domingo, 19 de noviembre de 2023

A. S. Byatt / Una mujer de piedra

 

Pablo Picasso



A. S. Byatt
Una mujer de piedra


    Para Torfi Tulinius.


    Al principio no pensó en piedras. La pena la volvía insustancial ante ella misma; se sentía revolotear de habitación en habitación en la atmósfera crepuscular del apartamento, como una polilla. El apartamento parecía siempre sumido en el crepúsculo, aunque, como bien sabía, tenía que haber pasado por las habituales secuencias de sol y sombras a lo largo de los días y semanas transcurridos desde que su madre había muerto. Su madre —una mujer fuerte e inteligente— había disfrutado viviendo entre sombras propias de topos y palomas. El cabello de su madre tenía el brillo de la plata y el marfil. Sus ojos se habían descolorido desde el azul de los acianos al de las nomeolvides. Inés la encontró muerta una mañana, los dedos exangües apoyados en un libro abierto, los apergaminados párpados cerrados, como si dormitara, una mueca en los finos labios, como si hubiera probado algo no muy agradable. Rápidamente perdió esa efímera apariencia de vida, y adquirió un aspecto céreo y pálido. Inés, que había sido la mujer joven, pasó a ser la mujer mayor, en un instante.


    Se empleó en su trabajo del diccionario y en poner en su sitio el amor. Lo guardó en bolsas de plástico, sedas cremosas y ondulantes telas de linón, terciopelo y muselina, crepé de China color lavanda, collares de perlas y de granates. La gente la consideraba una hija solícita. No concebían, se dijo ella, a dos mujeres inteligentes que se comprendían fácilmente y se amaban. Bajó las persianas porque la luz le hería los ojos. Su ojo interior contempló una y otra vezlas cosas definitivas. La cara blanca sobre la almohada blanca y cercada de cabellos blancos.

    La piel incolora de los dedos sin vida. Carne de mi carne, carne de su carne. El eficaz furor del fuego devorador, los puñados de ceniza parda que había esparcido, tal como había prometido, en la vertiginosa espuma de un arroyo de Yorkshire.
    Hacía las cosas maquinalmente, con la esperanza de acabar acostumbrándose a la soledad y el silencio. Entonces, una mañana, el dolor la acometió como un súbito picotazo que le desgarrara las entrañas. Contuvo la respiración y se sentó, esperando que pasase. No pasó sino que aumentó, golpe sobre golpe. Se retorció en la cama, desgreñada y sudorosa. Oyó los gemidos de la criatura. Trató de telefonear al médico, pero la cosa chillaba roncamente en el micrófono, y eso la salvó, porque enviaron una ambulancia que llevó la aullante cosa al hospital, lo cual no habrían hecho con una educada mujer mayor. Más tarde le dijeron que no habría sobrevivido más de cuatro horas: había sufrido una torsión intestinal gangrenosa. Descansaba en calma en una cama de hospital, en una habitación con las cortinas cerradas. Vendada y aletargada, entraba y salía de un sueño reparador.
    El cirujano iba y venía, le levantaba la ropa, examinaba las suturas, palpaba las paredes de su vientre con dedos firmes, le reavivaba en lo más hondo retortijones dolorosos y amenazadores, mientras que en la superficie llegaban a ser menos que el aleteo de una mariposa. Inés era una mujer cortés y pudorosa. No quería ver los tajos en su propia piel y músculos.
    Le agradeció que le hubiera salvado la vida, pero fue incapaz de infundir calidez en su voz. ¿Qué era ahora su vida, como para agradecerle a alguien que se la hubiera conservado? Cuando el cirujano se marchó, Inés mintió a las enfermeras quejándose de un dolor intenso, para que le administraran drogas y recuperar así la sensación de desvanecerse en una suave bruma que resultaba casi placentera.
    La herida cicatrizó, según le dijeron, de forma muy satisfactoria. El anestesista fue a verla para hablarle de los paliativos que tenía derecho a llevarse a su casa.
    —Supongo que se habrá dado cuenta de que la zona que rodea la incisión está insensible —dijo—. Es completamente normal. Los nervios necesitan tiempo para unirse otra vez, y algunos puede que no lleguen a hacerlo.
    También él palpó los bordes cosidos del agujero, y ella advirtió que no sentía nada, y luego sintió el amago de un estremecimiento, como delgadísimos alambres que le atravesaran la piel. Seguía sin mirar la cicatriz.
    —Veo que el doctor consiguió reconstruir una especie de ombligo —añadió el anestesista—. Hemos comprobado que la gente se siente extraña si no tiene ombligo.
    Ella murmuró algo.
    —Mire —insistió él—, es una verdadera obra de arte.
    Así que ella miró, ya que iba a volver a su casa y tendría que ocuparse ella misma de la cosa.
    La herida, amoratada y con bordes protuberantes, le atravesaba todo el blanco vientre, desde más abajo de las costillas hasta partes ocultas debajo de ella. Donde antes la piel era suave y lisa, ahora había protuberancias y agujeros, como un cojín viejo. Y donde había estado su ombligo, como un botón ladeado sujeto en una costura, había un remolino asimétrico con un minúsculo cerco de piel. Inés pensó en su perdido ombligo, en el cordón umbilical que había formado parte de ella y de su madre. La cara se le contrajo por la pena; los ojos se le anegaron de lágrimas. El anestesista malinterpretó su reacción, y le aseguró que la herida tendría un aspecto mucho menos inflamado e irregular al cabo de dos o tres meses, y que, si no era así, se podía solucionar fácilmente con cirugía plástica. Inés le dio las gracias y cerró los ojos. No había nadie que la viera, dijo, no importaba qué aspecto tuviese. El anestesista, que había escogido su profesión porque no le gustaban los sentimientos de la gente y prefería el silencio a las palabras, le ofreció lo que ella quería: un analgésico. No bien cerró él la puerta, ella se sumergió en una bruma que se hizo cada vez más densa.

