miércoles, 1 de noviembre de 2023

William Trevor / La hija de la modista



William Trevor
La hija de la modista

  Cahal roció con WD-40 el único tornillo que se resistía a su llave inglesa. Todos los demás habían salido con relativa facilidad, pero éste había quedado incrustado por el óxido y el tubo de escape colgaba de él. Había intentado desprenderlo a martillazos y forzar el tubo a uno y otro lado con la esperanza de que algo cediese, todo en vano. A las cinco y media, le había dicho a Heslin, y a esa hora el condenado coche no estaría listo.


    Siempre tenían encendidas las luces del taller, porque unas estanterías tapaban las ventanas que se extendían en la pared del fondo. Coches abandonados, conservados por sus piezas, coches y motos en espera de recambios y gatos con ruedas ocupaban el poco espacio restante a ambos lados del pequeño despacho de madera, también al fondo. Había bancos de trabajo con tornos y soportes de herramientas adosados a una pared, e hileras de neumáticos reparados y otros nuevos, así como toneles de grasa y aceite. En el centro del garaje había dos fosos, y en ese momento el padre de Cahal, dentro de uno de ellos, estaba montando un embrague. En la radio alguien daba consejos acerca del cuidado de los peces en un acuario.
    —¿Quieres apagar eso? —vociferó el hombre desde debajo del coche en que trabajaba, y Cahal recorrió las bandas de frecuencia hasta encontrar música de los tiempos de su padre.
    Era el único hijo varón en una familia de mujeres mayores que él y que se habían marchado del pueblo, tres a Inglaterra, otra a Galway para trabajar en Dunnes y otra a Nebraska para casarse. El taller era cuanto Cahal conocía, porque desde niño hacía allí compañía a su padre, que con los años empezó a encargarle alguna que otra tarea. Por aquel entonces, su padre tenía un empleado, un viejo pariente, al que Cahal sustituyó con el paso del tiempo.
    Probó otra vez con el tornillo, pero el WD-40 aún no había hecho efecto. Cahal era un joven delgado, casi flaco, moreno, de rostro alargado al que rara vez afloraba una sonrisa. Encima de una camiseta amarilla llevaba un mono de mecánico, manchado de grasa y desvaído allí donde había perdido su color verde a fuerza de lavados. Contaba diecinueve años.
    —Hola —saludó una voz.
    En la amplia puerta abierta del taller, Cahal vio a un hombre y una mujer, forasteros.
    —Buenas —dijo.
    —Señor, ¿hay posibilidad de que nos lleve en coche a la santa Virgen? —preguntó el hombre.
    —¿Cómo dice? —replicó Cahal, a la vez que oía vociferar a su padre desde el foso, interesado en saber quién había llegado—. ¿De qué Virgen me habla?
    Los dos forasteros se miraron y, al no ver el menor indicio de que fueran a responder, Cahal supuso que eran extranjeros y que no lo habían entendido. Un año antes, un alemán había llevado al taller su Volkswagen por un ruido en el motor, o eso le parecía. «Yo ya me había ilusionado pensando que era la cabeza de una biela», reconoció después el padre de Cahal, pero se trataba sólo del cierre del capó, que estaba un poco suelto. Más adelante, una pareja de norteamericanos había ido a cambiar un neumático de su coche de alquiler, pero desde entonces no había pasado por allí ningún extranjero.
    —De Pouldearg —contestó la mujer—. ¿Se dice así?
    —¿Es la estatua lo que buscan?
    Ellos asintieron, primero con actitud vacilante, luego más seguros de sí mismos, al unísono.
    —Pero ¿no van en coche, ustedes? —preguntó Cahal.
    —No tenemos coche —contestó el hombre.
    —Hemos viajar desde Ávila.
    La mujer tenía el cabello negro y sedoso, que llevaba recogido con una cinta roja y azul, ojos castaños, dientes muy blancos y piel aceitunada. Vestía con el desaliño de un viajero: vaqueros y chaqueta de lana sobre una blusa roja a rayas. El pantalón del hombre era igual, y su camisa de un insulso azul grisáceo, con un pañuelo blanco al cuello. Cahal calculó que serían unos pocos años mayores que él.
    —¿Ávila? —preguntó.
    —España —aclaró el hombre.
    El padre volvió a levantar la voz, y Cahal le informó de que habían entrado en el taller dos españoles.
    —En la tienda —explicó el hombre— dicen usted nos lleva en coche a la Virgen.
    —¿Han tenido una avería? —prorrumpió el padre.
    Podía cobrarles cincuenta euros por el viaje de ida y vuelta a Pouldearg, se planteó Cahal. Se perdería el partido Alemania-Holanda por televisión, quizá el mejor encuentro del Mundial, pero cincuenta euros bien valían la pena.
