestra casa. Yo llamaba a
Deborah por su nombre de pila, igual que mis padres, pero Pranab Kaku le enseñó
a llamar a mi padre Shyamal Da y a mi madre Boudi, a lo que Deborah accedió de
buen grado. Antes de que vinieran a cenar por primera vez, le pregunté a mi
madre, mientras ella arreglaba la sala, si debía dirigirme a ella como Deborah
Kakima, convirtiéndola en tía tal como había convertido a Pranab en tío. «¿Para
qué molestarse? —respondió mi madre, al tiempo que me dirigía una mirada
severa—. Dentro de unas semanas, la diversión se habrá terminado y ella lo
dejará.» Sin embargo, Deborah siguió a su lado, asistiendo a las fiestas de fin
de semana en que Pranab Kaku y mis padres se implicaban cada vez más, reuniones
exclusivamente bengalíes salvo por ella. Deborah era muy alta, más que mis
padres y casi tanto como Pranab Kaku. Llevaba el cabello color bronce peinado
con raya en medio, igual que mi madre, pero recogido en una coleta baja en vez
de trenzada, como mi madre, o derramado de cualquier manera sobre los hombros y
espalda abajo de un modo que a mi madre le parecía indecente. Llevaba unas
gafitas de montura plateada, no se maquillaba en absoluto y estudiaba
filosofía. A mí me parecía absolutamente preciosa, pero según mi madre tenía
lunares en la cara y caderas demasiado estrechas.
Durante
un tiempo, Pranab Kaku siguió viniendo a cenar por su cuenta una vez a la
semana, generalmente para preguntarle a mi madre qué le parecía Deborah.
Buscaba su aprobación, le decía que Deborah era hija de profesores
universitarios del Boston College, que su padre publicaba poesía y que tanto él
como ella se habían doctorado. En ausencia de él, mi madre se quejaba de las
visitas de Deborah, de tener que preparar la comida con menos especias —aunque
Deborah aseguraba que le gustaba la comida picante—, y de avergonzarse de poner
una cabeza de pescado frito en el dal. Pranab Kaku enseñó a Deborah a decir
khub bhalo y aacha, y a coger ciertos alimentos con los dedos en vez del
tenedor. A veces acababan dándose de comer mutuamente, dejando que sus dedos se
demoraran en la boca del otro, lo que hacía que mis padres bajaran la vista al
plato y esperaran a que pasase el momento. En reuniones más concurridas, se
besaban y se cogían de la mano delante de todo el mundo, y cuando no podían
oírla mi madre hablaba con las demás mujeres bengalíes. «Antes era muy
distinto. No entiendo cómo alguien puede cambiar tan de repente. Es como cielo
e infierno, la diferencia», comentaba, utilizando siempre las palabras inglesas
para la torpe metáfora de su propia cosecha.
Cuanto
más molestaban a mi madre las visitas de Deborah, más me ilusionaban a mí.
Quedé prendada de Deborah, tal como las niñas suelen prendarse de mujeres que
no son su madre. Me encantaban sus serenos ojos grises, los ponchos y las
faldas cruzadas de tela vaquera, su cabello lacio, que me dejaba manipular en
toda suerte de peinados absurdos. Suspiraba por su aire despreocupado; mi madre
insistía en que siempre que había una reunión me pusiera uno de mis vestidos
hasta los tobillos de aspecto levemente Victoriano, que ella denominaba
«maxis», y me peinara para la ocasión, lo que significaba sacar un mechón de
cada lado de la cabeza y unirlos con un pasador en la nuca. En las fiestas,
Deborah siempre conseguía escabullirse educadamente, para enorme alivio de las
mujeres bengalíes con que se esperaba trabase conversación, y se ponía a jugar
conmigo. Era mayor que todos los hijos de los amigos de mis padres, pero era
una compañera para mí. Conocía todos los libros que yo leía, Pipi Calzaslargas
y Ana de las Tejas Verdes. Me hacía toda clase de regalos que mis padres no
podían comprar por falta de dinero e inspiración: un libro grande de cuentos de
los Grimm con ilustraciones a la acuarela sobre gruesas y sedosas páginas,
marionetas de madera con el pelo de lana. Me hablaba de su familia, tres
hermanas mayores y dos hermanos, el menor más cercano a mi edad que a la suya.
Una vez, después de ir a ver a sus padres, me trajo tres libros de Nancy Drew,
su nombre escrito con caligrafía infantil en la parte superior de la primera
página, y un viejo juguete que tenía, un teatrillo de papel con telones de
fondo intercambiables, el exterior de un castillo y una sala de baile y un
campo abierto. Deborah y yo hablábamos con toda libertad en inglés, idioma en
el que, por aquel entonces, yo ya me expresaba mejor que en el bengalí que se
me exigía hablar en casa; en cierta ocasión, me preguntó qué significaba
asobbho. Vacilé y luego le dije que era lo que me llamaba mi madre si había
hecho alguna travesura de las gordas, y a Deborah se le nubló el gesto. Yo
tenía una actitud protectora con ella, consciente de que estaba de más, de que
resultaba molesta, consciente de los comentarios desagradables de la gente.
Ahora
en las salidas en el Volkswagen éramos cuatro: Deborah delante, su mano sobre
la de Pranab Kaku apoyada en la palanca de cambios, mi madre y yo detrás. Poco
después, mi madre empezó a alegar razones para disculparse, dolores de cabeza y
catarros incipientes, así que entré a formar parte de un nuevo triángulo. Para
mi sorpresa, mi madre me permitía ir con ellos, al Museo de Bellas Artes, los
Jardines Públicos y el Acuario. Ella estaba esperando a que terminara su
aventura, a que Deborah le rompiera el corazón a Pranab Kaku y él regresase a
nosotros, escarmentado y penitente. Yo no veía indicios de que su relación
hiciera aguas. Su cariño declarado, la felicidad que con tanta franqueza
expresaban me resultaban novedosos y románticos. Llevarme a mí en el asiento
trasero les permitía hacer prácticas para el futuro, poner a prueba la idea de
una familia propia. Tomamos incontables fotografías en las que aparecíamos
Deborah y yo, yo sentada en el regazo de Deborah, cogida de su mano, besándole
la mejilla. Cruzábamos lo que yo creía eran sonrisas cómplices, y en esos
momentos tenía la sensación de que me entendía mejor que con cualquier otra
persona del mundo. Cualquiera hubiera dicho que Deborah llegaría a ser una
madre excelente algún día. Pero la mía se negaba a reconocer nada semejante.
Por entonces yo ignoraba que mi madre me dejaba salir con ellos porque estaba
embarazada por quinta vez desde mi nacimiento, y estaba tan destemplada y
cansada, tan atemorizada de perder otra criatura que dormía buena parte del
día. Tras diez semanas, volvió a tener un aborto espontáneo y su médico le
aconsejó que dejara de intentar quedarse encinta.
Para
el verano, Deborah lucía un diamante en la mano izquierda, algo que a mi madre
nunca le habían regalado. Dado que su familia vivía tan lejos, un día Pranab
Kaku vino solo a casa para pedir la bendición de mis padres antes de darle el
anillo. Nos enseñó la cajita, la abrió y sacó el diamante anidado dentro.
«Quiero ver qué tal queda puesto», dijo, e instó a mi madre a que se lo
probara, pero ella se negó. Fui yo la que tendió la mano, sintiendo el peso del
anillo en la base del dedo. Entonces él pidió algo más: quería que mis padres
escribieran a los suyos para decirles que habían conocido a Deborah y la tenían
en gran estima. Lo ponía nervioso, naturalmente, decirle a su familia que tenía
intención de casarse con una chica americana. Les había hablado a sus padres de
todos nosotros, y en cierta ocasión mis padres recibieron una carta de ellos en
la que expresaban su agradecimiento por cuidar tan bien de su hijo y ofrecerle
un hogar en Estados Unidos. «No hace falta que sea larga —dijo Pranab Kaku—.
Sólo unas líneas. La aceptarán de mejor grado si la enviáis vosotros.» Mi padre
no tenía buen ni mal concepto de Deborah, nunca hacía comentarios ni la
criticaba como mi madre, pero le aseguró a Pranab Kaku que a finales de esa
misma semana una carta de apoyo estaría camino de Calcuta. Mi madre asintió,
pero al día siguiente vi la taza de té que Pranab Kaku utilizaba como cenicero
en la basura de la cocina, hecha añicos, y tres tiritas en la mano de mi madre.
A
los padres de Pranab Kaku les horrorizó la idea de que su único hijo se casara
con una norteamericana, y pocas semanas después sonó nuestro teléfono en plena
noche: era el señor Chakraborty para decirle a mi padre que no podían dar su
aprobación a semejante matrimonio, ni hablar, que si Pranab Kaku osaba casarse
con Deborah ya no lo reconocería como hijo suyo. Luego se puso al teléfono su
esposa, pidió hablar con mi madre y la atacó como si fueran amigas íntimas,
culpándola por permitir que la aventura llegara a mayores. Dijo que ya le
habían encontrado esposa en Calcuta, que él había partido hacia América a
condición de que regresara cuando terminase sus estudios y se casara con
aquella chica. Habían comprado el piso contiguo en su edificio para Pranab y su
prometida, y estaba vacío, a la espera de su regreso. «Estábamos convencidos de
que podíamos confiar en vosotros, y sin embargo nos habéis infligido una grave
traición —dijo su madre, que ventilaba su ira con una desconocida como no
podría haber hecho con su hijo—. ¿Eso es lo que le pasa a la gente en América?»
Por el bien de Pranab Kaku, mi madre defendió el compromiso, le aseguró a su
madre que Deborah era una chica educada y de una familia decente. Los padres de
Pranab Kaku suplicaron a los míos que hablaran con él, pero mi padre se negó y
decidió que no era cosa suya enredarse en algo así. «No somos sus padres —le
indicó a mi madre—. Podemos decirle que no aprueban su decisión, pero nada
más.» De manera que mis padres no le contaron a Pranab Kaku cómo los suyos los
habían regañado y culpado, y habían amenazado con desheredar a Pranab Kaku,
sólo que se negaban a darle su bendición. A la vista de su negativa, Pranab
Kaku se encogió de hombros. «Me da igual. No todos pueden ser tan abiertos de
miras como vosotros —dijo a mis padres—. La vuestra es bendición suficiente.»
Tras
el compromiso, Pranab Kaku y Deborah empezaron a alejarse de nuestras vidas. Se
mudaron a un apartamento en Boston, en el South End, una parte de la ciudad que
mis padres consideraban poco segura. Nosotros también nos mudamos, a una casa
en Natick. Aunque mis padres habían comprado la casa, la ocupaban como si aún
fueran inquilinos, cubrían las rozaduras con pintura sobrante y eran reacios a
hacer agujeros en las paredes, y todas las tardes, cuando el sol brillaba por
la ventana del salón, mi madre cerraba las persianas para que nuestro
mobiliario nuevo no perdiera color. Unas semanas antes de la boda, mis padres
invitaron a Pranab Kaku a casa solo, y mi madre preparó una comida especial
para conmemorar el final de su soltería. Sería el único elemento bengalí de su
boda; el resto sería estrictamente norteamericano, con tarta y pastor, y
Deborah ataviada con un largo vestido blanco y velo. Hay una fotografía de la
cena que tomó mi padre, la única foto, que yo sepa, en la que aparecen juntos
Pranab Kaku y mi madre. La imagen es levemente borrosa; recuerdo que Pranab
Kaku le explicaba a mi padre el funcionamiento de la cámara y así es como
aparece, levantando la mirada de la mesa de la cocina y el elaborado banquete
que había preparado mi madre en su honor, la boca abierta, el largo brazo
extendido y el dedo señalando, mientras daba instrucciones a mi padre acerca de
cómo leer el fotómetro o algo por el estilo. Mi madre está de pie a su lado,
con una mano colocada sobre su cabeza como dándole la bendición, la primera y
última vez que lo tocó en su vida. «Ella lo abandonará —les dijo después a sus
amigas—. Está lanzando su vida por la borda.»
La
boda se celebró en una iglesia de Ipswich, con banquete en un club campestre.
Iba a ser una ceremonia pequeña, cosa que mis padres interpretaron como que
asistirían cien o doscientas personas en vez de trescientas o cuatrocientas. A
mi madre la dejó estupefacta ver que no habían sido invitadas ni treinta
personas, y probablemente se sintió más perpleja que halagada al comprobar que,
de todos los bengalíes que conocía Pranab Kaku por entonces, éramos los únicos
en la lista. En la ceremonia nos sentamos, al igual que los demás invitados,
primero en los duros bancos de madera de la iglesia y luego en una larga mesa
dispuesta para el banquete. Aunque éramos lo más parecido que tenía Pranab Kaku
a una familia aquel día, no fuimos incluidos en las fotografías que se hicieron
en los jardines del club campestre, con los padres, los abuelos y los numerosos
hermanos de Deborah, y ni mi padre ni mi madre se levantaron para proponer un
brindis. A mi madre no le hizo gracia el detalle de que Deborah se hubiera
asegurado de que a ella y mi padre, que no comían ternera, se les sirviera
pescado en vez de filet mignon como a todos los demás. Ella no hacía más que
hablar en bengalí, se quejaba de la formalidad de la ceremonia y de que Pranab
Kaku, vestido de esmoquin, apenas nos dirigió la palabra porque estaba muy
ocupado inclinándose sobre los hombros de su nueva familia política americana
conforme daba la vuelta a la mesa. Como siempre, mi padre no respondió a los
comentarios de mi madre, y continuó comiendo con actitud callada y metódica,
pese a que el cuchillo y el tenedor a veces le chirriaban contra la superficie
de la porcelana, pues estaba acostumbrado a comer con las manos. Se terminó su
plato y luego el de mi madre, que lo había declarado incomible, y luego anunció
que había comido más de la cuenta y tenía dolor de estómago. La única vez que
mi madre hizo el esfuerzo de sonreír fue cuando Deborah apareció detrás de su
silla, la besó en la mejilla y preguntó si estábamos pasándolo bien.
Cuando
empezó el baile, mis padres se quedaron en la mesa, tomando té, y tras dos o
tres canciones decidieron que era momento de irnos a casa; mi madre empezó a
lanzarme miradas con esa intención desde el otro lado de la sala, mientras yo
bailaba en un corro con Pranab Kaku, Deborah y los otros niños de la boda.
Quería quedarme, y cuando, a regañadientes, acudí a donde estaban sentados mis
padres, Deborah me siguió. «Boudi, déjale a Usah que se quede. Se lo está
pasando de maravilla —le dijo a mi madre—. Hay mucha gente que tiene que
regresar por donde vivís, alguien puede dejarla en casa dentro de un rato.»
Pero mi madre se opuso, ya me había divertido bastante, y me obligó a ponerme
el abrigo encima del vestido de mangas filipinas. Cuando regresábamos en el
coche le dije, por primera aunque no última vez en la vida, que la odiaba.
El
año siguiente recibimos una participación de nacimiento de los Chakraborty, una
foto de gemelas, que mi madre no colocó en el álbum ni puso a la vista en la
puerta de la nevera. Las niñas recibieron los nombres de Srabani y Sabitri,
aunque las llamaban Bonny y Sara. Aparte de una tarjeta de agradecimiento por
nuestro regalo de boda, fue la única vez que se pusieron en contacto con
nosotros; no nos invitaron a su casa nueva en Marblehead, adquirida después de
que Pranab Kaku consiguiera un empleo muy bien pagado en Stone & Webster.
Durante un tiempo, mis padres y sus amigos siguieron invitando a los
Chakraborty a sus reuniones, pero como nunca asistían, o se marchaban tras
apenas una hora, las invitaciones cesaron. Mis padres y su círculo atribuían
las ausencias de Pranab Kaku a Deborah, y se llegó al consenso general de que
ella lo había despojado no sólo de sus orígenes sino también de su
independencia. Ella era el enemigo, él era su presa, y su ejemplo se invocaba
como advertencia y justificación de que los matrimonios mixtos eran una empresa
abocada al fracaso. De vez en cuando sorprendían a todo el mundo, aparecían en
la festividad de pujo durante unas horas con sus dos niñas idénticas, que
apenas tenían aspecto bengalí, sólo hablaban inglés y estaban siendo criadas de
manera muy distinta a mí y la mayoría de los demás niños. No las llevaban a
Calcuta todos los veranos, no tenían padres que se aferraran a otro estilo de
vida y exhortaran a sus hijos a hacer lo mismo. Debido a Deborah, estaban
exentas de todo ello, y por esa razón yo las envidiaba. «Usha, hay que ver, tan
mayor y tan guapa», decía Deborah cada vez que me veía, reavivando, aunque sólo
fuera por un momento, nuestro vínculo de años atrás. Para entonces se había
cortado la preciosa melena y llevaba el pelo a lo garçon. «Seguro que dentro de
poco ya tendrás edad para hacer de canguro —me decía—. Te llamaré: a las niñas
les encantaría.» Pero nunca me llamó.