    * * *

    El apartamento de ambas, que ahora era el apartamento de ella, estaba en el segundo piso de un edificio del siglo XIX que daba a una placita de la ciudad. La escalera era empinada. El taxista que la llevó a su casa la dejó, con su bolsa, junto a la puerta. Ella ascendió lenta y penosamente, depositando la bolsa en los escalones, colgándose de la barandilla, consciente de cada hueso de las rodillas, los tobillos y las muñecas, y también de la paradoja del dolor en el vientre y el extraño adormecimiento en la superficie de la piel. No había necesidad de apresurarse. Tenía tiempo, todo el tiempo del mundo.
    Dentro del apartamento, se sintió preocupada por el tiempo y el polvo. Había sido una buena cocinera —pensaba en sí misma en pasado— y había preparado deliciosas comidas para su madre y ella, ligeras sopas de guisantes, lenguado con champiñones, suflés de vainilla. Ahora ni preparar la comida ni comerla duraba lo suficiente para que fuera interesante. Mordisqueaba un poco de queso y un trozo de pan como un ratón frugal, y no podía quedarse sentada a la mesa, sino que deambulaba por la habitación. La vida había desaparecido de los muebles y los objetos. El brillo del pulido se había apagado, y lo dejó así. Hacía su cama de un simple tirón. Tenía la sensación de que el polvo se acumulaba en todas partes.
    Cumplía con su trabajo, concienzudamente. El problema era que aquél no era suficiente. Trabajaba a tiempo parcial como investigadora para un importante diccionario etimológico, y en el pasado había sido muy diligente e imaginativa para sugerir nuevas entradas, nuevos problemas. Ahora se limitaba a contestar a las preguntas que le enviaban, y esto distaba de llenar el enorme hueco de espacio y tiempo en el que notaba y se hundía. Se levantaba y se vestía con esmero, como si se dispusiera «a ir a trabajar». Sabía que no tenía que abandonarse, que eso era lo que no tenía que hacer. Así que deambulaba entre los remolinos de polvo, hacía un alto y miraba por la ventana, durante unos minutos que parecían horas, y horas que parecían minutos. Le gustaba contemplar cómo se extendía la oscuridad por la plaza, porque eso significaba que la hora de acostarse no estaba lejana.
    Llegó el día en que ya podía, o debía, quitarse los vendajes. Había estado evitando su cuerpo, y simplemente se limpiaba la cara y las axilas con una toallita húmeda. Decidió darse un baño. Su bañera era antigua, profunda y estrecha, con llamativos grifos de latón y un tubo de la ducha enrollado en gruesos anillos. Una amplia rejilla de madera la atravesaba, donde aún descansaban —sólo entonces lo vio— los objetos privados de su madre: una esponja de lufa, una natural, piedra pómez. Su madre nunca había necesitado ayuda en el baño. Lo llenaba de fragante vapor con el agua de rosas que guardaba en un frasco azul, utilizaba talco infantil perfumado con extracto de olmo escocés. Por alguna razón, estos objetos habían escapado al proceso de limpieza post mortem. Inés pensó en deshacerse de ellos en ese momento, pero luego pensó: «¿Qué importancia tiene?». Preparó un buen baño tibio. Las viejas cañerías tintineaban y vibraban. Colgó su albornoz —de franela gris— detrás de la puerta y, con mucho cuidado, sintiéndose un tanto mareada, se aferró al borde de la bañera, se metió dentro y sumergió su magullada carne en el agua.
    El calor era agradable. Algunos músculos tensos se relajaron. El tiempo entró en una de sus fases lentas. Se quedó sentada, mirando los objetos de la rejilla. La esponja de lufa, la natural, la piedra pómez. Un tubo fibroso, una confusión de agujeros, una piedra gris de forma definida. Estudió las diferencias entre las tres, que esencialmente eran sólidos con agujeros. La esponja de lufa era fibrosa y apelmazada, la esponja natural era ramificada y hueca, la piedra pómez estaba acribillada de agujeritos del tamaño de una cabeza de alfiler. Las miró fijamente, con la sensación de que tanto ella como los objetos eran ingrávidos y flotaban y se hinchaban como parte de su mareo. Color marrón claro, caqui descolorido, gris oscuro. Colores incoloros, formas informes. Cogió la esponja, la estrujó para que el agua refrescante chorreara por su pecho, y observó las azarosas formas de las gotas y los regueros. No le agradaba el tacto de la esponja, carnoso y frío. Las dos esponjas eran el cuerpo reseco, el esqueleto, de seres vivos. Cogió la piedra pómez, un trozo de piedra liviana con la forma de la palma de la mano, sintió su paradójica ligereza, y la dejó caer al agua, donde se quedó flotando. Ignoraba cuánto tiempo estuvo ahí sentada. El agua se enfrió. Tomó una decisión: se desharía de la esponja. Cuando se levantó con torpeza, atravesando la superficie del agua, la piedra pómez tintineó contra su cuerpo. Fue un ruidito extraño, como un golpe sobre un metal. Puso la piedra pómez sobre la rejilla, y se tocó nerviosamente la arrugada herida. ¿Y si se habían dejado algo dentro?, ¿una grapa, un fórceps, una aguja? Sin mirar directamente, examinó con la punta del dedo el ombligo reconstruido. Percibió la ausencia de sensación y una cierta dureza tersa allí donde la cicatrización había comenzado. Dio unos golpecitos muy suaves con la uña. No supo a ciencia cierta si había oído o no un tintineo. Lo siguiente que advirtió fue unas salpicaduras de lo que parecía ser un polvo rojo centelleante, o vidrio molido, en los pliegues de su albornoz y en la ropa interior que se había quitado. Era un rojo mate, como sangre seca, la cual carecía de brillo. Se hicieron más abundantes, en lugar de disminuir, una vez que se percató de ellas. Observó minúsculas concentraciones cónicas de eso en los zócalos, en las esquinas de la alfombrilla persa: concentraciones cónicas con una leve depresión en la cima, como un hormiguero o un volcán en miniatura. Al mismo tiempo se percató de que en su ropa interior había adheridos hilos aquí y allí, sobre toda la superficie rugosa e insensibilizada de las cicatrices que se estaban cerrando. Sintió una suerte de horror y vergüenza al verse llena de bultos y con un ombligo artificial. Cuando el fenómeno se acentuó, exploró el área con los dedos, algo vacilante, por encima del algodón de sus bragas. Tenía el vientre insensible. Palpó volutas y crestas, incluso bordes afilados. El movimiento de sus dedos perturbó el polvo vítreo, que se desprendió con la tela y brilló en sus pliegues. Día a día los bultos y asperezas, lejos de disminuir, se hacían más pronunciados. Una noche, en la apagada luz crepuscular, consiguió al fin armarse de valor para desvestirse y agachar la cabeza a fin de examinarse. Lo que vio fue una forma en relieve, como una estrella de mar, como los arremolinados brazos de una nebulosa en el espacio. Tenía el color —o un color— de carne cruda, como la herida abierta por un látigo o por una cuchillada. La forma temblaba porque ella estaba temblando, pero era fría al tacto, fría y dura como vidrio o piedra. De los brazos de la estrella se desprendía el polvo rojo, como un encantamiento. Inés se cubrió precipitadamente, como si aquello que no veía pudiera desaparecer.
    A la mañana siguiente parecía haber crecido. Un día después volvió a mirar, en la penumbra, y vio que la mancha se había extendido. Había empujado unas venas rojizas, marcadas ahora en la carne blanca y fatigada, como cristal ensartado en una esponja. Y palpitaba. Tenía varios tonos de rojo, desde el ocre al escarlata, desde el granate al bermellón. Inés se sintió tentada de clavar una uña bajo las venas y desprenderlas, y no pudo hacerlo.
    Pensaba en ella como «la mancha». Pensaba más y más en ella, incluso cuando estaba cubierta y fuera de la vista. La mancha se extendía alrededor de su cintura, no de forma regular sino a trompicones, como una faja granulosa que enviara largas prolongaciones fibrosas hacia su ingle, empujando quistes y gránulos brillantes hacia su vello púbico. Había verdugones arrugados donde la carne se fusionaba con lo que parecía ser piedra. Con lo que de hecho era piedra; ¿qué otra cosa si no?
    Un día descubrió un manojo de cristales de un blanco verdoso que despuntaban bajo una axila. Esta vez trató de arrancarlos, pero sin éxito. Estaban profundamente incrustados; podía sentir las pétreas raíces agitándose por debajo de la piel, tirando de los músculos. Unas escamas dentadas de sílice y unos nódulos de basalto le presionaban los pechos hacia arriba y se multiplicaban bajo los repliegues de piel, lo que hacía que su ropa crujiera y susurrara. Muy lentamente, con el paso fugaz de cada día, su torso fue quedando envuelto por incrustaciones de piedra, como una coraza. Alcanzaba a sentir que, bajo las piedras, su interior comprimido era aún fluido y suave, sensible al dolor y la presión.
    La sorprendía el fatalismo con que se había resignado a echar vistazos llenos de horror a su transformación. Era como si, buena parte del tiempo, sus pensamientos y sentimientos hubieran aminorado su ritmo hasta alcanzar la velocidad de la piedra, apáticos e imperturbables. Había días, cada vez más frecuentes, en que una nueva curiosidad se abría paso a través del horror. Un día, una de las venas azules de la cara interior del muslo se cubrió con una hilera de espinelas color rubí, y ella pensó en joyas antes de pensar en pústulas. Titilaban cuando ella se movía. Advirtió que su envoltura de piedra no era estática: aristas de sal gema y cuarzo lechoso sobresalían de las lustrosas láminas de basalto, ampollas de travertino se formaban a modo de lágrimas entre las capas de hornablenda. Aprendió los nombres de algunas de estas piedras cuando la curiosidad triunfó sobre el miedo pasivo. El apartamento, un apartamento de lexicógrafa, estaba provisto con enciclopedias de todo tipo. Sentada al atardecer a la luz de una lámpara, leía los preciosos nombres: pirolusita, ignimbrita, onfacita, uvarovita, glaucófana, esquisto, pizarra, gneis, toba volcánica.
    Sus muslos tintineaban ahora uno contra otro cuando caminaba. La primera aparición de la corteza pétrea fuera de los límites de la ropa fue extraña y hermosa. Observó sus inicios en el espejo, una mañana, mientras se cepillaba el pelo: un collar de protuberancias veladas por encima de su clavícula, que se abrían paso lentamente a través de su piel como ojos de párpados cerrados, y se convertían en ópalos, ópalos de fuego, ópalos negros, geiseritas e hidrófanas, llenas de una luz acuosa. Inesperadamente, se pavoneó delante del espejo. Se preguntó, con ánimo fatalista e indolente, qué ocurriría cuando fuera toda de piedra, si cesaría de respirar, ver y moverse. Por el momento no le había crecido más que un caparazón. Las articulaciones le obedecían, la luz iba de la retina al cerebro, la lengua saboreaba los alimentos que aún podía comer.
    Desechó, no sin cierta vacilación, la idea de consultar al cirujano o a cualquier otro médico. Su mente refrenada se había vuelto mordaz, y veía con toda claridad que sería un objeto de horror y fascinación al que querrían encerrar para experimentar con él. Por supuesto, era posible en teoría que ella se engañara por completo, que las titilantes gemas y las aglomeraciones de escamas de su nueva corteza fueran destellos febriles de su cerebro anestesiado y su espíritu afligido. Pero no lo creía; refutaba esta idea como el doctor Johnson refutó a Berkeley, golpeando la piedra y oyendo los chirridos y tintineos con que la piedra respondía. No, lo que ocurría, al parecer, era una transformación sin igual. Supuso que ésta acabaría con la petrificación de sus funciones vitales. Llegaría un momento en que ya no sería capaz de ver, ni de moverse, ni de alimentarse (lo que probablemente no tendría importancia). Su madre no había tenido que afrontar la muerte; se había dicho que aún no era su hora, no en ese preciso instante, no a corto plazo. Ella estaba a punto de observar la aproximación de su muerte de un modo nuevo y fantástico. Pensó en dejar constancia de las transformaciones, los pliegues metamórficos, el rezumar de líquidos, las fracturas concoidales. Entonces, cuando «ellos» la encontraran, tendrían un registro de cómo se había convertido en lo que era. Observaría, impávida.
    Pero continuamente posponía la escritura, en parte porque prefería estar de pie y no sentada ante el escritorio, y en parte porque no conseguía establecer el proceso en su mente con la suficiente claridad para volcarlo en palabras. Permanecía mañana y tarde a la luz de la ventana, y leía los nombres de las piedras en los manuales de geología. Permanecía ante el espejo del cuarto de baño y trataba de reconocer los componentes de su corteza. Cambiaban, estaba casi segura, minuto a minuto. Había encontrado una definición de la piedra pómez: «piedra volcánica esponjosa gris pálido, parte de un flujo piroclástico compuesto de partículas ardientes; los fragmentos chatos de piedra pómez se conocen como
fiamme
». Imaginó sus pulmones llenos de vesículas como el poroso mineral, que se volvían de piedra. Descubrió rastros de un flujo caliente que le bajaba por los costados y por los muslos. Fue al dormitorio de su madre, donde había un espejo de cuerpo entero, el único de toda la casa.
    Al final de todo un día de observación vio un nuevo brillo de labradorita —un rombo de quince centímetros de longitud— que imperceptiblemente se había instalado casi entre sus nalgas, donde su mirada no se había posado.
    Vio filones de dolerita, en capas sucesivas, que invadían la carainterior de los brazos. Pero necesitó semanas de paciente observación antes de que, a fuerza de fugaces ojeadas, descubriera una ampolla de cristales de barita rosa que sobresalía de una veta de fluorita y tomaba la forma de una rosa del desierto, para agruparse en un ramillete con las flores minerales de la fluorita azul. Su metamorfosis no obedecía a ninguna ley conocida de la física o la química: rocas negras ultramáficas sucedían al fantasmal espato de Islandia, y se adherían unas al otro.
    Al cabo de cierto tiempo se dio cuenta de que la inercia final que paciente e impasiblemente había previsto no se cumplía. A medida que se volvía más pétrea, experimentaba el deseo de moverse, de salir a la calle. Permanecía de pie junto a la ventana y observaba el tiempo. Advirtió que quería salir, no sólo en los días soleados, sino incluso más en los tormentosos. Un oscuro domingo, cuando el cielo del mediodía estaba cargado y gris como el granito, cuando retumbaban sombríos truenos y los súbitos relámpagos hacían contraer de inquietud el estómago de la gente, la necesidad de salir al aire libre se adueñó de Inés. Se puso unos pantalones holgados y una túnica, y por encima una amorfa gabardina con capucha. Se calzó los nudosos pies en unas botas de cuero, se enfundó en unos mitones de piel de carnero las pálidas manos color arcilla, con sus venas de azurmalaquita, y luego bajó la escalera y salió a la calle.
    Se había preguntado cómo funcionarían sus tendones y sus músculos. Creyó sentir un roce de piedra pulida contra una cavidad pétrea cuando movía la pelvis y la cadera, alzaba las rodillas y balanceaba los rígidos brazos. Había una deliciosa suavidad en esos movimientos, toda una sorpresa después de los ajustes que se había habituado a hacer a causa del calcio desintegrado de sus articulaciones artríticas. Avanzó a buen paso, sin rumbo fijo, tratando de mantenerse alejada de la gente. Se percató de que su sentido del olfato había cambiado y era más agudo. Podía oler la lluvia en el manto de nubes. Podía oler el carbón de los escapes de los coches, y los minerales multicolores de los charcos de gasolina. Los olores eran gratos. Se encontró con los residuos dejados por un mercado al aire libre, y la asaltó el hedor de la descomposición vegetal, pulpa de fruta reblandecida, coles podridas, aceite requemado en periódicos grasientos y espinas de pescado trituradas. Pasó delante de todo esto conteniendo algunas arcadas, sintiendo que la agria bilis se le revolvía en el saco del estómago que ahora estaba hecho ¿de qué?
    Llegó a una zona arbolada, un parque de la ciudad con arriates de rosas y papeleras, retretes para perros y una fuente de hormigón. Oyó una música nueva e intricada en el agua que caía sobre el cemento. El olor a llovizna se llevó las vaharadas calientes de excremento de perro. Inés alzó la cabeza y se quitó la capucha. Sus mejillas comenzaban a cubrirse de escamas de silicona y fibras de dendrita, pero pensó que sólo tendría el aspecto de una vieja mujer con la cara llena de protuberancias. Había gotitas de alabastro y concentraciones de peridotita en sus cabellos grises, como los huevos de algún mítico piojo de piedra, pero aún no se distinguían, salvo de cerca. Sacudió la cabeza para soltar el pelo, y alzó la cara hacia las ramas y las nubes cuando comenzó a llover. Gruesas gotas le salpicaron la afilada nariz; las lamió de los labios rígidos con la punta de la lengua, aún flexible, entre los dientes cristalinos, y saboreó el agua del cielo, mineral y deliciosa. Se quedó allí de pie dejando que los gruesos regueros de agua le corrieran por el cuerpo y por debajo de las ligeras ropas, y vetearan sus pezones de cornalina y sus muñecas adamantinas. Los relámpagos caían como láminas de brillante metal. Los truenos retumbaban en el cielo, y toda la superficie de la mujer crujía y crepitaba por simpatía.
    Necesito encontrar un lugar donde permanecer cuando sea totalmente sólida, pensó, necesito encontrar un lugar fuera, al aire libre.

