sábado, 18 de noviembre de 2023

A. S. Byatt / Aventuras y desventuras del 68

 



A. S. Byatt: Aventuras y desventuras del 6804/04/202314:17

Perteneciente a la gran estirpe de mujeres novelistas británicas (es decir, Doris Lessing, Iris Murdoch o su propia hermana Margaret Drabble) clasificadas normalmente de «intelectuales», de escritoras amantes de la referencia culta y multidisciplinar, de la parodia y la visible, y muchas veces no tan visible y mucho más compleja alegoría, las novelas de A. S. Byatt (nacida en Sheffield, Inglaterra, en 1936) filóloga y autora de diversos estudios críticos (sobre Wordsworth, Coleridge, Iris Murdoch y George Eliot), una auténtica maestra en el arte del pastiche erudito y culto, están repletas de profesores, dramaturgos, periodistas de la BBC, especialistas en Thomas Mann, catedráticos de psicología o filología, biólogos y actores del teatro isabelino.

Para todos ellos vivir implica llevar el talento, ya sea el talento dentro de una cultura local, como el instalado en la metrópoli, Londres, hasta sus últimas consecuencias. El mundo que les rodea – un ciclo sin fin de transformaciones exteriores e interiores, de maduraciones nacionales y de uno mismo, de ridículas o más sólidas subversiones e innovaciones, de victorias y desastres – es un amasijo de formas y lenguaje listo para ser puesto entre las cuerdas de la reflexión más mordaz y penetrante o del comentario erudito que interroga sin permitirse un respiro la infinitud tentacular de interpretaciones de la realidad.

En 1958, A. S. Byatt (cuyo verdadero nombre es Antonia Susan Drabble) que más tarde sería mundialmente conocida como la célebre autora de la

novela Posesión, una fascinante mise en abyme literaria, llevada al cine en 2002 con Gwyneth Paltrow de protagonista, un detectivesco best seller mundial de culto comparable a El nombre de la rosa de Umberto Eco, Booker Prize de 1993, emprendería una magna empresa, un brillantísimo ciclo de cuatro novelas que narraría la rica y accidentada formación tanto sentimental, como sexual e intelectual, de un personaje, Frederica Potter, en estrecho paralelismo al devenir de toda una nación, la inglesa, desde el año 1953 hasta la década de los 70.

La primera de ellas sería La virgen en el jardín, de 1978; luego vendrían Naturaleza muerta (1985), La torre de Babel (1996) y acabaría con La mujer que silba (de 2002). Una tetralogía que tenía por objeto acercarse desde todos los puntos de vista y zonas temáticas, ya fueran los avances de la ciencia y los nuevos «lenguajes» intelectuales, los cambios en la vida social, así como la evolución sensible y en el mundo de las ideas, a lo que venía a representar un período de tres décadas comprendido entre los años 50 y 70. Es decir, el sedimento de una vertiginosa y apasionante modernidad –llegada tras la Segunda Guerra Mundial– con todos sus excesos y todos sus hallazgos- que definiría lo que es hoy nuestro mundo actual. Un proyecto de una inusitada y enorme densidad, una obra omnívora, entre proustiana y musiliana, que en nuestros días, y ya en plena posmodernidad, buceaba e intentaba conjugar, en una paridad de diversos y diferentes lenguajes propuestos, universos paralelos: desde el universo propiamente intelectual, con todas sus disciplinas y saberes imaginables, a metáforas poéticas y simbólicas dentro de la narración, o análisis de comportamientos sociales y de la esfera de las pasiones y de los afectos.

Dentro de ello, se incluía igualmente el mecanismo de los recuerdos personales, de la memoria y de las emociones, a la hora de encuadrar como «experiencia individual» todo el aire de una época. O si se prefiere, esa vida íntima e intransferible que se vive a dos pasos continuamente de la teoría y de la cultura adquirida. En la primera novela de la serie, en La virgen en el jardín, Inglaterra acaba de salir de una guerra y dura posguerra: es el fin del racionamiento, de los productos de baja calidad y de las imágenes del rey en los noticiarios, hurgando entre los escombros dejados por las bombas. Frederica Potter es una estudiante de 17 años, a punto de ir a Cambridge con unas descomunales clasificaciones, y vive junto a su laica y muy inconformista familia, tiránicamente censurada, a cada paso que dan, por la ideología libertaria y antiautoritaria de su colérico padre, el profesor Bill

Potter: «Un creyente y un predicador popular nacido fuera de tiempo», como no tardará en diagnosticar uno de sus oponentes principales en la novela, que no es otro que su joven yerno clérigo.

Frederica pertenece a la «generación de la austeridad», en la que la mantequilla, la nata y las naranjas eran «entidades míticas». Ella y todos los demás que la rodean parecen querer devorar la vida que han recuperado tras tantas catástrofes europeas y nacionales. Aunque también pertenece a una joven y lúcida generación que ya empieza a sospechar que está llamada simplemente a reescribir pálidas copias y parodias de lo ya hecho. Jóvenes artistas e intelectuales demasiado conscientes de la plúmbea losa que significa para cualquier creador nacido dentro de sus fronteras y de su lengua formular una sola frase bajo la sombra vigilante y aterradora dejada por Shakespeare. Aun así, un nuevo renacimiento o ilusión de identidad nacional, parece inaugurarse ese año, 1953, de fuerte simbolismo, ya que la joven Isabel II será coronada. Todos están convencidos de que la edad dorada que se vivió en la época isabelina, con Isabel I, hija de Ana Bolena y de Enrique VIII, y con Shakespeare en los escenarios, va a regresar con esta otra Isabel.