Empecé
a dejar atrás la infancia, pasé al instituto y comencé a encapricharme con
chicos norteamericanos de mi clase. Los encaprichamientos no tuvieron la menor
trascendencia: a pesar de los halagos de Deborah, nadie reparaba en mí a
aquella edad. Pero mi madre debió de notar algo, porque me prohibió asistir a
los bailes que se celebraban el último viernes de cada mes en la cafetería del
instituto, y era una ley tácita que no se me permitía salir con nadie. «No
creas que vas a casarte con un americano, tal como hizo Pranab Kaku», me
advertía de vez en cuando. A mis trece años, la idea del matrimonio no tenía
ninguna importancia en mi vida. Aun así, sus palabras me afectaron, y me dio la
sensación de que mi madre me retenía con más fuerza incluso. Se ponía hecha una
furia cuando le decía que quería empezar a llevar sujetador, o si pretendía ir
a Harvard Square con una amiga. En mitad de nuestras discusiones, solía evocar
a Deborah como su antítesis, la clase de mujer que ella se negaba a ser. «Si
ella fuera tu madre, te dejaría hacer todo lo que quisieras, porque la traería
sin cuidado. ¿Es eso lo que quieres, Usha, una madre a la que no le importas?»
Cuando empecé a menstruar, el verano antes de pasar a tercero de secundaria, mi
madre me soltó un discurso: dijo que no debía permitir que ningún chico me
tocara y luego pregunté si sabía cómo se quedaba embarazada una chica. Le dije
lo que me habían enseñado en ciencias, lo del esperma que fertilizaba el óvulo,
y a continuación me preguntó si sabía exactamente cómo ocurría. Vi miedo en sus
ojos y entonces, aunque también estaba al tanto de ese aspecto de la
procreación, mentí y le dije que no nos lo habían explicado.
Comencé
a ocultarle otras cosas y me zafaba de ella con ayuda de mis amigas. Le decía
que me quedaba a dormir en casa de una amiga cuando en realidad iba a fiestas,
bebía cerveza y dejaba a chicos que me besaran, me sobaran los pechos y
restregaran su erección contra mi cadera mientras nos magreábamos en un sofá o
en el asiento trasero de un coche. Empecé a compadecer a mi madre; cuanto mayor
me hacía, más comprendía la vida tan solitaria que llevaba. No había trabajado
nunca, y durante el día veía culebrones para pasar el rato. Su única ocupación,
todos los días, era cocinar y limpiar para mi padre y para mí. Rara vez íbamos
a restaurantes; mi padre siempre señalaba, incluso en los baratos, lo caro que
resultaba en comparación con comer en casa. Cuando mi madre se quejaba de lo
mucho que detestaba la vida en las afueras y lo sola que se sentía, él no decía
nada para apaciguarla. «Si tan desdichada eres, vuélvete a Calcuta», proponía,
dejando claro que su separación no le afectaría en absoluto. Empecé a seguir el
ejemplo de mi padre en mi trato con ella, aislándola por partida doble. Cuando
me gritaba por estar mucho rato al teléfono, o por quedarme demasiado en mi
cuarto, aprendí a responder a gritos, a decirle que era patética, que no sabía
nada de mí, y a las dos nos quedó claro que yo había dejado de necesitarla,
brusca y definitivamente, igual que Pranab Kaku.
Luego,
el año antes de irme a la universidad, nos invitaron a casa de los Chakraborty
para Acción de Gracias. No éramos los únicos invitados del antiguo grupo de amigos
de mis padres en Cambridge; resultó que Pranab Kaku y Deborah querían celebrar
una especie de reunión de toda la gente con que habían trabado amistad por
aquel entonces. Por lo general, mis padres no celebraban Acción de Gracias; el
ritual de una gran comida todos sentados a la mesa y los platos que uno debía
comer les resultaban ajenos. Lo consideraban como si fuera el día de los Caídos
o el día de los Veteranos: otra fecha festiva en el calendario estadounidense.
Pero nos fuimos en coche a Marblehead, hasta una impresionante casa con fachada
de piedra y un camino particular de grava con forma semicircular abarrotado de
vehículos. La casa estaba a un breve trecho del océano; de camino, habíamos
pasado por el puerto que daba al Atlántico, frío y reluciente, y cuando bajamos
del coche nos recibió el sonido de las gaviotas y las olas. La mayor parte del
mobiliario del salón había sido trasladada al sótano y se habían empalmado
varias mesas para formar una «u» gigante. Estaban cubiertas con manteles de paño,
dispuestas con platos blancos y cubertería de plata, y había calabazas a modo
de centros de mesa. Me llamaron la atención los juguetes y las muñecas que
había por todas partes, los perros que iban soltando largos pelos en cualquier
lugar, todas las fotografías de Bonny y Sara y Deborah que decoraban las
paredes y recubrían la puerta de la nevera. Estaban preparando la comida cuando
llegamos, cosa que a mi madre siempre le hacía fruncir el ceño, la cocina un
caos de gente, olores y enormes cuencos sucios.