    * * *

    ¿Cuándo estaría, por así decirlo, muerta? ¿Cuando su rollizo corazón de carne dejara de bombear la sangre azul a lo largo de las venas y arterias de su forma cambiante? ¿Cuando la pegajosa materia gris de su cerebro se convirtiera en piedra caliza o grafito? ¿Cuando su tronco cerebral se convirtiera en una columna de cuarzo rutilante? ¿Cuando sus ojos se convirtieran en… qué? Se inclinaba a creer que sus ojos vigilantes serían lo último, aun cuando delgadas ramificaciones de sus fosas nasales transmitían todavía el olor a latón o a carbón a los lóbulos primitivos de la base del cerebro. Una frase le vino a la mente: «Perlas son éstas que fueron sus ojos». Un canto de dolor transformado en fantasía por obra de los cambios marinos. ¿Se velarían sus ojos y se convertirían en perlas? Las perlas eran interesantes. Eran una sustancia en la que lo orgánico se fundía con lo inorgánico, como el ágata musgosa. Las perlas eran piedras segregadas por un molusco vivo, perfeccionadas en el nácar de su esqueleto para proteger la tierna carne interior de cualquier elemento irritante. Fue a abrir el joyero de su madre, en busca de un largo collar de perlas de agua dulce que le había regalado para su septuagésimo cumpleaños. Allí estaban, resplandecientes. Las cogió y se las puso alrededor de su centelleante cuello, veteado ya con azabache, ópalo y circón jacinto.
    Se había hecho la idea de que el mundo mineral era un mundo de formas inanimadas y perfectas, con un orden matemático inamovible de cristales y moléculas debajo de sus afloraciones, sus flujos y sus ramificaciones. Cuando había empezado a pensar en su transfiguración, la había considerado algo profundamente antinatural, el paso de un mundo cálido de cambio y descomposición a un mundo de fría permanencia. Pero, a medida que se volvía mineral y estudiaba lacuestión de los minerales, vio que existía una reciprocidad, tanto física como figurativa. Había series completas de rocas y piedras que, como las perlas, se formaban a partir de cosas que en su momento habían estado vivas. No sólo el carbón y los fósiles, los bosques petrificados y la caliza biohermal —caliza oolítica y pisolítica, formada alrededor de conchas muertas—, sino la propia calcita, compuesta principalmente por microorganismos, o el chert y el sílex, grandes concentraciones estratificadas formadas a partir de esqueletos de radiolarios y diatomeas. Todas ellas eran piedras en otro tiempo vivientes, organismos marinos vivos enroscados alrededor de esqueletos hechos de ópalo.
    La mente de los amantes de las piedras ha colonizado las piedras, así como los líquenes se adhieren a ellas con variadas manchas doradas o verde-grisáceas. El mundo humano de las piedras está atrapado en metáforas orgánicas como las moscas en el ámbar. Las palabras que se emplean provienen de la carne, el cabello y las plantas. Reniforme, mamelonado, botrioidal, dendrita, hematita. Cornalina viene de cuerno. La serpentina y la lizardita son reptiles de piedra; la filita tiene el color verde de las hojas. La propia tierra está hecha en parte de huesos, conchas y diatomeas. Inés estaba volviendo a ella en una forma muy diferente de las cenizas ardientes y el polvo de huesos de su madre. Prefería las partes de su cuerpo que ahora eran rocas volcánicas, no calcita ósea. La chabasita, de la palabra griega que significa granizo; la obsidiana, que, como la analcima y el granate, tiene una forma icositetraédrica perfecta.

    * * *

    Ya se volviera totalmente inanimada o no, tenía que encontrar un lugar donde permanecer al aire libre antes de que se quedara inmóvil. Visitó plazas de la ciudad y se apostó experimentalmente junto a las fuentes o a la entrada de las grutas. Había leído sobre la agreste soledad de los cementerios del siglo XIX, y se le ocurrió que en un sitio así, entre ángeles llorosos y querubines afligidos, podría hallar un tranquilo lugar de reposo. Así que partió a pie, enfundada en capucha y botas, con su nuevo paso infatigable y balanceante, cada articulación de mármol rodando en su cavidad de mármol. Era un día gris de finales del invierno, y las ráfagas de viento arrastraban unas motas que eran mezcla de lluvia y nieve. Inés franqueó la puerta de hierro forjado de un alto muro.
    Lo que vio fue una ciudad chata de piedra, morada tras morada bajo ondulantes montículos de tierra, señaladas por piedras planas, piedras erguidas, piedras inclinadas, piedras caídas, manchadas con hollín, con excrementos, con verdín, desmoronadas, esculpidas, que se repetían hasta el infinito. Recorrió los silenciosos senderos, que pasaban ante tejos goteantes, abedules desprovistos de hojas y laureles moteados, buscando mujeres de piedra. Allí estaban, de pie —o a veces tendidas— sobre la fértil tierra. Había muchas, pero se parecían entre sí con una similitud que iba más allá de un aire de familia. Había damas angélicas llenas de dulce pesar, con un brazo apuntando a lo alto, el otro vuelto hacia el suelo para esparcir una lluvia inmóvil de flores de piedra. Había regordetes querubines, vestidos con una simple túnica bordada que dejaba al descubierto las regordetas rodillas, y también sostenían marchitas flores. Algún ajetreado marmolista las había creado por encargo, una tras otra, con los labios dulcemente curvados o las mejillas llenas, trucos habituales del oficio. No había otros seres vivos en aquel lugar, aunque sí había una enorme cantidad de vida orgánica repleta de energía: largas zarzas serpenteantes se introducían entre las piedras buscando la luz del sol, lápidas y ángeles por igual cubiertos por una espesa capa de hiedra, brillando bajo el viento y la lluvia mientras las hojas se agitaban suavemente. Inés observó las múltiples personas de piedra. Algunas habían perdido las manos y alzaban sus muñones en el aire gris. Éstas resultaban menos sobrecogedoras que las que estaban volviendo a su origen informe y tenían puños que parecían carcomidos por la lepra. Alguien había cercenado la cabeza de varios querubines —recientemente, pues los bordes del corte aún tenían un blanco uniforme—. Las pétreas representaciones de cosas leves y ondulantes —alas plumadas, flores y pétalos— llenaron de desasosiego a Inés, porque eran inertes y pesadas, se veían atraídas hacia la tierra y lo que había bajo ella.
    Una o dos veces vio cosas que le recordaban su propia condición. Un brillo dorado en los mosaicos taraceados que cubrían una tumba, cuya inscripción se había borrado por completo. Un sarcófago de tamaño humano apoyado en columnas, revestido en plomo, sembrado de bulbos primaverales y —pensó— casi con certeza antiguo y pagano, pues estaba rodeado de un grupo de ancianos sin ojos vestidos con túnicas etruscas, cada uno en un nicho flanqueado por columnas. Los rasgos de los rostros se habían desdibujado, pero el material que los constituía —¿alguna clase de mármol rosado?— había aflorado en facetas y escamas que destellaban en la penumbra como las superficies de su propio cuerpo.
    Podía colocarse cerca de ellas, pensó, pero la disuadió de su idea el aspecto de las vecinas, un grupo de virtudes teológicas, Fe, Esperanza y Caridad, unas mujeres sin vida de sonrisa afectada que aferraban una cruz de piedra, un ancla de piedra y un niño de piedra desvalido y gordezuelo. No tenían nada que ver con una mujer hecha de roca volcánica y piedras semipreciosas, que necesitaba un refugio para su fin. No, eso no era verdad. No tenían nada que ver con ella porque la atemorizaban. No quería estar de pie, inmóvil, entre ellas. Empezó a imaginar una semi-vida indefinida, con la misma apariencia que ellas pero mirando con unos ojos capaces de ver. Aceleró el paso.
    Junto al borde de un vasto campode lápidas, rodeada por un muro erizado de pinchos, había una zona de arbustos con estrechos senderos y unos pocos bancos de piedra y cajones de mantillo. Cuando se metió entre las matas, oyó un ruido, el golpe de un martillo contra la piedra. Se detuvo. Volvió a oír el ruido. Pensando que sorprendería a un vándalo, giró en un recodo y se encontró con un grupo de cobertizos rudimentarios y un montón de escombros.
    Uno de los cobertizos era un largo refugio abierto, con paredes de madera y techo de tejas. Dentro había una mesa de caballete y, detrás de ella, un hombre trabajaba con un martillo de picapedrero y un cincel. Era un hombre alto y musculoso, con una barba dorada rizada, la piel curtida y unas manos enormes. A su espalda se apiñaba un grupo de mujeres de piedra en diversos estados de deterioro, sin labios, sin dedos, manchadas de verdín, tiznadas con hollín. Había también una pila de urnas y los restos de una o dos rocas artificiales esculpidas que alguna vez habían servido de base de distintos objetos simbólicos. El hombre hizo un gesto como para ocultar lo que estaba haciendo, lo cual, dado el brillo lechoso del mármol, parecía ser una obra nueva, más que una restauración.
    Inés se acercó furtivamente. Casi había renunciado a hablar, porque su voz chirriaba y silbaba de un modo extraño en su petrificada laringe. Hacía sus compras mediante gestos, como si fuera una mujer oriental con túnica y velo, demasiado tímida, o lingüísticamente inepta, para pedir las cosas por su nombre. El marmolista levantó la vista hacia ella, la bajó luego hacia su trabajo e hizo con cuidado un par de mellas en la piedra. Inés sintió los secos golpes en su propio cuerpo. Él la miró. Ella susurró —aún podía susurrar de un modo normal— que le gustaría ver lo que estaba haciendo. Él se encogió de hombros y se hizo a un lado para que ella pudiera mirar. Lo que vio fue un niño de miembros flexibles tendido sobre un gran cojín tallado, con los brazos abiertos, las piernas extendidas en un ángulo extraño, los cabellos apelmazados sobre la tersa frente, los ojos cerrados por el sueño. No, no era por el sueño, vio Inés. El niño era un niño muerto, con los miembros laxos por la muerte. Como estaba muerto, su forma daba a entender dolorosamente que antes había estado con vida. El conjunto tenía un aspecto borroso, porque no se habían definido los ángulos y redondeces finales. Carecía de ombligo, el pequeño vientre era rugoso. Inés dijo lo que cruzó por su mente de piedra:
    —Nadie querrá esto en ningún monumento. Está muerto.
    El marmolista no contestó. Inés insistió:
    —En sus lápidas escriben que se durmió tal día, o que está dormido. Éste no está durmiendo.
    —Lo hago para mí —dijo él—. Me dedico a hacer reparaciones aquí, para ganarme la vida. Pero también hago mi propio trabajo.
    Tenía una voz potente y cálida.
    —¿Está buscando la tumba de alguien en particular? —preguntó—. ¿O es una visita…?
    Inés rió. Fue un sonido guijarroso.
    —No —repuso—, busco un lugar para mi último reposo. Tengo problemas.
    Él le ofreció una silla, que ella rechazó, y una taza de café de un termo, que ella aceptó pese a que no tenía sed, para lubricar la voz y tener una excusa para demorarse. Inés susurró que le gustaría ver más obras suyas, de las propias.
    —Me interesan los trabajos en piedra —dijo—. Quizá podría hacerme usted un monumento.
    A modo de respuesta, él sacó de debajo del banco varios objetos envueltos, una pesada esfera, una pirámide, una bolsa con pequeños objetos repiqueteantes. Con movimientos muy lentos y cuidadosos depositó frente a ella la cabeza de un ángel de piedra, un túmulo esculpido, una colección de manos y pies, grandes y chicos. Todas las piezas eran en su origen esculturas funerarias típicas del lugar. Él las había decorado y embellecido con formas de vida que eran ajenas y contradictorias, y no obstante parte de ellas. Dedos de las manos y los pies convertidos en prismas y serpientes, minúsculas caras asomadas entre los dedos, cuerpecillos de ratón o de tití aferrados a las uñas de los pies o enroscados alrededor de las muñecas como dragones célticos. En el túmulo —macizo como el resto, visto de lejos— pululaban criaturas marinas en cuyo vientre anidaban otras criaturas marinas, cuya cara asomaba desde la concha de una ostra o desde una caja torácica esculpida, y no eran caras humanas ni inhumanas. Y el rostro del ángel de piedra muerto estaba formado por una masa redonda de rostros superpuestos, en bajorrelieve y en frisos, caras que compartían ojos y perfiles, bocas que alimentaban a dos observadores divergentes con cuatro ojos y serpientes por cabellos.
    —No se me permite apropiarme de cosas que pertenecen a este lugar —dijo él—. Pero cojo las extraviadas, las que están sueltas y no tienen un lugar preciso, y busco la vida que hay en ellas.
    —Como Pigmalión.
    —Yo no diría tanto. ¿Le gustan?
    —«Gustar» no es la palabra apropiada. Están vivas.
    Él rió.
    —Las piedras están vivas allí de donde vengo.
    —¿Dónde es eso? —susurró ella.
    —Soy islandés. Trabajo aquí en invierno, y vuelvo a casa en verano, cuando las noches son luminosas. Muestro mi trabajo, mi propio trabajo, en Islandia en verano.
    Inés se preguntó sin demasiado interés dónde estaría ella cuando él estuviera en Islandia en verano.
    —Si le parece bien, le daré algo. Una pieza pequeña. Y, si le gusta vivir con ella, quizá le haga ese monumento.
    Le tendió una pequeña mano esculpida que contenía un basilisco y dos conchas de molusco. Cuando ella la cogió, la pieza tintineó, piedra contra piedra, contra la punta de sus torpes dedos. Él oyó el sonido, y la aferró por la nudosa muñeca a través de sus ropas.
    —Tengo que irme —dijo ella en un susurro.
    —No, espere, espere —dijo él.
    Pero ella se desasió y se marchó a toda prisaen medio de la creciente oscuridad, en dirección a la puerta de hierro.