    —El único problema es que tengo que montar un tubo de escape —explicó. Señaló el tubo y el silenciador que colgaban del viejo Vauxhall de Heslin, y ellos lo comprendieron. Con un gesto les indicó que esperaran un momento y movió las palmas hacia abajo, como si empujara el aire, dando a entender que no hicieran caso del alboroto que llegaba del foso.
    Los dos lo encontraron gracioso.
    Cahal probó otra vez a desenroscar el tornillo, y éste empezó a girar. Cuando el tubo de escape y el silenciador cayeron ruidosamente al suelo, levantó el pulgar hacia ellos.
    —Podría llevarlos a eso de las siete —propuso, acercándose a los españoles, ahora en voz más baja para que su padre no lo oyera. Los guió al patio de la entrada y se puso de acuerdo con ellos mientras llenaba el depósito a un camión de cerveza negra Murphy's.

    Cuando el padre de Cahal llevaba recorridos un par de kilómetros por la carretera de Ennis, giró en la entrada del criadero de caballos para cambiar de sentido y regresó al taller, satisfecho tras comprobar que el embrague instalado para el padre Shea estaba bien ajustado. Aparcó en el patio, listo para que el religioso recogiera el vehículo, y colgó las llaves en el despacho. Heslin, del juzgado, estaba extendiendo un cheque por el tubo de escape que Cahal había colocado. Este estaba quitándose el mono y, después de marcharse Heslin, anunció a su padre que la pareja que había estado en el taller quería quelos llevara a Pouldearg. Eran españoles, repitió, por si su padre no lo había oído en su momento.

    —¿Qué se les ha perdido en Pouldearg?
    —Nada, sólo van por la estatua.
    —Hoy día ya nadie va a la estatua.
    —Pues allí quieren ir.
    —Pero les habrás explicado de qué va la cosa, digo yo.
    —Claro que sí.
    —¿Y para qué querrán ir?
    —Hay gente que le saca fotos.
    Trece años atrás, el entonces obispo y dos párrocos habían puesto fin al culto de aquella estatua situada a la vera de un camino en Pouldearg. Ninguno de los tres, como tampoco los sacerdotes y monjas que visitaron en otros momentos el cruce de Pouldearg, habían percibido nada especial; ninguno vio personalmente las lágrimas que, según se decía, resbalaban de aquellos ojos de mirada baja cuando los penitentes suplicaban el perdón de sus pecados. La estatua pasó a ser objeto de atención en púlpitos y publicaciones religiosas, tachándose de necedad toda afirmación en su defensa. Y por fin un coadjutor de aquella época demostró que lo que habían observado dos o tres lugareños que solían pasar junto a la estatua —cierta humedad bajo los ojos— no eran más que gotas de lluvia condensadas en dos huecos en exceso rebajados. Y ahí se acabó el asunto. Aquellos que con tal convicción habían creído en lo que en realidad nunca habían visto, aquellos que jamás se habían fijado en las hojas empapadas de las ramas que colgaban a gran altura sobre la estatua, se sintieron tan necios como sus maestros espirituales les habían vaticinado. Casi de la noche a la mañana, la Virgen llorosa de Pouldearg volvió a ser la imagen pintada que siempre había sido. Nuestra Señora de la Vera del Camino, la habían llamado durante un tiempo.
    —No sabía que le sacaban fotografías. —El padre de Cahal cabeceó como si pusiera en duda las palabras de su hijo, cosa que hacía a menudo, normalmente con razón.
    —Hace tiempo, había un hombre que escribía un libro. Viajaba por toda Irlanda, localizando estatuas que lloran.
    —En Pouldearg era sólo la lluvia.
    —Seguro que eso lo cuenta en el libro. Seguro que ese hombre lo explicó todo, que aparecían estatuas por todas partes, y algunas eran auténticas y otras no.
    —¿Y ya les has explicado a esos españoles las cosas sobre Pouldearg?
    —Claro que sí.
    —Vacía de gasolina la moto del joven Leahy y le soldaremos la fuga del depósito.