Para celebrarlo se ha preparado una representación teatral en una gran mansión rural de Yorkshire, donde vive Frederica y su familia, propiedad de un rico mecenas de las artes. En ella, la aún virginal, pero muy arrogante y displicente Frederica, de diecisiete años en esos momentos, obsesionada a la manera testaruda de los Potter y enamorada sin muchos tapujos del autor de la obra, Alexander Wedderburn, hará el papel de la reina virgen, Isabel I. También participará todo el pueblo, con auténtico ardor comunitario, ayudado por unos escogidos actores profesionales que pondrán en pie una obra en verso, siguiendo los cánones de la época. Un supuesto «renacimiento», una ingenuidad o purismo, quizá, que aunque en ese momento se convierta en un aclamado y rotundo éxito, mucho más tarde, en los años 70 (un futuro por llegar al que se remite sin cesar en la novela, en forma de diálogo a varias bandas o varios tiempos a la vez) con los inevitables cambios de gustos, «los hábitos de pensamiento» y las tiranías de las modas, será tachado de «callejón sin salida». De «último paroxismo petrificado de un modernismo». Un modernismo anticuado y ñoño.

En La mujer que silba, última novela de la serie protagonizada por Frederica Potter, estamos en concreto en el significativo y muy simbólico

año 1968. El rechazo a todo lo que huela a autoridad, al aprendizaje a través de la memoria y de las lecturas «directas», a los núcleos familiares convencionales, está en boga. El cóctel alternativo es de lo más variado y va desde el consumo de alucinógenos para lograr nuevas perspectivas de la realidad, a la propuesta de revolucionarias «liberaciones» desde todos los frentes: el radical y político, a través de frases y retratos de Mao y el Che como fetiches recurrentes del momento; el didáctico, a través de «antiuniversidades» y la rotunda negación de que algo pueda ser enseñado y transmitido; o el sensorial y psicológico, a través de estrambóticas «espiritualidades» que van desde adherirse a sectas y comunidades utópicas campestres, a la seducción de la charlatanería astrológica, o la devota sumisión a líderes carismáticos y visionarios (no menos autoritarios y despóticos, por otro lado, que los tradicionales).

Es decir, un variado y caótico tejido de especímenes humanos que Byatt va extendiendo a lo largo de la novela, formada por estratos o círculos que se van encontrando y encajando en sus búsquedas particulares. La protagonista es de nuevo la heroína de la serie, Frederica Potter, a la que acompañan los demás integrantes de su familia, sus amigos más cercanos y numerosos figurantes ocasionales de esos distintos «círculos» vitales o del conocimiento encontrados por el camino, como en la obra de Tolkien o en la de Calvino de «los destinos cruzados». Es decir: jóvenes líderes de las revueltas universitarias (futuros ministros de Tony Blair), cándidos y ultraliberales rectores atemorizados, idealistas de todo pelaje, peligrosos «extremistas» espirituales, visionarios perturbados, psicoanalistas irresponsables y de alto riesgo, manipuladores de mentes, y diversos «brujos» o encantadores de serpientes descarriadas. A finales de estos años 60 del pasado siglo, años de experimentación de todo tipo, no sólo en los laboratorios, Frederica, como muchas mujeres que atraviesan las páginas de la novela, y que simbolizan los comienzos del feminismo ultramilitante de los 70, se debaten entre realización personal y profesional, por un lado, y vida familiar, hijos y hogar, por otro.

Frederica, por un azar, ha llegado a ser presentadora de un programa «culto» de la BBC que adquirirá pronto una notable audiencia, hasta el punto de ser reconocida por la calle. Es decir, alcanza la cumbre, lo cual por primera vez no tiene que ir necesariamente unido a un «éxito», tal y como se entendía en otras épocas, de género íntimo y perteneciente únicamente a la esfera de las emociones y de lo privado.


Como se dirá en la novela, Frederica «formaba parte de un nuevo mundo de mujeres libres, mujeres que tenían ingresos, un trabajo que habían escogido, una vida intelectual y todo el sexo que deseaban». ¿Cuál era el sueño, pues, se preguntarán muchos, que perseguían todos ellos y que compensaba tanta renuncia y mutilación en lo personal? Quizá lo que los movía, tanto a unos como a otras, y que tan brillantemente, y con tantas y tan ricas contradicciones, pone continuamente de manifiesto Byatt, era la ambición de la época de compaginar y absorber todo a la vez, en uno solo: «cuerpo y mente», ciencia y literatura, lenguaje y realidad, trabajo y afectos, vida en libertad y sexo. El sueño humano y eterno de no verse «divididos», de estar interconectados y formar parte de un todo, de hallar una unidad, de vivir por fin la felicidad perdida desde la maldición de Babel.

RTVE

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