    * * *

    Esa noche Inés comprendió que tal vez se había equivocado acerca de su destino inmediato. Dejó la mano de piedra sobre su escritorio y fue a la cocina a prepararse pan con queso. Temblaba por el esfuerzo y la emoción, por miedo a un encierro de piedra y por una confusa inquietud respecto al islandés. La cuchilla del pan resbaló cuando ella bregaba para cortar el tierno pan de molde, y le hizo un tajo en la mano de piedra, entre el pulgar y el índice. Sintió dolor, cosa que la sorprendió, y vio el chorro de sangre caliente que manaba de la herida, cuya profundidad era incapaz de apreciar. Observó el espeso líquido rojo que le corría por el dorso de la mano y goteaba en el pan, en la mesa. Era de un color dorado rojizo y formaba largos regueros vidriosos, y allí donde tocaba el pan, el pan echaba humo, y allí donde tocaba la mesa, el líquido siseaba, humeaba y abría un ardiente orificio en la madera para luego gotear, ya de un rojo más apagado, en el suelo de plástico, donde dejaba círculos chamuscados y ampollas de color ámbar. Sus venas estaban llenas de lava fundida. Apagó los minúsculos fuegos y echó a la basura el pan quemado. Pensó: «No voy a quedarme bajo la lluvia y cubrirme de musgo. Tal vez entre en erupción. No sé cómo ocurrirá». Con la cuchilla del pan en la mano, contempló las rugosas estrías que su sangre había cavado en el acero. Sintió pánico. Por fantástico que fuera, convertirse en piedra era una metáfora de la muerte. ¿Pero convertirse en lava fundida y contener un horno en su interior?

    * * *

    Al día siguiente volvió al cementerio. Su tintineante corazón se aceleró cuando oyó el golpe del martillo contra la piedra, cuando se internó entre los matorrales. Era un día invernal de un azul claro, y unos nubarrones de peltre se agolpaban en el cielo. Allí estaba el islandés, haciendo girar en su mano una resplandeciente esfera que observaba con los ojos entrecerrados. Hizo un gesto de saludo con la cabeza al verla.
    —Quiero mostrarle algo —dijo Inés.
    Él alzó la mirada. Ella prosiguió:
    —Si alguien puede soportar mirarlo, ése es usted.
    Él asintió.
    Ella empezó a liberarse de sus sujeciones, bajó cremalleras, desanudó la capucha atada bajo la barbilla, sacudió la cabellera cristalina y musical, extrajo los brazos monumentales de las holgadas mangas. Él observaba con atención. Ella se despojó de la camisa y el pantalón de chándal, las zapatillas y la camiseta, las bragas de seda de su madre. Quedó frente a él en todo su mosaico levemente resplandeciente, una forma humana que se desvanecía bajo afloramientos de sílice, con el contorno sugerido por venas de fluorita azul que desaparecían bajo capas de piedra pómez y ágata. Desde el fondo de sus cavernosas órbitas miró con ojos de sal al hombre, cuyos ojos azules observaban su pasmosa transformación.
    —¿Alguna vez había visto algo así? —dijo ella con voz ronca.
    —Nunca —dijo él—. Nunca.
    Inés sintió un líquido caliente que le subía a los ojos y repiqueteaba en gotas nacaradas sobre sus mejillas de hematita roja.
    Él la miraba fijamente. «Es un hombre», pensó ella, «y me ve tal como soy, un monstruo».
    —Hermoso —dijo él—. Natural, no fabricado.
    —Me dijo que en su país las piedras estaban vivas. Pensé que usted podría entender lo que me ha sucedido. No necesito un monumento. Me he convertido en uno.
    —He oído hablar de cosas así. Islandia es un país donde somos muy pragmáticos acerca de las cosas extrañas. Sabemos que hay un mundo de seres invisibles que existe dentro del nuestro y alrededor de él. Hacemos puertas en las rocas para que los duendes puedan entrar y salir. Pero, así como hay seres vivos sin materia sólida, sabemos que las rocas y las piedras tienen su propia energía. Islandia es una región joven, una región en transformación. En nuestro país el manto de la tierra se forma a gran velocidad por la ebullición de los géiseres, la erupción de lava y el avance de los glaciares. Vivimos como los líquenes, aferrados a piedras erguidas, piedras movedizas, piedras oscilantes, piedras traqueteantes y piedras voladoras. Nuestras leyendas están llenas de mujeres de piedra que se mueven a zancadas. Por lo general no hemos renunciado a la esperanza de verlas. Pero yo no esperaba encontrar una aquí, en este lugar muerto.
    Ella le dijo que había supuesto que estar petrificada era no tener movilidad. Buscaba un lugar de reposo final, le dijo. Le habló del chorro de lava de su mano y le mostró la oscura cicatriz, ribeteada de una escarcha de nuevos cristales.
    —Ahora creo que es a Islandia adonde debería ir, para encontrar algún lugar donde… quedarme, o permanecer.
    —Espera a la primavera —dijo él—, y yo te llevaré. En invierno tenemos noches sin fin, y tormentas de nieve, y las carreteras son intransitables. En verano tenemos, por corto tiempo, días sin fin. Paso los inviernos aquí y los veranos en mi país, haciendo escaladas y excursionismo.
    —Tal vez todo haya acabado… Tal vez haya llegado mi final antes de la primavera.
    —No lo creo. Pero estaremos atentos. Vuélvete y déjame ver tu espalda. Es increíblemente hermosa, y sus elementos no son constantes.
    —Tengo la impresión de que… la corteza se espesa sin cesar.
    —Cada centímetro es una fuente de inspiración para un escultor —dijo él.

    * * *

    Él dijo que se llamaba Thorsteinn Hallmundursson. No podía apartar los ojos de ella, aunque sus modales eran siempre corteses y delicados. A lo largo del invierno y del comienzo de la primavera forjaron una amistad.
    Inés permitió que Thorsteinn estudiara sus crestas y hendiduras. Él la tocaba suavemente con sus dedos carnosos, y ella sentía que la electricidad corría por sus venas. Él le enseñó muestras de nuevas piedras cuando éstas afloraban en su cuerpo. Las dos que más legustaban a Inés eran la labradorita y el cuarzo lechoso. La labradorita es de color azul fosco, negro suave, llena de luces relucientes azul grisáceo, oro y plata, como la aurora boreal engastada en un material duro. En el cuarzo lechoso, un cristal oscuro encierra otros cristales oscuros que crecen en diferentes ángulos en sus transparentes profundidades. Thorsteinn picaba y pulía para sacar a la luz los reflejos y los ángulos, y al fin, cuando Inés ya confiaba plenamente en él, ella disfrutaba permitiéndole decorar sus nudosos dedos, alisar la superficie de sus espinillas, revelar el brillo oculto bajo la pulida piel de sus pechos. Ella le tomó gusto al sashi, al yodo de las algas y al sabor salado del pescado crudo, así que llevaba al refugio paquetitos de estas cosas, y Thorsteinn le daba a beber unos sorbos de whisky Laphroaig, con aroma a turba, de una petaca que guardaba en su holgado abrigo de piel de carnero. Inés no llegó a entusiasmarse con el cementerio, pero la familiaridad hizo que lo mirara con otros ojos.
    Era un cementerio urbano, sobre el que habían caído dos siglos de hollín. Aunque las ciudades son ahora el refugio de criaturas salvajes envenenadas o privadas de alimento en el campo, las formas de vida que habitaban entre las lápidas, aunque rollizas, carecían de variedad. Todos los días las rollizas palomas se reunían sobre el techo del refugio de Thorsteinn, y captaban la pálida luz del sol en sus bruñidas plumas, gris topo, gris tórtola, gris foca. Todos los días las rollizas ardillas, muy ajetreadas, saltaban torpemente de arbusto en arbusto, con la cola y la cabeza grises teñidas de jengibre, aferrándose con sus pequeñas y fuertes garras. Había urracas y cuervos que se pavoneaban. Había un musgo espeso y brillante que avanzaba a gran velocidad (para ser musgo) sobre las lápidas y sus nombres grabados. Thorsteinn dijo que no le gustaba quitarlo, era hermoso. Inés comentó que había notado que allí había pocos líquenes, y Thorsteinn dijo que los líquenes sólo crecían en el aire puro; la contaminación los destruía rápidamente. En Islandia le mostraría musgo y líquenes como ella nunca se había imaginado. A lo largo del invierno en la ciudad, mientras caía una lluvia fría y la corteza del cementerio se helaba y crujía y se hundía en charcos de lodo, él le relató historias de un paisaje sin árboles habitado por seres inhumanos, duendes ingrávidos y risueños, gnomos gigantes de manos y pies torpes. La propia corteza de Inés se volvió más gruesa y escabrosa. Tuvo que aprender a hablar otra vez, con una combinación de silbidos, chasquidos y gestos individuales que quizá nadie más que el islandés habría sido capaz de entender.

    * * *

    El invierno dio paso a la primavera, las hojas muertas se oscurecieron con la lluvia, la hierba despuntó entre ellas, luego los azafranes y las campanillas, seguidos por una eclosión de campánulas azules y un tapiz incontrolable de celidonias, flores de un dorado claro con hojas de un verde apagado que lo cubrían todo: lápidas y senderos de grava, lascas de mármol verde botella sobre las tumbas recién cavadas, el montón de escombros de Thorsteinn. Duraron breve tiempo, y entonces el dorado pasó a ser plata, y el plata se volvió blanco, transparente, un fugaz encaje fantasmal de finas venas, y luego un mohoso mantillo poblado de zarcillos invasores y de los cremosos nudos de los rizomas.
    La muerte de las celidonias pareció ser la señal de partida. Habían discutido largamente cómo hacerlo. Inés había supuesto que volarían hasta Reikiavik, pero cuando reflexionó sobre tal viaje vio que era imposible. No sólo no podría doblar su nuevo cuerpo en el reducido espacio de un asiento envolvente de lona, que probablemente no soportaría su peso, sino que nunca lograría pasar por los controles de seguridad del aeropuerto. ¿Cómo reaccionaría una máquina ante los minerales y pepitas esparcidos en su interior? Si le pedían que se retirara la capucha, el personal del aeropuerto huiría gritando. O le dispararían. No sabía si ahora una bala podía matarla.
    Thorsteinn dijo que podían viajar por mar. Desde Escocia a Bergen, en Noruega, y desde Bergen a Seydhisfjördhur, al este de Islandia. Serían siete días en el océano.