    Las sospechas del padre de Cahal estaban justificadas: la verdad sólo representaba una pequeña parte de lo que Cahal había contado acerca de Pouldearg a la pareja de españoles. Con los cincuenta euros rondándole por la cabeza, habría considerado una falta de inteligencia por su parte permitirse revelar que el milagro atribuido en su día a la estatua de Pouldearg carecía de fundamento. Los españoles habían oído llamar a la estatua Nuestra Señora de las Lágrimas, así como Nuestra Señora de la Vera del Camino y Santa Virgen de Pouldearg, en una taberna de Dublín, de boca de un hombre con quien habían entablado conversación. Cahal se lo hizo repetir un par de veces antes de captar qué decían, pero al final le pareció entenderlo. No sería difícil alargar el viaje ocho o diez kilómetros, y si los habían confundido con los nombres dados a la estatua en Dublín, no era problema suyo. A las siete y cinco, después de tomarse un té y ver un rato la televisión, fue en coche a la entrada del hotel Macey. Esperó allí como habían quedado. Ellos aparecieron casi de inmediato.
    Se sentaron muy juntos en el asiento de atrás. Antes de arrancar, Cahal les dijo cuánto les costaría y ellos asintieron. Cruzó el pueblo, tranquilo como siempre a esa hora. Algunas tiendas permanecían aún abiertas y así seguirían durante unas horas —el quiosco y el estanco, las confiterías y los pequeños comercios de alimentación, el supermercado de Quinlan, todas las tabernas—, pero las calles se hallaban en calma.
    —¿Están de vacaciones? —preguntó Cahal.
    No entendió gran cosa de su respuesta. Hablaron los dos, corrigiéndose mutuamente. Tras muchas repeticiones, creyó comprender que iban a casarse.
    —Vaya, eso es estupendo —dijo.
    Tomó por la carretera de Loye. Detrás, hablaban en español. La radio no funcionaba, o la habría encendido para que le hiciera compañía. Cahal conducía un Ford Cortina negro con doscientos cincuenta mil kilómetros a cuestas; su padre lo había aceptado como parte del pago de una reparación. Lo utilizarían hasta que venciera el impuesto de circulación y entonces lo apartarían para aprovechar las piezas. Pensó en explicárselo para que no lo tomaran por un hombre sin gran cosa que contar, pero sería demasiado difícil. En los Hermanos Cristianos lo habían catalogado como un niño sin gran cosa que contar, y eso se le había quedado grabado, razón por la que a veces le preocupaba que la gente lo considerara corto de entendederas. Siempre que podía, intentaba desmentirlo haciendo algún comentario.
    —¿Piensan quedarse mucho tiempo? —preguntó, y la chica dijo que habían estado dos días en Dublín.
    Cahal repuso que él también había visitado Dublín unas cuantas veces y anunció que en adelante el terreno era montañoso, hasta llegar a Pouldearg. El paisaje era precioso, comentó la chica.
    Tomó el desvío en los dos árboles resecos, aunque siguiendo recto también habría llegado y tardado más, pero era una carretera con muchos baches. Aquél era un buen coche para la montaña, comentó el hombre, y Cahal, contento de haberlo comprendido, señaló que era un Ford. Al final acabaría acostumbrándose, pensó; con un poco más de práctica, pillaría el truco y los entendería.
    —¿Cómo se dice en español? —preguntó por encima del hombro—. Estatua.
    —Estatua —contestaron los dos al unísono—. Estatua—repitieron.
    —Estatua—repitió Cahal, cambiando de marcha para subir la cuesta de Loye.
    La chica batió palmas y Cahal la vio sonreír por el retrovisor. «Dios, una mujer así —pensó—. Dame una mujer así», se dijo, e imaginó que iba solo con ella en el coche, que el otro no estaba allí, que no había ido a Irlanda con ella, que no existía.
    —¿Se habla aquí de santa Teresa de Ávila? ¿Se habla de ella en Irlanda? —Sus labios se abrían y cerraban en el retrovisor, los dientes relucían y por un momento asomó la punta de la lengua. Había formulado la pregunta con la misma claridad que cualquiera.
    —Sí se habla, claro que sí —aseguró él, confundiendo a santa Teresa de Ávila con la santa Teresa famosa por su humildad y atención a los pequeños detalles—. Es estupenda —dijo, atribuyéndoselo también a ésta—. Estupenda de verdad.
    Para su decepción, volvieron a hablar en español. Cahal salía con Minnie Fennelly, pero no cabía duda de que su pasajera la aventajaba. En su imaginación, las dos caras aparecieron una junto a la otra; desde luego, no había comparación posible. Pasaron ante las casas de campo al otro lado del puente, y a partir de ese punto la carretera fue una sucesión de curvas y más curvas. Horas antes, la radio había anunciado chubascos, pero no había ni rastro de lluvia; era una tarde de octubre sin un soplo de brisa, ya cerca del anochecer.
    —No faltan ni dos kilómetros —anunció sin volverse, pero ellos seguían hablando en español.
    Si pretendían tomar fotografías, quizá ya no tuvieran suerte para cuando llegaran. Con tanto árbol, Pouldearg era un sitio oscuro. Se preguntó si Alemania habría marcado ya. Si el dinero le sobrase, habría apostado por los alemanes.
