María Teresa Lezcano
Père Lachaise
EL CEMENTERIO MÁS FAMOSO DEL MUNDO
Más de 5.000 árboles cobijan en París la necrópolis Père Lachaise, considerado el mayor museo escultórico al aire libre del país. Mucha gente desconoce, cuando llega a París por primera vez, que el mayor jardín de la capital es una necrópolis de 44 hectáreas: el cementerio del este, bautizado con el nombre de Père Lachaise, confesor y consejero de Luis XIV. Cobijado por la sombra de más de cinco mil árboles -cedros, tilos, cipreses, nogales negros, sicómoros, plátanos, y un impresionante fresno de 20 metros de altura y 3,5 metros de circunferencia-, es también el mayor museo escultórico al aire libre de todo el país y posee una colección de vitrales, antaño magnífica y de la que hoy sólo queda un cinco por ciento ya que, antes de que fuese protegida por vallas y puertas pocos visitantes parecían resistirse a afanar un policromo y afilado souvenir que siempre luciría original encima del bureau y, en el peor - o en el mejor, según se mire- de los casos, podría servir para escabecharle el gaznate a algún indeseable o para cortarse las venas con un instrumento cargado de historia.
Historia es precisamente lo que rezuma la tierra del Père Lachaise, un cementerio en principio rechazado por los parisinos, que Luis XVIII intentó popularizar al trasladar entre sus muros los restos de Abelardo y Eloísa y poco después los de Molière y La Fontaine; sin embargo las modas no siempre obedecen a mandatos reales y fue el plebeyo Balzac quien habría de convertir el lugar en icono de la modernidad funeraria cuando ubicó en su recinto una importante escena de su 'Père Goriot'. Y, literalmente, de aquí a la eternidad: no existe actualmente una concentración de muertos más célebres que los muertos del Père Lachaise. Además del propio Balzac, maestro incuestionado de la novela realista y del retrato psicológico, que se pudre con elegancia bajo un busto en bronce de D'Angers, se han convertido en afamados parásitos de sus antecesores corpóreos los lumbrícidos de celebridades llegadas de todos los rincones del mundo.
El difunto más controvertido del Père Lachaise es sin lugar a dudas Jim Morrison, Rey-Lagarto cuyo espectro sigue entonando procazmente su 'Light my fire' para éxtasis de sus fans ahítos de cannabis y de cerveza, y desesperación del vigilante en exclusividad de su tumba, que lleva años suplicando a las autoridades el traslado del Chamán Eléctrico a su América natal mientras los estadounidenses se niegan con tenacidad a la repatriación de tan políticamente incorrecta ánima danzante.
No menos polémico aunque apreciablemente menos ahumado por sus visitantes, es el último refugio de Oscar Wilde, cuya alada esfinge creada por el escultor expresionista británico Jacob Epstein fue amputada de su pene de piedra por algún fetichista o algún Dorián Gray. Parada ineludible.
Otro pene célebre del recinto, éste completo y hasta erecto aunque algo deflagrado por el manoseo de miles de creyentes en la leyenda que concede fecundidad a quien lo toque, es el de la estatua de Victor Noir, periodista afiambrado de un pistoletazo por Pierre Bonaparte. Mucho más sosegado resulta el sueño eterno de Chopin, bajo cuya efigie de Euterpes creada por Clesinger yace el cuerpo embalsamado aunque sin corazón del músico polaco: el melancólico músculo cardíaco adicto a mazurcas, valses y nocturnos le fue extirpado y depositado en la cripta de la Madeleine antes de ser trasladado a Varsovia.
Otro finado incompleto de la necrópolis del este es el ex dictador -o quizá sería más apropiado decir el dictador, ya que quien fue en vida oligarca vitalicio probablemente seguirá torturando campesinos ectoplásmicos y haciendo desaparecer, en calidad de oligarca ad perpetuam, a los ya desaparecidos- Rafael Leónidas Trujillo, descabezado tras el tiranicidio que lo desalojó de la presidencia de la república dominicana.
Sesteando bajo la memoria de una obra que dividía a sus coetáneos entre los detractores que la declaraban rotundamente ilegible y los incondicionales que celebraban el genio de su creador, Proust recupera apaciblemente el tiempo perdido bajo una lápida de similar sencillez a las de sus vecinos de camposanto Modigliani, Edith Piaf, Gertrude Stein, Colette, Pissarro o Max Ernst, y a las espartanas tumbas gemelas de Simone Signoret e Yves Montand.
En cambio los anélidos que ingurgitan los despojos de Allan Kardec lo hacen bajo un dolmen que pretende rememorar la lejana vida druídica del padre del espiritismo, monumento en torno al cual decenas de iluminados se reúnen a diario para comunicarse, trance mediante, sino con el jefe Kardec en persona -es decir, en espíritu-, con alguna otra ánima adoctrinada en sus enseñanzas mediúmnicas.
Aún más desaforado se yergue, indígena en un dédalo de clasicismo, el sepulcro de hormigón ornamentado con motivos mayas del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, y en cuanto a grandiosidad no desmerece la pirámide negra con grabado de búho bajo la que dan rienda suelta a su insaciabilidad los gusanos del poeta iraní Sadegh Hedayat; tampoco pasa desapercibido el majestuoso panteón bajo el que intercambian gametos las lombrices de Molière, calificado en vida por la iglesia católica como 'demonio en sangre humana', y cuyo epitafio es ungido cada día por la orina de algunos de los trescientos gatos -vivos- que cohabitan con los setenta mil cadáveres ilustres o desconocidos aunque a la sazón todos unificados en humus de lombriz. Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto. Y de verdad que lo hace bien.
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