    * * *

    Reservaron un pasaje en un pequeño buque mercante que tenía cuatro camarotes para pasajeros, y una tripulación taciturna. Hicieron escala en las islas Feroe y luego salieron al Atlántico, entre altas paredes rocosas, sin orilla, sin olas rompiendo contra la base. En el oleaje del Atlántico, el barco se abría camino entre los altos muros verdes y blancos del agua en movimiento, en medio de una tenue rociada salina. El cielo cambiaba continuamente, ópalo y gris acero, verde hierba y carmesí, azul pizarra y negro aterciopelado, salpicado de brillantes estrellas. Thorsteinn e Inés permanecían en cubierta todo el tiempo que podían, y miraban hacia delante. Inés no miraba hacia atrás. Saboreaba la sal con la lengua de venas negras, y pensaba en la mujer bíblica que se había convertido en una estatua de sal por mirar hacia atrás. Ella no era una estatua. Ella se balanceaba y se agitaba como el mar. Cuando meditaba en su vida pasada, ésta aparecía confusa en su nueva mente, como telarañas. Su madre era ahora para ella polvo flotando en el aire, motas de polvo de hueso que se posaban en las flores de espuma del arroyo en que las había esparcido. Apenas conseguía recordar sus apacibles comidas juntas, la agudeza mordaz de las observaciones de su madre, el resplandor de las llamas en los carbones de cerámica de la estufa de gas de la chimenea.
    Abría sus gruesos ropajes a las ráfagas de viento y lluvia. Se había adaptado fácilmente al balanceo y no sufría ningún mareo. Thorsteinn recorría la cubierta a su lado como un león o un caballo de guerra, sonriendo a través de la barba.
    Inés estaba interesada en la carne humanadel islandés. Descubrió en ella un deseo incipiente de darle un mordisco, en la mejilla o en el cuello, movida por una mezcla de afecto y de curiosidad por ver a qué se parecería la sensación. Resistió el impulso con bastante facilidad, aunque se lamía los dientes: incisivos de sílex afilados como una cuchilla, siniestras muelas de granito. Tenía pensamientos humanos y pensamientos de piedra. Estos últimos eran lentos, con colores y texturas irregulares, extremos, a la vez calientes y fríos. No tenían traducción al inglés ni a ninguna otra lengua que conociera: eran cosas que se acumulaban, sólidamente, entrechocaban, se amontonaban y se deslizaban.
    Thorsteinn, como todos los islandeses, se fue animando cada vez más a medida que se aproximaban a su isla. Contó historias de los primeros pobladores, incluido San Brandan, que había navegado hasta allí en el siglo V, surcando las aguas del océano en una barquilla de cuero, y había sido rechazado por un gigantesco ser peludo armado con unas tenazas y una masa ardiente de escoria incandescente, que arrojaba a los monjes en retirada. San Brandan creyó que había llegado a Ultima Thule; el volcán, el monte Hekla, era la entrada al infierno y el fin del mundo. Los vikingos habían llegado en el siglo IX. Thorsteinn, de pie en cubierta junto a Inés por la noche, se quedó pasmado al descubrir que el dorso de sus manos estaba hecho de cordierita, cristales de un azul grisáceo mezclado con un color arenoso, un mineral basto y mediocre pero que, sostenido en cierto ángulo, revelaba facetas que parecían relucientes escamas de dragón. Los vikingos, le explicó, habían hecho uso de este particular modo de polarizar la luz para navegar en la oscuridad, guiándose por la Estrella Polar y la Luna. Hizo que Inés girara sus pesadas manos, que centellearon y parpadearon en la noche, mientras las gotas de agua brillaban sobre las maromas y en las volutas de la estela del buque.
    La primera visión que Inés tuvo de Islandia fueron los peligrosos picos dentados de los fiordos orientales. Thorsteinn y ella se apretujaron en un coche alto y sólido que más parecía un camión, y emprendieron viaje hacia el sur, siguiendo la escarpada costa, a lo largo de antiguos valles volcánicos esculpidos muy lentamente por los glaciares de la Edad de Hielo. Estaban —literalmente— bajo la influencia del gran glaciar, Vatnajókull, el mayor de Europa, dijo Thorsteinn, sentado tranquilamente al volante. Espesos ríos marrones se precipitaban por las grietas hasta desembocar en los valles, arrastrando material aluvial. Vislumbraban el brillo de las aguas desde los pasos de montaña, y luego, cuando llegaron a las llanas tierras del sur, vieron las primeras lenguas glaciares penetrando en las llanuras, blancas y relucientes sobre los pantanos verdes y bajo el cielo azul. Thorsteinn alternaba entre un silencio persistente y una especie de recitación que semejaba un ensalmo, la cual versaba sobre historia, geografía, el tiempo anterior a la historia, los mitos. Su país le pareció viejo a Inés, cuando lo vio por primera vez, un caos primigenio de hielo, légamo, arena negra y lodo dorado. Las historias del islandés se remontaban fácilmente al primero y segundo siglo o a la Edad Media, como si fueran del día anterior, y sus propios antepasados figuraban en relatos de enemistades y destierros, como si fueran tíos y parientes que se hubieran sentado a comer con él un año atrás. Y, no obstante, lo sorprendente, lo decisivo acerca de ese paisaje era que geológicamente era nuevo. Poseía la turbulencia de una corteza terrestre inestable, joven y llena de energía. Toda la costa sur de Islandia está aún en proceso de transformación —en una década, en el abrir y cerrar de ojos de un año— por efecto de erupciones volcánicas que vierten magma incandescente desde la cumbre de las montañas, o lanzan lava hirviendo a través de la espesa capa de hielo. Éste es un campo reciente de lava, dijo Thorsteinn cuando llegaron al Skaftáhraun, causado por la erupción del Lakagígar en 1783, que duró un año y mató a más de la mitad de la población y más de la mitad del ganado. Inés miró impasible los montículos de fina arena negra, y sintió que el líquido incandescente bullía ligeramente, en su vientre, en sus pulmones.
    Siguieron su camino por la extensa llanura negra de Myrdalssandur. Esto, dijo Thorsteinn, es obra del volcán Katla, que hizo erupción bajo un glaciar, el Myrdalsjökull. Hay una gnoma relacionada con este volcán, le explicó. Se llamaba Katla, que es el femenino de
ketill
, caldera, y se decía que había escondido una caldera de oro fundido que los humanos sólo podían ver un único día del año. Pero todos aquellos que partieron en su busca se vieron perturbados por falsas visiones y extraños espectáculos —caseríos incendiados, ganado exterminado—, y el pánico les hizo abandonar la búsqueda. Katla tenía unos calzones mágicos que la convertían en una corredora veloz que brincaba ágilmente de peñasco en peñasco, y descendía por los pedregales de la ladera como si fuese humo. Según se decía, los calzones estaban hechos con piel humana. Un joven pastor se apoderó de ellos una vez, para que lo ayudaran a recuperar sus ovejas, y Katla lo atrapó, lo mató, lo descuartizó y escondió sus restos en un tonel de suero de leche. Lo encontraron, por supuesto, al ir a beber el suero, y Katla huyó, corriendo tan rápido como las nubes llevadas por el viento, alcanzó el Myrdalsjokull, y nunca se la volvió a ver.
    ¿Era una mujer de piedra?, preguntó Inés. Sus pensamientos de piedra rumiaban ruidosamente la idea de los miembros pesados vueltos ligeros por una piel prestada. Su propia piel humana se estaba desconchando, como la piel que serpientes y lagartos frotan contra piedras y ramas, con lo que dejan al descubierto el brillante lustre oculto debajo. Ella se la arrancaba con dedos de cristal,rascando la materia muerta acumulada en las grietas de los codos, las rodillas y su inexistente ombligo.
    Thorsteinn dijo que no se hacía mención de que fuera de piedra. Había gnomos en Islandia que se convertían en piedra, como los gnomos noruegos, si les daba el sol. Pero de ningún modo eran todos así. Había gnomos, explicó, que dormían durante centurias entre las piedras del desierto, o en el lecho de los ríos, y volvían a la vida con un terremoto o una erupción. Había gnomos humanos, que sólo se distinguían de granjeros y pescadores por su enorme tamaño.
    —Personalmente —dijo Thorsteinn— no creo que seas una gnoma. Creo que eres una metamorfosis.

    * * *

    Llegaron a Reikiavik, el puerto humeante. Inés se sentía intranquila en la ciudad, aun cuando ésta fuera pequeña. Encapuchada y totalmente cubierta, caminaba detrás de Thorsteinn, que le mostraba el puerto. Algo estaba por ocurrir, y no iba a ser allí, no entre humanos. Nuevos pensamientos resonaban entre sus oídos de mármol. Thorsteinn entró en numerosas tiendas de materiales para barcos y para artistas, mientras su desmañada protegida permanecía entre las sombras y emitía una especie de siseo. Inés preguntó adonde irían y, como si ella hubiera tenido que leerle el pensamiento, él dijo que irían a su casa de verano, donde él trabajaría.
    —¿Y yo? —dijo ella, con un retumbo.
    Thorsteinn la miró de hito en hito, sin sonreír, evaluándola.
    —No lo sé —dijo al fin—. Ni tú ni yo podemos saberlo. Voy a llevarte a donde se sabe que hay criaturas… no humanas. Puede ser algo bueno o malo. Soy escultor, no vidente, ¿cómo podría saberlo? Lo que espero es que me permitas dejar constancia de ti. Hacer obras que muestren lo que eres. Pues tal vez nunca vuelva a ver algo igual.
    Ella sonrió, dejando al descubierto todos los dientes en las sombras de la capucha.
    —De acuerdo —dijo.