    Antes de llegar a su destino, Cahal se detuvo en el arcén allí donde se ensanchaba y parecía seco. Por el movimiento del volante había advertido algún problema en la rueda delantera del conductor: el neumático perdía aire por la válvula. Debía de haber perdido 0,3 o 0,4 bares, calculó.
    —No tardo nada —aseguró a sus pasajeros mientras rebuscaba detrás del asiento que ellos ocupaban, entre periódicos viejos, herramientas y botes de pintura vacíos, tratando de encontrar la bomba.
    Por un momento pensó que quizá no estuviera allí, y se preguntó qué haría si la rueda de repuesto estaba deshinchada, como a veces ocurría cuando un coche procedía de un trueque. Pero la bomba sí estaba, así que añadió algo más de 0,1 bar al neumático parcialmente desinflado para poder seguir. Comprobaría la situación cuando llegaran al cruce de Pouldearg.
    Una vez allí, ya no había bastante luz para fotografías, pero la pareja se acercó a la Virgen de la Vera del Camino, que estaba más ladeada de lo que Cahal recordaba desde la última vez que había pasado por delante, hacía poco más de un año. El neumático había perdido la presión añadida, y mientras ellos estaban ocupados decidió cambiar la rueda, tras verificar que la de repuesto no estaba deshinchada. Los oía hablar en español en todo momento, pese a que lo hacían en voz baja. Cuando regresaron al coche todavía estaba puesto el gato, de modo que tuvieron que esperar un rato, de pie en la carretera junto a él, cosa que no pareció importarles.
    Aún llegaría a tiempo de ver casi toda la segunda parte, se dijo Cahal cuando por fin arrancó e inició el viaje de regreso. Uno nunca sabía a qué atenerse respecto a la espera, cuánto rato estaría la gente curioseando por ahí.
    —¿Les ha parecido bien? —les preguntó, encendiendo los faros para ver los baches.
    Contestaron en español, como si hubieran olvidado dónde se hallaban. La estatua se había inclinado un poco más, comentó Cahal, pero ellos no lo entendieron. Mencionaron al hombre que habían conocido en la taberna de Dublín. Repetían algo una y otra vez, un galimatías de palabras en inglés que parecían referirse de nuevo a su inminente boda. Al final, Cahal llegó a la conclusión de que el hombre de Dublín les había explicado que las parejas a punto de casarse recibían una bendición cuando visitaban Pouldearg como penitentes.
    —¿Lo invitaron a una copa? —preguntó, pero tampoco lo entendieron.
    No se cruzaron con ningún coche, ni siquiera con una bicicleta, hasta llegar abajo. Cahal había tenido suerte con el neumático: habrían podido negarse a pagar si por su culpa se hubieran quedado aislados en las montañas toda la noche. Ya no hablaban; cuando miró por el retrovisor, se besaban, dos sombras abrazadas en la penumbra.
    Fue entonces cuando, poco después de los árboles resecos, apareció corriendo la niña. Salió de la casa azul y se precipitó hacia el coche. Cahal ya había oído hablar de eso: la niña que en esa carretera se abalanzaba sobre los vehículos. A él nunca le había ocurrido, ni siquiera había visto nunca a una niña al pasar por allí, pero el hecho se mencionaba a menudo. Sintió el golpe apenas un segundo después de ver, a la luz de los faros, el vestido blanco junto a la tapia y el repentino movimiento de la niña al echar a correr.
    No se detuvo. En el retrovisor, la carretera estaba a oscuras otra vez. Vio algo blanco allí tendido, pero se dijo que lo habría imaginado. En el asiento trasero proseguía el abrazo.
    A Cahal le sudaban las manos, la espalda y la frente. La niña se había lanzado contra el costado del coche y había topado con la puerta de su lado. Su madre era la mujer soltera que vivía en esa casa, según había oído contar muchas veces en el taller. Fitzie Gill le había enseñado desperfectos en el guardabarros y comentado que la niña debía de llevar una piedra en la mano. Pero por lo general no había desperfectos, y nadie había mencionado que la propia niña sufriera algún daño.
    Los chalets anunciaron la cercanía del pueblo, a esas horas ya todos iluminados. Atrás empezaron a hablar de nuevo en español, y le preguntaron si sabía a qué hora salía el autocar hacia Galway Hubo un momento de confusión porque pensó que se referían a esa noche, pero luego comprendió que era por la mañana. Se lo dijo, y cuando le pagaron ante la entrada del hotel Macey, el hombre le entregó un lápiz y un cuaderno. Cahal no sabía para qué, pero cuando se lo explicaron con gestos, él anotó la hora de salida del autocar. Le estrecharon la mano y entraron en el hotel.