La
familia de Deborah, que yo recordaba vagamente de la boda, estaba presente: sus
padres, hermanos y hermanas, sus maridos y esposas, amigos y niños. Sus
hermanas estaban en la treintena, pero, al igual que Deborah, podrían haber
pasado por universitarias, con vaqueros, zuecos y jerséis de pescador, y su
hermano Matty, con quien yo había bailado en un corro en la boda, era ahora
alumno de primero en Amherst, con ojos verdes bien separados, fino pelo castaño
y una tez que se sonrojaba con facilidad. En cuanto vi a los hermanos de
Deborah, bromeando entre sí mientras troceaban y removían cosas en la cocina,
me enfurecí con mi madre por haberme montado una escena antes de salir de casa
y obligarme a llevar un shalwar kameez. Supe que daban por supuesto, debido a
mi ropa, que tenía más en común con los demás bengalíes que con ellos. Pero
Deborah insistió en incluirme, me puso a pelar manzanas con Matty y, sin que lo
vieran mis padres me dieron a beber cerveza. Cuando estuvo preparada la comida,
me dijeron dónde sentarme, en una formación alterna de chicos y chicas que hizo
sentirse incómodos a los bengalíes. Había botellas de vino alineadas en la
mesa. Se sirvieron dos pavos, uno relleno de embutido y otro sin relleno. Se me
hizo la boca agua al ver la comida, pero era consciente de que luego, de
regreso a casa, mi madre se quejaría de que todo era soso e insípido.
«Imposible», dijo mi madre al tiempo que ponía la mano encima de la copa cuando
alguien intentó servirle vino.
El
padre de Deborah, Gene, se levantó para bendecir la mesa y pidió a todos los
presentes que se cogieran de la mano. Inclinó la cabeza y cerró los ojos.
«Señor, te damos hoy las gracias por la comida que vamos a recibir», comenzó.
Mis padres estaban sentados juntos y me asombró ver que se ceñían a la
ceremonia, que los dedos morenos de mi padre cogían levemente los dedos pálidos
de mi madre. Me fijé en Matty sentado en el otro extremo de la sala y lo vi
mirarme mientras su padre hablaba. Tras el coro de «Amén», Gene alzó la copa y
dijo: «Perdonadme, pero nunca pensé que tendría la oportunidad de decir algo
así: "Brindo por Acción de Gracias con los indios."» Sólo alguna que
otra persona rió el chiste.
Luego
Pranab Kaku se levantó y agradeció a todo el mundo su presencia. Estaba
relajado gracias al alcohol, su cuerpo antaño enjuto y fuerte un poco ancho ya.
Empezó a hablar en tono sentimental de sus viejos tiempos en Cambridge, y
entonces, de pronto, relató la historia de cuando nos vio a mi madre y a mí por
primera vez y cómo nos había seguido aquella tarde. La gente que no nos conocía
rió, entretenida por la descripción del encuentro y por la desesperación de
Pranab Kaku. Rodeó la mesa hasta donde estaba mi madre y le pasó un brazo
larguirucho por los hombros, obligándola a levantarse brevemente. «Esta mujer
—anunció, a la vez que la acercaba hacia sí—, esta mujer fue la anfitriona de
mi primer día de Acción de Gracias de verdad en Estados Unidos. Tal vez fuera
una tarde de mayo, pero aquella primera comida a la mesa de Boudi fue como
Acción de Gracias para mí. De no ser por aquella comida, me hubiera vuelto a
Calcuta.» Mi madre apartó la mirada, avergonzada. Tenía treinta y ocho años, ya
le asomaban las canas, y parecía más cercana a la edad de mi padre que a la de
Pranab Kaku, que, a pesar del ensanchamiento de cintura, mantenía su aspecto
atractivo y despreocupado. Él regresó a su sitio en la cabecera de la mesa,
junto a Deborah, y concluyó: «Y de haber sido así nunca te habría conocido,
cariño», y la besó en la boca delante de todo el mundo, entre sonoros aplausos,
como si fuera otra vez el día de su boda.
Después
del pavo se distribuyeron tenedores más pequeños y se sirvieron porciones de
tres clases de tarta a elegir, anotadas en libretitas por las hermanas de
Deborah, como si fueran camareras. Tras los postres, los perros tenían que
salir, y Pranab Kaku se ofreció para pasearlos. «¿Qué tal si damos una vuelta
por la playa?», sugirió, y los parientes de Deborah convinieron en que era una
idea excelente. Ninguno de los bengalíes quiso ir, optando por quedarse a tomar
el té y arracimarse, por fin, en un extremo de la sala, para hablar
tranquilamente tras el obligado palique con los americanos durante la comida.
Matty se acercó, se sentó en la silla que había a mi lado, que ahora estaba
libre, y me animó a unirme al paseo. Cuando vacilé, indicando que no iba vestida
ni calzada adecuadamente pero también consciente de la furia silenciosa de mi
madre al vernos juntos, dijo: «Seguro que Deb puede dejarte algo.» Así que subí
a la planta de arriba, donde Deborah me dio unos vaqueros, un grueso jersey y
unas zapatillas, de manera que tuviera un aspecto similar al de sus hermanas.
Ella
se sentó en el borde de la cama, mirando cómo me cambiaba, igual que si
fuéramos amigas, y me preguntó si tenía novio. Cuando le dije que no,
respondió:
—Matty
cree que eres muy guapa.
—¿Te
lo ha dicho?
—No,
pero se le nota.
Cuando
volví a bajar las escaleras, animada por la información, con los vaqueros cuyos
bajos había tenido que recoger y en los que por fin me sentía a mis anchas,
reparé en que mi madre levantaba la vista de su taza de té y me miraba
fijamente, pero sin decir nada, así que me fui con Pranab Kaku, sus perros y su
familia política, por un camino y luego siguiendo una empinada escalera de
madera hasta la orilla. Deborah y una de sus hermanas se quedaron en la casa
para empezar a limpiar y atender a los que se habían quedado. Al principio
todos caminamos juntos, en una sola hilera por la arena, pero luego me fijé en
que Matty se rezagaba, así que los dos nos quedamos atrás, la distancia con los
demás cada vez mayor. Empezamos a flirtear, hablamos de cosas que ya no
recuerdo, y al final nos desviamos hacia una ensenada rocosa y Matty sacó un
canuto del bolsillo. Nos lo fumamos de espaldas al viento, nuestros dedos fríos
tocándose mientras lo hacíamos, nuestros labios pegados a la misma sección
húmeda del papel de fumar. Al principio no noté ningún efecto, pero luego, al
oírle hablar del grupo en que tocaba, su voz parecía venir de algún lugar a
kilómetros de distancia y yo tenía ganas de reírme, aunque lo que estaba
diciendo no era gracioso. Me dio la impresión de que pasábamos horas alejados
del grupo, pero cuando regresamos a la arena aún estaban a la vista,
encaramándose a un promontorio para contemplar la puesta de sol.
Ya
había oscurecido cuando regresamos a la casa, yo temerosa de que mis padres me
vieran colocada. Pero, cuando llegamos, Deborah me dijo que ellos, cansados, se
habían ido tras consentir en que alguien me llevara a casa más tarde. Habían
encendido la chimenea y me instaron a que me pusiera cómoda y tomara más tarta
mientras recogían las sobras y volvían a poner la sala en orden. Naturalmente,
fue Matty quien me llevó a casa. Sentados en el sendero de entrada de mis
padres lo besé, emocionada y al mismo tiempo aterrada porque mi madre saliera
al jardín en camisón y nos descubriera. Le di mi número de teléfono, y durante
unas semanas pensé en él constantemente, esperando como una tonta a que me
llamara.