    * * *

    Dejaron Reikiavik y se dirigieron al oeste por la carretera de circunvalación. Vieron maravillas: vapor que brotaba de las laderas de las montañas, agua azul caliente burbujeando en vasijas de piedra en la tierra, la liviana piedra pómez color hollín, la mole negra del Hekla, encapuchado y violento. Thorsteinn comentó como al descuido que había entrado en erupción en 1991 y que aún seguía inusitadamente activo, bajo la tierra y bajo el hielo. Se dirigían al valle de Thorsmork, el bosque de Thor, que se extiende, inaccesible, entre tres glaciares, dos ríos profundos y una cadena de oscuras montañas. Cruzaron torrentes y siguieron trabajosamente el camino de tierra. No había otros seres humanos, pero los campos estaban cubiertos de flores silvestres, y los pájaros cantaban en los abedules y los sauces. Ahora es verano, dijo Thorsteinn. En invierno no se puede llegar hasta aquí. Los ríos son infranqueables. Es imposible mantenerse en pie contra el viento.
    La casa de verano de Thorsteinn no era muy diferente de su refugio en el cementerio, aunque probablemente la influencia había actuado en sentido contrario. Se alzaba en la ladera de una colina y tenía paredes y techo de turba, así como un cobertizo exterior, también con techo de turba, donde se encontraba su larga mesa de trabajo. La casa estaba precariamente amueblada: había dos macizas camas de madera, un fregadero de piedra con agua de manantial, que llegaba desde la ladera de la montaña por una cañería, una mesa, sillas, un armario de madera. Y una chimenea, con una estufa. Cuando el día era despejado, se divisaba un vasto valle y un turbulento río glaciar y, más allá, los oscuros picos de las montañas y el distante resplandor del glaciar. La herbosa superficie que se extendía frente a la casa era una mezcla de un caos de pedruscos con un círculo de piedras construido a medias. Inés se percató de que todas las piedras, desde las enormes rocas del tamaño de una vaca a las agrupaciones de guijarros y los pedruscos pulidos, eran obras en curso, u obras potenciales, o bien obras momentáneamente terminadas. Estaban a la vez talladas y decoradas. Una cara descubierta se asomaba por debajo de la cobertura de un saliente, con un ojo, colmillos y mirada lasciva. Un pedrusco mostraba un par de pechos jóvenes perfectamente pulidos, que brillaban en el interior de sendos círculos de líquenes dorados. Grietas hechas por el hielo, canales excavados por el agua, laberintos con las raíces crecidas y retorcidas estaban coloreados con rosa y oro brillantes, y resplandecían cuando la luz incidía en ellos. Nidos de huevos hechos con piedra pómez color hollín, o suave thulita, estaban habitados por gusanos de cristal y víboras serpentinas.
    El escultor contaba con la tierra y el clima como asistentes o controladores de su trabajo. Una encorvada mujer de piedra tenía un fantástico jardín de brillante musgo que caía desde su regazo y le cubría los muslos. Un monolito vertical se hallaba maravillosamente decorado con los frutos lirelinos de los «líquenes escribientes». Al examinarlo más de cerca, Inés vio que había joyas puestas en las grietas, y afilados alfileres que semejaban fíbulas medievales clavados en orificios de la piedra. Una piedra enana tenía minúsculas manos doradas cinceladas allí donde cabría esperar que estuvieran las orejas.
    Thorsteinn dijo que le gustaba —en verano— añadir a las perdurables piedras un trabajo que imitara y reflejara la fantástica sucesión de condiciones climáticas de la región. Suspendía ingeniosas estructuras de cuerdas de plástico, hojas de plástico con burbujas, láminas de poliuretano, para representar el hielo, los aguaceros, el burbujeo de los géiseres y los baños de lodo. Hacía arcos iris con tiras de vidrio, que curvaba sobre sus criaturas para captar la brillante luz azul en la acerada luz de la tormenta, y el brillo húmedo del manto de nubes en sus reflejos.
    Había muchos arcos iris reales. En un mismo día podían sucederse diversas condicionesclimáticas: sol radiante, amenaza de tormenta, nieve, grandes remolinos y ráfagas de viento tan violento que un hombre era incapaz de mantenerse en pie, si bien la mujer de piedra disfrutaba resistiendo el embate del turbulento aire como un surfista que cabalga las olas, cuando el propio Thorsteinn se veía forzado a buscar refugio. Había flores al comienzo del corto verano: saxífragas y uñas de gato, hierba sanjuanera y una profusión de doradas angélicas. Salían a pasear por las suaves alfombras grises de Cetraria islándica, conocido como el liquen de Islandia. Alimento para los renos, alimento humano, posible cura para el cáncer, dijo Thorsteinn.
    En el curso de una cena junto al fuego consistente en cordero ahumado y huevos revueltos, le preguntó a Inés, bastante ceremoniosamente, si accedería a posar para él. La noche nórdica era clara; el rostro del islandés resplandecía bajo el sol de medianoche, su barba rebosaba de reflejos dorados, plateados, de un rojizo brillante. Ella no se había mirado desde que habían partido de Inglaterra. No había llevado un espejo, y las paredes de la casa de Thorsteinn carecían de superficies reflectantes, aunque en el taller había sacos de mosaicos de vidrio. Le dijo que no sabía si aún difería de las piedras que él coleccionaba y decoraba con tanto tacto, de un modo tan espectacular. Tal vez no debería retratarla, sino decorarla, esculpirla, cuando… Cuando lo que estaba ocurriendo, fuese lo que fuese, llegara a su fin, pensó sin decirlo, porque no era capaz de concebir ese fin. Desgarró el sabroso cordero con sus afilados dientes. Tenía una necesidad irresistible de carne, pero no lo reconocía. Trituró las fibras con la moledora de sus mandíbulas. Dijo que se sentiría feliz de hacer lo que estuviera en sus manos.
    Thorsteinn dijo que ella era realmente lo que él sólo había conocido en su imaginación. Toda mi vida he hecho cosas referidas a la metamorfosis. Metamorfosis lentas, según los cánones humanos. Extremadamente rápidas según los cánones de la tierra que habitamos. Tú eres una metamorfosis andante, algo que un hombre no ve más que en sueños. Alzó su vaso de vino en dirección a ella. Yo también he cambiado por completo por obra de tus cambios, añadió. Quiero dejar constancia de esto. Ella dijo que se sentiría muy honrada, y era sincera.

    * * *

    También el tiempo era paradójico en Islandia. El verano era un fugaz oasis de luz y claridad en medio de un velo de densos vapores y glaciales agujas de hielo flotando en el aire. Pero, dentro del oasis del verano, la luz del sol era perpetua, no había ocasos, sólo los cambios sin fin del color del cielo, moteado como una trucha, aborregado, turquesa, zafiro, verde amarillento, rojo brillante translúcido y, cuando el otoño desplegaba sus tumultuosos dedos, teñido por los danzantes velos de la aurora boreal. Thorsteinn trabajó todo el verano a su propio ritmo, que era pertinaz y simple —larguísimas horas— y rápido, como una cascada o una corriente de aire. Inés se sentaba en un banco de piedra, y de vez en cuando hacía pequeñas tareas domésticas con torpes dedos pétreos: liberaba unos pocos guisantes de sus vainas, lavaba unas patatas, batía un cuenco de huevos. Intentó leer, pero sus nuevos ojos no conseguían encontrar más sentido a las letras negras que bailaban ante ella que a las arañas y hormigas que corrían alrededor de sus pies o trepaban por sus insensibles tobillos. Prefería quedarse de pie, la verdad. Inclinarse le resultaba cada vez más difícil. Así que permanecía de pie y contemplaba la ladera de la colina y la distante lengua del glaciar. Algunos días charlaban mientras él trabajaba. En ocasiones no decían nada durante dos días seguidos.
    Thorsteinn hizo numerosos dibujos de su rostro, de sus dedos, de toda su escabrosa forma. Realizó pequeñas figuras de arcilla, y otras de mayor tamaño, hechas a toda prisa con piedras, fragmentos de vidrio y hebras de cosas que representaban el tiempo, y que el tiempo alteraba enseguida. Hizo guirnaldas de flores silvestres, que se secaban en el aire y que el viento arrancaba. Se acercaba a ella y escrutaba desapasionadamente los bloques de cristal de sus ojos, que reflejaban la luz roja del sol de medianoche. Ella empezó a hacer incursiones a solas por los alrededores, cada vez más frecuentes. Cuando volvía de una de ellas vio desde una gran distancia una piedra vertical trabajada por él, y vio que, debajo de su fantástica corteza, debajo de su andrajoso manto, se distinguía el contorno de una hermosa mujer, una mujer con un rostro cincelado y atento, que miraba hacia lo alto y a lo lejos. Toda semejanza humana se desvaneció al aproximarse. Pensó que de verdad la había visto, y se sintió feliz por ello. Vio que ella existía, allí dentro.
    Pero cada vez le resultaba más difícil verlo a él. Empezó a parecer borroso y desenfocado, no sólo cuando sus humanos ojos azules escudriñaban los cristalinos de ella, y su barba se desplegaba en una nube dorada alrededor del disco de su cara. Él se estaba volviendo insustancial. Daba la impresión de que su cuerpo sólido no era más que una forma constituida por vapor de agua. Inés tenía que hacer pantalla junto al oído con su palma de basalto para oír su estentórea voz, que sonaba como un murmullo de saltamontes. Por la noche lo oía roncar en la cama de madera, y el sonido era indistinguible del borboteo del agua, o de las imprevisibles y molestas ráfagas de viento.
    Y al mismo tiempo veía —o casi veía— cosas que parecían apiñarse y gesticular justo más allá del límite de su campo visual, detrás de su cabeza, fuera del perímetro de su mirada. Desde la cubierta del barco había visto fugaces criaturas marinas. Brillantes delfines habían cruzado velozmente entre las largas agujas de aire atrapadas en los remolinos de la estela del buque. Voluminosas ballenas habían arqueado por un momentopartes de su enorme cuerpo a través de las ondas de la superficie: la musculosa extensión de una cola hendida, el chorro despedido por un orificio que se contraía en una piel inimaginable. Fuimares boreales habían aparecido de súbito en el cielo mate y se habían lanzado en picado, rectos como espadas, para hender la superficie del agua, que se cerraba sobre ellos. Del mismo modo percibía Inés ahora un burbujeo terrestre y monstruos terrestres que se encogían hasta tomar forma en el aire y en las fosas cortadas a pico. Veloces manadas de criaturas de pies ligeros circulaban alrededor de la casa con el viento, y ella entrevió, percibió con algún nuevo sentido, que agitaban alargados brazos en una suerte de mímica o éxtasis elásticos. Piedras que ella observaba, mientras Thorsteinn trabajaba en sus imágenes, empezaban a ondular y a desplazarse, como lagópodos escoceses camuflados, moteados y manchados, en nidos de huevos camuflados, moteados y manchados, en un desierto de piedras moteadas y manchadas. Los líquenes parecían crecer a una velocidad apreciable a simple vista y formar anillos y espirales, con cabeza triangular de víbora. Los más nítidos de todos —casi visibles— eran los enormes danzantes, formas encorvadas que salían de la tierra y las rocas, se movían a gran velocidad pisando con fuerza, y hacían señas agitando sus poderosos brazos y chasqueando los dedos. Después de mucho mirar le pareció ver también que estas cosas, tanto las veloces como las portentosas, las ágiles como las imperturbables, caminaban y corrían como parásitos por la espalda de una bestia en movimiento, tan gigantesca que la cadena de montañas no era más que una arruga en su vasto pellejo, mientras el ser rebullía en sueños o se agitaba al despertar.
    En uno de sus parcos intercambios, le dijo a Thorsteinn:
    —Hay cosas vivas aquí que casi puedo ver, pero que no veo.
    —Quizá cuando puedas verlas —dijo él sosegadamente, garabateando con el carboncillo—, quizá entonces…
    —Estoy muy cansada la mayor parte del tiempo. Y, cuando no lo estoy, me siento llena de una energía… totalmente anormal.
    —¿Y eso es bueno?
    —Es alarmante.
    —Ya veremos.

    * * *

    —Los humanos en Islandia ¿se convierten en gnomos? —inquirió ella otra vez, consciente de que había algo que la estaba observando y que oía el chirrido de su voz, aunque sin comprender, creía ella.
    —«Gnomos» es una palabra humana para designarlos —dijo Thorsteinn—. En islandés tenemos una palabra, tryllast, que significa volverse loco, desquiciarse. Como los gnomos, los troll. Siempre desde una perspectiva humana. La cual es una perspectiva un poco precaria en estas tierras.
    Hubo un largo silencio. Inés lo miraba a la cara mientras él trabajaba, y no conseguía enfocar los ojos que la estudiaban con tanto detenimiento: eran manchas borrosas de carbón, llenas de motas de polvo. En cambio, la ladera de la montaña estaba llena de ojos ribeteados por pestañas musgosas, que se abrían perezosamente y miraban a través de ella desde huecos abiertos en las piedras, que brillaban fugazmente en la luz para luego desvanecerse.
    Thorsteinn dijo:
    —Una de nuestras historias habla de un grupo de hombres pobres que salió a recoger líquenes para el invierno. Uno de ellos trepó más alto que los otros, y un peñasco que se alzaba ante él alargó de repente unos largos brazos de piedra, lo rodeó con ellos, lo levantó en vilo y se lo llevó ladera arriba. La historia dice que la piedra era una vieja gnoma. Sus compañeros se espantaron y corrieron de regreso a sus hogares. Al año siguiente volvieron allí y él fue a su encuentro, por la alfombra de musgo, y era gris como los líquenes. Le preguntaron si era feliz, y él no respondió. Le preguntaron en qué creía, si era cristiano, y él contestó vacilante que creía en Dios y en Jesús. Rehusó regresar con ellos, y da la impresión de que ellos no se esforzaron mucho en persuadirlo. Al otro año estaba más gris aún y se quedó inmóvil mirándolos. Cuando le preguntaron sobre sus creencias, movió la boca, pero no pronunció ninguna palabra. Y un año después volvió a aparecer, y le preguntaron nuevamente en qué creía, y él contestó, riéndose ferozmente: «Trunt, trunt, og tröllin í fjöllunum».
    La erudita inglesa que subsistía en Inés preguntó:
    —¿Qué significa?
    —Trunt, trunt son tonterías, significa disparates y sandeces, blablablá, ese tipo de cosas. No conozco una expresión exacta para traducirlo. Trunt, trunt, y los gnomos en las colinas.
    —Tiene un buen ritmo.
    —Así es.
    —Tengo miedo, Thorsteinn.
    Él rodeó con su robusto brazo los nudos y aristas de sílice que ocupaban el lugar en que habían estado los hombros de Inés. A ella le pareció más ligero que una telaraña.
    —Me llaman —dijo ella en un susurro—. ¿Tú los oyes?
    —No. Pero sé que llaman.
    —Bailan. Al principio me parecía horrible, cómo se movían y golpeaban con los pies. Pero ahora… ahora sólo tengo miedo de no poder sumarme a su círculo. Nunca he bailado. Y en su baile hay una energía tan violenta… —intentó ser más precisa—. Todavía no los veo realmente. Pero veo su baile y la forma furiosa que adopta.
    —Los verás, cuando llegue el momento —dijo Thorsteinn—. Creo firmemente que lo harás.
    A medida que se acercaba el otoño, creció la inquietud de Inés. Había plantado pequeños jardines en las grietas de su cuerpo, hierbas trepadoras, hepáticas. Un sinfín de criaturas la recorría: insectos primero, una mariposa del color de la piedra, imposible de distinguir de sus moteados pechos, hormigas exploradoras en busca de alimento, un ciempiés. Incluso había delgados gusanos rojos, del color de la carne cruda, que cavaban túneles sin traba alguna. Empezó a caminar más, transportando a las criaturas con ella. En septiembre tuvieron varios días de lluvia torrencial, la escarcha se espesóen el techo de turba, los ríos glaciares crecieron y bulleron y en su curso arrastraban bloques y carámbanos de hielo, que también se formaban allí donde la rociada de agua cubría la vegetación. Thorsteinn dijo que al cabo de muy poco tiempo ya no sería seguro permanecer allí, pues podían quedar aislados. Vio que ella fruncía las cejas sobre los relucientes ojos, que brillaban en las profundas cuencas.
    —No puedo volver contigo.
    —Sí que puedes. Puedes perfectamente venir conmigo si quieres.
    —Sabes que tengo que quedarme. Siempre lo has sabido. Simplemente estoy juntando coraje.

    * * *

    Cuando llegó el día, éste trajo uno de esos rugientes vientos de Islandia que cruzan la tierra, arrastrando a su paso todos los objetos y criaturas mal asegurados, incluso hombres si no tienen un poste al que aferrarse, ningún refugio cavado en las rocas. Los pájaros no pueden volar con ese tiempo, el viento los revoca y los quiebra. La nieve, el hielo y las vertiginosas nubes se desplazan en el seno del viento, sobre él, mezclados con la tierra y el agua en movimiento, y con extrañas volutas de vapor de los géiseres. Thorsteinn fue hasta la casa y se aferró a la jamba de la puerta. Inés comenzó a seguirlo, pero entonces se volvió y miró hacia la ladera de la montaña, resistiendo fácilmente los furiosos embates de la tormenta. Levantó un brazo monumental y señaló hacia las colinas y luego a sus ojos. Era imposible oír nada en ese estruendo aullante, pero él comprendió que ella indicaba que ahora los veía claramente. Asintió con la cabeza —no podía soltarse de la jamba— y alzó la mirada hacia la montaña. Vio sin duda alguna lo que ella veía ya claramente: figuras que giraban y se inclinaban en una rápida danza, sobre enormes y ágiles piernas de piedra, mientras hacían amplios gestos de llamada y abrían los grandes brazos a modo de invitación. De pie en su jardín de piedra, la mujer respiró hondo —él vio que sus flancos temblaban— y ensayó unos torpes pasos de baile balanceando un brazo, luego los dos. Thorsteinn oyó su risa en el viento. Ella dio unos saltitos, como si tomara impulso, y se lanzó a una carrera danzante en medio de la ventisca. Él oyó su voz de piedra, que gritaba y cantaba: «Trunt, trunt, og tröllin í fjöllunum», Thorsteinn entró en la casa, cerró la puerta para protegerse del viento, y se puso a hacer las maletas.

A. S. Byatt
El libro negro de los cuentos



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