    En plena noche, poco después de la una y media, Cahal despertó y no pudo volver a conciliar el sueño. Intentó recordar qué había visto del partido, las jugadas, las paradas, las dos tarjetas amarillas. Pero nada parecía en su sitio, como si las imágenes de la televisión y las palabras del comentarista salieran de un sueño, aunque él sabía que no era así. Había examinado el lateral del coche y no había nada. Tras apagar las luces del taller, había echado la llave. Luego había visto el partido en el Shannon, aunque no se quedó hasta el final porque perdió interés dado que no sucedía gran cosa. Debería haber parado; no sabía por qué no lo había hecho. No recordaba haber frenado. No sabía si lo había intentado, no sabía si simplemente no había llegado a tiempo.
    El Ford Cortina había sido visto salir por la carretera de Loye, y luego regresar. Su padre sabía adónde había ido, y que por tanto había pasado por la casa de la mujer soltera. Los españoles contarían en el hotel que habían visitado la Virgen. Ya habrían contado que de allí seguirían a Galway. Podrían localizarlos en Galway para interrogarlos.
    A oscuras, Cahal intentó imaginar la situación. Seguramente habían oído el golpe. No habrían sabido qué era, pero seguramente lo habían oído mientras se besaban. Con toda probabilidad recordaban cuánto tiempo había pasado desde ese momento hasta que bajaron del coche frente al Macey. De pronto, Cahal cayó en la cuenta de que no era un vestido blanco: arrastraba por el suelo, demasiado largo para ser un vestido; se trataba más bien de un camisón.
    Había visto a la mujer que vivía allí varias veces cuando ella bajaba al pueblo a hacer la compra; decían que era modista, una mujer menuda y fibrosa, de ojos oscuros y mirada inquisitiva, con un rictus que le restaba atractivo. Cuando la hija nació, no se supo quién era el padre; ni siquiera ella lo sabía, o eso se rumoreaba, aunque quizá injustificadamente. La gente comentaba que nunca hablaba del nacimiento de su hija.
    Tumbado a oscuras, Cahal resistió el impulso de levantarse para regresar y verlo con sus propios ojos; de acercarse a pie a la casa azul, ya que ir en coche sería un disparate; de mirar en la carretera por si había algo, no sabía qué. A menudo, Minnie Fennelly y él se levantaban en plena noche para encontrarse en el cobertizo que había detrás de la casa de ella. Allí se acostaban en una pila de redes, susurrando y toqueteándose, como no podían hacer en ninguna parte a la luz diurna. A lo máximo que podían aspirar de día era a media hora en el Ford Cortina en algún rincón perdido del monte. En el cobertizo podían pasar media noche.
    Calculó cuánto tardaría en llegar a pie al lugar del incidente. Quería ir: quería ir allí y constatar que no había nada en la carretera y luego, aliviado, cerrar los ojos. A veces ya amanecía cuando se separaba de Minnie Fennelly, e imaginó también eso, que empezaba a clarear cuando volvía del monte sintiéndose bien otra vez. Pero lo más probable era que no fuera así.
    «Un día esa niña acabará muerta», había oído decir a Fitzie Gill, y otro dijo que la mujer no cuidaba de su hija. La pequeña se quedaba sola en casa, contaban, incluso por la noche, cuando la mujer iba a beber sola al Leahy, buscando algún hombre que le hiciera compañía.
    Esa noche Cahal ya no volvió a dormirse. Y durante la jornada siguiente esperó a que alguien fuera al taller a contar lo que habían encontrado. Pero no ocurrió nada de eso, tampoco al día siguiente, ni al otro. A esas alturas, los españoles ya debían de haberse marchado de Galway, y a quienes tal vez se hubieran fijado en el Ford Cortina empezaría a fallarles la memoria. Y cuando Cahal recordó el número de conductores que le constaba que habían experimentado incidentes similares con la niña, se dijo que quizá, a fin de cuentas, había tenido suerte. Además, tardaría en volver a pasar en coche por delante de esa casa, si es que alguna vez pasaba.
    De pronto ocurrió algo que lo cambió todo. Sentado una tarde con Minnie Fennelly en el cibercafé, ella dijo:
    —No te vuelvas, pero alguien te mira.
    —¿Quién?
    —Esa mujer, la modista; ¿la conoces?
    Habían pedido patatas fritas, que les sirvieron justo en ese momento. Cahal no respondió, pero sabía que tarde o temprano, incapaz de contenerse más, se volvería. Quiso preguntar si la mujer iba con su hija, pero en el pueblo siempre la había visto sola e intuyó que la niña no estaría allí. Si estaba, sería una posibilidad entre mil, pensó, a la vez que su conciencia era presa del temor que lo había obsesionado la noche del incidente, acallando todo lo demás.
    —¡Dios mío, esa mujer me pone la carne de gallina! —susurró Minnie Fennelly mientras rociaba de vinagre las patatas.
    Cahal miró alrededor. Alcanzó a vislumbrar a la modista, allí sola, antes de apartar rápidamente la vista. Sentía la mirada de ella clavada en la espalda. Debía de haber estado en el Leahy; por su postura en el asiento, se adivinaba que estaba bebida. Cuando terminaron las patatas y el café que también habían pedido, él preguntó si la mujer seguía allí.
    —Sí que sigue aquí. ¿La conoces? ¿Va al taller?
    —Qué va. No tiene coche. Nunca viene.
    —Tendría que volver a casa, Cahal.
    El no quería marcharse todavía, con la mujer allí. Pero, si esperaban, podían tardar horas. No deseaba pasar cerca de ella, pero en cuanto pagó y se levantaron vio que no había otro remedio. Al pasar por su lado, ella se dirigió a Minnie Fennelly, no a él.
    —¿Te haré el vestido de novia?—se ofreció—. ¿Te acordarás al menos de mí el día que lo quieras?
    Minnie se echó a reír y dijo que todavía no estaban preparados para vestidos de novia ni remotamente.
    —Cahal ya sabe dónde encontrarme —añadió la modista—. ¿Verdad que sí, Cahal?
    —Creía que no la conocías —dijo Minnie Fennelly cuando salieron.


    Al cabo de tres días, el señor Durcan dejó su Riley de antes de la guerra porque tenía flojo el freno de mano. Acordaron que iría a recogerlo a las cuatro, y antes de marcharse dijo:
    —¿Se ha enterado de lo de la hija de la modista?
    El señor Durcan no era una persona que entendiera mal las cosas. Hombre exigente, de bigote negro y fino, para quien el Riley deportivo era el orgullo de su vida de solterón, ponía tanto cuidado en lo que decía como en la ropa que vestía.
    —Ha desaparecido —añadió—. Los gardaí están en ello.
    Se había dirigido al padre de Cahal. Este, que tenía desmontado en un banco de trabajo el sistema de refrigeración de la furgoneta de Gibney, la de reparto del pan, acababa de descubrir dónde se había estropeado el tubo.
    —Esa niña es retrasada —señaló su padre.
    —Eso seguro.
    —Corren rumores.
    —El caso es que se fue por su cuenta. Han puesto controles en un par de carreteras para preguntar si alguien la ha visto.
    Cuando Cahal lo oyó, el malestar que sentía desde su encuentro con la modista en el cibercafé se agudizó. Le habría gustado saber qué preguntas hacían los gardaí, los policías irlandeses; le habría gustado saber cuándo se había marchado la niña; por más que se esforzó, no logró sacar ninguna conclusión.
    —¿No es ella misma, la madre, una mujer retrasada? —comentó su padre cuando el señor Durcan se fue—. Desde luego, jamás ha movido un dedo para cuidar de esa niña.
    Cahal permaneció callado. Procuró pensar en la perspectiva de casarse con Minnie Fennelly, aunque no había nada en firme, ni siquiera un acuerdo entre ellos. Por un momento, los rasgos francos y redondeados de la chica asomaron vívidamente a su conciencia, esa misma redondez en sus brazos y manos. Él la encontraba atractiva, siempre se lo había parecido, desde la primera vez que reparó en ella cuando todavía iba al colegio de monjas. No debería haber pensado en la chica española, no debería habérselo permitido. Debería haberles dicho que la estatua no valía nada, que el hombre a quien habían conocido los había enredado para que le pagaran unas copas.
    —Tu madre le encargó unas cortinas para la habitación del fondo —dijo su padre—. ¿Te acuerdas, hijo?
    Cahal negó con la cabeza.
    —Ah, por entonces tenías unos cinco años, quizá menos. En esa época ella empezaba a trabajar de modista; su padre seguía viviendo con ella en la casa. Los curas decían que había que darle trabajo porque era una obra de caridad. ¡Quisiera saber si aún lo dirían!
    Cahal encendió la radio y subió el volumen. Cantaba Madonna, a quien imaginó con la indumentaria que ella misma había concebido para sí hacía unos años, tirantes y ropa interior. La encontraba fantástica.
    —Voy a sacar el Toyota —dijo su padre, y sonó el timbre del patio: alguien esperaba para repostar.
    Aquel asunto no tenía nada que ver con él, se dijo Cahal cuando fue a atender. Lo ocurrido la noche del Alemania-Holanda era un hecho totalmente al margen de la noticia que el señor Durcan acababa de darles, era imposible que estuvieran relacionados.
    —Qué tal —saludó al conductor del autobús escolar junto a los surtidores.


    La hija de la modista fue encontrada allí donde yacía desde hacía unos días, en el fondo de una grieta parcialmente tapada con fragmentos de esquisto, en la cantera abandonada a un kilómetro de donde vivía. Hacía años que se habían llevado todo el mineral, cercado el perímetro con alambre de púa y colocado dos carteles que avisaban del peligro. La niña debía de haber pasado a rastras por debajo del alambre, dijeron los
gardaí
, y al día siguiente lo sustituyeron por una alambrada.
    En el pueblo, la modista fue condenada, culpada a sus espaldas por la tragedia. El rumor de que su propio padre, que la había criado solo desde la muerte prematura de la madre, era también padre de la niña no había pasado de ser una despreciable calumnia, nunca expresada hasta entonces, pero de pronto parecía ocupar un lugar natural en la mísera existencia de una niña que había vivido y muerto desdichadamente.
    —¿Cómo estás, Cahal?
    Cahal oyó a sus espaldas la voz de la modista cuando, una madrugada a principios de noviembre, se dirigía al cobertizo donde Minnie Fennelly y él se entregaban a su mutuo cariño. Aún no era la una, y las luces del pueblo llevaban ya largo rato apagadas, salvo unas pocas en la calle mayor.
    —¿Te apetece venir a casa conmigo, Cahal? ¿Te apetece que vayamos dando un paseo hasta donde vivo?
    Todo esto lo dijo a sus espaldas mientras él seguía avanzando. Él sabía quién estaba allí. Sabía quién era, no necesitaba volverse.
    —Déjame en paz —replicó.
    —Muchas son las noches que me siento a descansar en el banco del río, y muchas las que te veo. Siempre andas con prisas, Cahal.
    —Ahora tengo prisa.
    —¡A la una de la madrugada! ¡Anda ya, hombre!
    —No soy tu amigo. No quiero hablar contigo.
    —Cuando fui a la policía, hacía ya cinco días que ella había desaparecido. No era la primera vez que desaparecía. No pasaba ni un minuto lejos de la carretera.
    Cahal no respondió. Pese a que seguía sin darse la vuelta, le llegaba el olor a alcohol de la mujer, rancio y acre.
    —No fui antes por temor a que siguieran el rastro cuando todavía era reciente. ¿Me entiendes, Cahal?
    Cahal se detuvo. Al volverse, ella casi se tropezó con él. Le dijo que se largara.
    —A ella la atraía la carretera. Nada más levantarse, corría hacia los coches sin un solo bocado en el estómago. Y luego se iba carretera arriba hacia la estatua. Se quedaba arrodillada delante de la estatua todo el día, hasta que la encontraba allí algún viejo y me la traía. Algún viejo la cogía de la mano y entraban por la puerta. Ay, Cahal, no sabes la de veces que pasó. Por algo fue el primer sitio donde la buscaron los
gardaí
cuando se lo expliqué al sargento. Cualquier mujer haría cuanto estuviera en sus manos por los suyos, Cahal.
    —¡Quieres dejarme en paz!
    —Eran pasadas las siete, quizá las siete y veinte. Yo acababa de abrir la puerta para ir al Leahy y vi pasar el coche negro, y a ti dentro. Siempre te fijas en un coche a esas horas del día, y luego, cuando volví del Leahy ya tarde, ella no estaba. ¿Me entiendes, Cahal?
    —No tengo nada que ver.
    —Él por fuerza tuvo que volver por el mismo camino que a la ida, me dije, pero no se lo mencioné a los
gardaí
, Cahal. ¿Tenía ella la costumbre de pasearse por ahí en camisón?, me preguntaron, y les dije que cuando querías darte cuenta ya estaba saliendo por la puerta. ¿Vamos a casa, Cahal?
    —Yo no voy a ningún sitio contigo.
    —Nunca oirás la menor acusación, Cahal.
    —No hay nada de qué acusarme. Esa tarde llevaba gente en el coche.
    —Lo que pasó, atrás queda, te lo juro por Dios. Ahora vuelve conmigo, Cahal.
    —No pasó nada, nada queda atrás. En el coche fueron unos españoles todo el rato. Los llevé a Pouldearg y luego de vuelta al hotel Macey.
    —Minnie Fennelly no es para ti, Cahal.
    Nunca había visto a la modista de cerca. Era más joven de lo que pensaba; aun así, parecía bastante mayor que él, quizá doce o trece años. Su rictus no era feo, pero echaba a perder lo que de otro modo habría sido cierta hermosura, y recordó la belleza perfecta de la chica española, su pelo sedoso. La modista también tenía el pelo negro, pero greñudo y apelmazado, y le caía revuelto y apagado hasta los hombros. Aquellos ojos que tan intensamente lo habían mirado en el cibercafé estaban ahora llenos de legañas. Tenía los labios carnosos, contraídos en una sonrisa, y se le veía un diente un poco mellado. Cahal se alejó, y ella no lo siguió.
    Eso fue el principio; no hubo un final. En el pueblo, aunque ya nunca más de noche, ella siempre rondaba cerca: Cahal sabía que era una ilusión, que ella no siempre andaba cerca, pero lo parecía por cuanto significaba su presencia en cada ocasión. Se arreglaba; se vestía de colores oscuros, cosa que, según decía la gente, era el luto por su hija; y la gente comentaba también que había dejado de frecuentar la taberna de Leahy. La vieron pintar la fachada de su casa, del mismo tono azul, y cuidar del jardín delantero, hasta entonces abandonado. Volvía a pie de las tiendas del pueblo, y ya nunca se quedaba plantada en la cuneta, con la mano en alto, esperando a que alguien la llevara a casa.
    Al proseguir con su rutina de reparaciones y puestas a punto y atención a los clientes de la gasolinera, Cahal descubrió que le era imposible desentenderse del vínculo existente entre ellos, vínculo del que lo había obligado a tomar conciencia la modista la noche que se acercó a él por detrás, y sabía que sus raíces se propagaban, fortalecían y nutrían dentro de él por efecto del miedo. Cahal sentía temor sin saber de qué, y cuando intentaba entenderlo se sumía en el desconcierto. Empezó a ir a misa y confesarse más a menudo que nunca. Su padre observó que aún tenía menos que contar a los clientes en los surtidores o cuando dejaban sus coches. Su madre pensó que tal vez estaba anémico y empezó a darle píldoras de hierro. Cuando su hermana, la que aún estaba en Irlanda, volvía al pueblo de vez en cuando a pasar un fin de semana, decía que seguramente el problema guardaba relación con Minnie Fennelly.
    Durante todo ese tiempo —que por lo demás transcurría con total normalidad—, la niña era extraída una y otra vez de la hendidura entre las rocas, aún en camisón, igual que la había visto Cahal, era tendida en el suelo y envuelta como se envuelve a los muertos. Si no hubiese tenido que cambiar la rueda, habría pasado por delante de la casa a otra hora y muy posiblemente ella no habría estado a punto para salir corriendo, no le habría apetecido hacerlo en ese preciso momento. Y si les hubiese explicado a los españoles que las lágrimas de la Virgen eran sólo lluvia, ni siquiera habría recorrido esa carretera.
    La modista no volvió a hablar con él, ni siquiera lo intentó, pero él sabía que la reciente pintura azul y el luto que, con el tiempo, no abandonó, y las flores que al final llenaban el pequeño jardín delantero, todo era por él. Poco más de un año después de la tarde en que llevó a la pareja española a Pouldearg, asistió a la boda de Minnie Fennelly con Des Downey, un veterinario de Athenry.
    La modista no lo había dicho, pero en las calles a oscuras flotaba entre ellos: que él había vuelto a pie, como había estado tentado de hacer aquella noche mientras yacía en vela en su cama, que su hija estaba allí en la carretera, donde había caído, y que él la había llevado a la cantera. Pero Cahal sabía que había sido la modista, no él, quien la había llevado.
    Visitó a la Virgen de la Vera del Camino, cada vez esperando encontrársela allí. Se arrodillaba y no pedía nada. Hablaba sólo en su fuero interno, ofreciendo una compensación y prometiendo aceptar cualquier castigo que se le infligiese por sumarse al engaño del hombre a quien los españoles habían conocido por casualidad en Dublín, por burlarse de la imagen ladeada en la carretera, embolsándose cincuenta euros por una mentira. Los había mirado besarse. Había pensado en Madonna desnuda, sin importarle que ella se hiciese llamar así.
    Una vez, cuando estaba en Pouldearg, Cahal advirtió en la mejilla de la Virgen el brillo de lo que en su día se había tomado por lágrimas. Tocó el hueco donde se condensaba esa humedad y se llevó el dedo mojado a los labios. Nosabía a sal, pero daba igual. Al regresar, cuando pasó por delante de la casa azul de la modista, la vio en el jardín, quitando las malas hierbas de los arriates. Aunque ella no alzó la vista, él deseó acercarse y supo que algún día lo haría.


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