***
Al
final, mi madre había estado en lo cierto, y catorce años después de aquel día
de Acción de Gracias, tras veintitrés años de matrimonio, Pranab Kaku y Deborah
se divorciaron, Fue él quien se descarrió: se enamoró de una mujer bengalí y
destruyó de golpe dos familias. La otra mujer era una conocida de mis padres,
aunque no muy íntima. Por entonces, Deborah tenía cuarenta y tantos años, y
Bonny y Sara se habían ido a la universidad. En medio de la conmoción y la
pena, fue a mi madre a quien recurrió Deborah: la llamaba y lloraba al
teléfono. De alguna manera, a lo largo de tantos años había seguido considerándonos
prácticamente familia política; nos enviaron flores cuando murieron mis abuelos
y cuando acabé la carrera me regalaron una edición abreviada del Oxford English
Dictionary. «Tú lo conocías muy bien. ¿Cómo ha podido hacer algo así?», le
preguntó Deborah a mi madre. Y luego: «¿Sabías tú algo al respecto?» Mi madre
respondió con toda sinceridad que no. Les había roto el corazón el mismo
hombre, aunque el de mi madre había cicatrizado tiempo atrás, y en cierta
manera extraña, conforme mis padres se acercaban a la vejez, ambos se habían
encariñado mutuamente, aunque sólo fuera por la costumbre. Creo que mi ausencia
de casa, cuando me fui a la universidad, tuvo algo que ver, porque con los
años, cuando iba de visita, fui notando un afecto entre mis padres que antes no
existía, un mudo coqueteo, una solidaridad, una preocupación cuando el otro
enfermaba. Mi madre y yo también habíamos hecho las paces; ella había aceptado
la realidad de que además de ser hija suya, también lo era de América. Poco a
poco, aceptó que saliera con un hombre americano, y luego con otro, y después
con otro más, que me acostara con ellos e incluso que viviera con uno de ellos
sin estar casados. Dio la bienvenida a mis novios a nuestra casa, y cuando las
cosas no salían bien me aseguraba que encontraría a alguien mejor. Tras años de
ociosidad, al cumplir los cincuenta decidió titularse en biblioteconomía en una
universidad cercana.
Por
teléfono, Deborah reconoció algo que sorprendió a mi madre: que durante todos
aquellos años se había sentido excluida de una parte de la vida de Pranab Kaku.
«Tenía unos celos terribles de ti por aquel entonces, por conocerlo, por
entenderlo como yo nunca podría llegar a hacerlo. Él dio la espalda a su
familia, a todos vosotros, pero aun así me sentía amenazada. Nunca logré
superarlo.» Le dijo a mi madre que, durante años, intentó que Pranab Kaku se
reconciliara con sus padres, y que también lo instó a que mantuviera sus lazos
con otros bengalíes, pero él se resistía. Había sido idea de Deborah invitarnos
en Acción de Gracias; irónicamente, la otra mujer también había asistido.
«Espero que no me culpes por haberlo apartado de vuestras vidas, Boudi. Siempre
temí que así fuera.»
Mi
madre le aseguró que no la culpaba de nada. No le confió nada de sus propios
celos décadas atrás, sólo que lamentaba lo ocurrido, que era un trago amargo y
horrible para su familia. Tampoco le contó que unas semanas después de la boda
de Pranab Kaku, mientras yo asistía a una reunión de exploradoras y mi padre
estaba trabajando, había rastreado la casa entera en busca de todos los
imperdibles que había en cajones y botes, y los había añadido a los que llevaba
colgados de los brazaletes. Cuando tuvo bastantes, se los prendió al sari uno a
uno, sujetando la pieza delantera a la capa inferior de paño, de modo que nadie
pudiera arrancarle la prenda del cuerpo. Luego cogió una lata de combustible
para el mechero y una caja de cerillas de cocina y salió a nuestro frío jardín
trasero, aún cubierto de hojas por rastrillar. Llevaba encima del sari una
gabardina lila hasta las rodillas, y a los ojos de cualquier vecino debía de
aparentar que había salido simplemente a tomar el fresco. Se abrió la trinchera
y se roció con la lata de combustible. Luego se abrochó la gabardina y el
cinturón y fue hasta el cubo de basura de detrás de la casa para deshacerse de
la lata. Después regresó al centro del jardín con la caja de cerillas en el
bolsillo de la gabardina. Durante casi una hora estuvo allí plantada, mirando
nuestra casa, intentando reunir la valentía necesaria para encender una
cerilla. No fui yo quien la salvó, ni mi padre, sino la vecina de al lado, la
señora Holcomb, con la que mi madre nunca había tenido especial amistad. Salió
a rastrillar las hojas de su jardín, la saludó y le comentó lo bonita que era
la puesta de sol. «Veo que llevas un rato contemplándola», le dijo. Mi madre
asintió y luego volvió a entrar en casa. Para cuando regresamos mi padre y yo a
media tarde, estaba en la cocina preparando arroz, para la cena, como si fuera
un día cualquiera.
Mi
madre no le contó nada de eso a Deborah. Fue a mí a quien se lo confesó,
después de que me hubiera roto el corazón un hombre con el que tenía esperanzas
de casarme.
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