EL PAÍS 15 MAY 2012 - 22:27 CET
Me dijo que mejor no:
–No, no lo releas.
Hablábamos de Faulkner, de su admiración por Faulkner, y yo le dije que hacía años que quería releerlo y no lo hacía.
–Mejor no lo releas.
Me dijo Carlos Fuentes, y yo le dije que qué raro que él, un defensor tan insistente de la relectura, me dijera eso; él dijo que no era un juicio literario pero que había autores para releer y otros para guardar en la memoria.
–Mejor quédate con la idea que te quedó de él.
Fue hace diez días, en un hotel de Buenos Aires. Estábamos comiendo, charlando de tantas cosas, viejas, nuevas: Fuentes siempre las combinaba. Me pidió que le contara sobre la situación política argentina, me dijo que los candidatos mexicanos eran todos mediocres, hablamos un rato largo de más literatura. Nos habíamos conocido 25 años atrás, en Madrid, donde nos presentó Julián Ríos: creo que aquel día le conté que en la primera página de mi primera novela el protagonista le hablaba a su novia de uno de sus libros, La muerte de Artemio Cruz, uno de sus mejores.
Y no paraba. A sus 83 seguía preguntando, interesándose: tan vivo. Ahora, dicen, se murió. Quizá sea cierto. Una noche de hace diez años, también en Buenos Aires, fuimos a escuchar tangos. Era sábado y estábamos en un club de un suburbio porteño: una pista de basquet convertida en milonga, matrimonios añosos, bailarines eximios. Un presentador de ocasión tomó el micrófono para decir que estaba entre nosotros el mayor escritor latinoamericano, y todos aplaudieron. Fuentes saludaba con su inclinación cortita de cabeza; después le pregunté cómo le resultaba eso de escuchar todo el tiempo tanto elogio, tanto gran escritor.Desde entonces, nos veíamos con cierta regularidad, cierta frecuencia, y nunca dejó de sorprenderme su entusiasmo, su generosidad. La primera vez en Buenos Aires, en 1990, me preguntó por autores jóvenes argentinos; le hablé de algunos y al día siguiente ya tenía, en su cuarto de hotel, una pila de libros; tres meses más tarde había escrito un artículo sobre sus lecturas. En un mundo en que tantos escritores tanto menos leídos no leen nunca a sus menores, Fuentes era una excepción esplendorosa. No sólo por lo que leía; lo era, sobre todo, por lo que escribía. Alguien que había conseguido, a los 35 años, un estilo y su consagración, un par de clásicos, se pasó todo el resto de su vida variándolo, buscándose, inventándose.
–Me mato de risa, me muero de risa. Yo me veo todas las mañanas en el espejo y digo: ¿gran qué? ¿Ese señor que se va a rasurar y a lavar los dientes?
–¿Pero no te da cierto escalofrío...?
–No. Además recuerda que detrás de todo gran hombre entre comillas hay una gran mujer diciéndole 'che no sos tan grande, no te lo creas, no seas pendejo'... Y yo por fortuna tengo esa mujer.
Dijo, imitando el acento, y se rió. Esa mujer, Silvia Lemus, estaba del otro lado de la mesa pero no nos oía: tangos sonaban fuerte. Entonces le pregunté por las formas del recuerdo, cómo se imaginaba que sería recordado. Debía ser extraño, le dije, tener garantizada su avenida.
–No sé, quién sabe. Lo que yo nunca querría es ser estatua: a las estatuas las cagan las palomas. En cambio una estampilla me gustaría más. Es bonito eso de la estampilla: sirves para la comunicación y, además, te están lamiendo todo el tiempo.
Dijo Fuentes y, otra vez, soltó la carcajada. Ahora, dicen, se murió: quizá sea cierto. Ha llegado, triste, tonto, el momento de releer, de relamer a Carlos Fuentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario