sábado, 11 de noviembre de 2023

Henry Marsh / El explorador de cerebros

 


Henry Marsh
Photograph: Sebastian Nevols


Henry Marsh, el explorador de cerebros

El cirujano inglés se ha ganado el reconocimiento de sus colegas y el aprecio de gran parte de la opinión pública británica por confesar sin tapujos sus flaquezas en el quirófano





MARÍA HERVÁS
Londres, 9 de febrero de 2016

Es uno de los neurocirujanos más conocidos del mundo. Por sus manos han pasado 15.000 pacientes. Ha creado escuela, formando a un centenar de especialistas internacionales. Su libro de memorias se ha convertido en un superventas. Controvertido y mediático, también reconoce la gravedad de sus errores. Recién jubilado, se resiste a retirarse. Y no duda en criticar las deficiencias del sistema sanitario inglés. Seguimos sus pasos desde el quirófano hasta su casa a las afueras de Londres....


En casa de Henry Marsh la hora del té se adelanta a las cuatro, cuando la oscura neblina que se adueña de Londres en invierno devora la vegetación que este doctor tiene plantada en el patio de atrás. Neurocirujano de 65 años y con fama internacional, prepara un cortado en vez de una infusión, rompiendo con la tradición más puramente británica. Viste jersey azul oscuro, pantalones de pana del mismo color y unas llamativas botas rojas. Los mismos dedos finos y arrugados con los que mueve la cucharilla en el café han sido su mejor herramienta para entrar en los miles de cerebros que ha operado a lo largo de su vida. Esas manos con las que a ratos echa delicadamente leña al fuego de la chimenea son las mismas que también han explorado los misterios del sistema nervioso.

–Lo difícil de mi trabajo no es operar, ¿sabes? Lo complicado es decidir si hacerlo o no y vivir con las consecuencias.

Para el doctor Marsh nunca ha supuesto un problema contar los errores que ha cometido en el quirófano. Fallos que pueden ser fatales. Su autoexigencia le inclina a reclamar hoy más humildad a sus compañeros y menos miedo al afrontar diagnósticos complicados. Sus críticas a la gestión del sistema sanitario inglés, que vierte con frecuencia en los medios de comunicación británicos, y sus dotes empuñando el bisturí le han convertido en referente entre sus colegas de oficio. La empatía con el resto de sus compatriotas se amplificó tras confesar sus flaquezas en sus memorias, Ante todo, no hagas daño, que ahora publica en español la editorial Salamandra tras encabezar la lista de best sellers de Reino Unido y Estados Unidos y ser reconocido mejor libro del año por los diarios Financial Times y The Economist. Hoy jubilado, firmó hace unos meses su baja en el hospital público St George’s, uno de los centros universitarios más reconocidos de la capital británica. Pero el departamento de neurocirugía del centro sigue contando con su valiosa experiencia.

El balance de su carrera demuestra por qué es uno de los mejores especialistas de su país: en tres décadas ha liderado unas 15.000 operaciones (500 de media al año). Asegura que aún mantiene el pulso firme. Pero hoy prefiere echar una mano a otros colegas de países subdesarrollados que le piden directamente ayuda y transmitir sus conocimientos a otros profesionales.

“Lo difícil de mi trabajo no es operar. Lo complicado es decidir si hacerlo o no. Y vivir con las consecuencias”

Una vez acabado el primer café de esta tarde de enero, Marsh cuenta cómo descubrió su vocación tras presenciar una operación de aneurisma cerebral cuando trabajaba de interno en una unidad de cuidados intensivos. Aquella intervención a la que asistió el joven doctor consiste en colocar un diminuto clip de titanio pinzando el cuello de una arteria para impedir que estalle. El cirujano ha de trabajar en un espacio estrecho situado bajo la masa encefálica empleando el microscopio para dar con el aneurisma, que se produce cuando se dilata un vaso sanguíneo por debilitamiento de sus paredes y puede causar hemorragias de consecuencias fatales en el encéfalo. No hace falta insistir en la precisión que se requiere para afrontar semejante desafío. “En aquel momento, comprendí por qué se comparaba este tipo de operación con la función de desactivar una bomba”. Para alguien que no da la espalda a los retos, la neurocirugía se presentó entonces como un campo de batalla en el que cada día se podía ganar o perder. Eso sí, la victoria llevaba directa a la fama.

Después de años de obsesiva e intensa dedicación, alcanzó el estatus de deidad en Reino Unido. No publicó ninguna investigación reveladora. No ha llevado a cabo ningún descubrimiento innovador. Son sus manos y la extraordinaria destreza de su manejo las que llevaron al olimpo de su especialidad. Pero también hay hitos que jalonan su carrera. ­Marsh se convirtió en el primer neurocirujano que aplicó en su país anestesia local en una operación de glioma, un tumor que se sitúa en zonas del cerebro cuya función es básicamente el lenguaje y los movimientos de las extremidades. El paciente permanece despierto durante la intervención, de manera que el cirujano puede preguntarle si puede mover una pierna o articular una palabra mientras intenta extirpar el nódulo. Sucedió en 1989. Él tenía 39 años. “Es increíble ver cómo el paciente me habla mientras yo le opero la cabeza”, dice hoy con un gesto de fascinación que borra la aparente melancolía de sus ojos azules.

Descubrió esta técnica en Estados Unidos, y lo que él hizo fue llevarla a cabo en su país para la cirugía de gliomas. El enfermo soporta esta experiencia porque el hueso del cráneo y el cerebro son insensibles al dolor, como explica Carlos Ruiz-Ocaña, presidente de la Asociación de Neurocirugía de España. Lo que duele es la piel y el músculo. Hoy día esta práctica es bastante cotidiana, pero como el doctor ­Marsh confiesa en la mayoría de las conferencias que imparte, cualquier tipo de cirugía cerebral sigue siendo “horrible para el paciente” por la gravedad de las posibles lesiones derivadas. Con el fin de evitarlas se han desarrollado técnicas no invasivas que evitan afectar al cerebro. “Es irónico que el progreso en neurocirugía consista en convertir esta especialidad en algo cada vez más innecesario”, reflexiona el doctor Marsh.

Marsh utiliza la bicicleta para ir al hospital.
Marsh utiliza la bicicleta para ir al hospital.PEDRO ÁLVAREZ

En esta casa de dos plantas en el barrio de Wimbledon, al suroeste de Londres, todas las estancias están repletas de libros. Sobre el brazo de uno de los sillones reposa abierto por la mitad un ensayo sobre el altruismo de los chimpancés. Hay otros animales que obsesionan al habitante de esta morada. La oscuridad del patio trasero esconde un taller de bricolaje y un par de colmenas. En mayo de 2012, una llamada le pilló con las manos en la masa. “Henry, los vecinos han llamado quejándose de que tus abejas andan sueltas”.

Marsh estaba operando aquel día a un paciente con un severo estrechamiento de la espina dorsal cuando Gail Thomson, su secretaria, entró para soltarle aquella bomba. La cirugía estaba a punto de acabar. El médico soltó una palabrota y metió prisa a su equipo. Al finalizar, subió a su bici y salió disparado. No llegó a reunirse con la familia del paciente. Confió la tarea al entonces residente Michael Levitt. Marsh llegó a su casa y enfundó su silueta alargada en el traje de apicultor. Como si se tratara de una larga y difícil cirugía, se pasó el resto del día librando otra batalla para atraer a los insectos a su patio. La anécdota retrata las obsesiones del protagonista, que se mudó a esta casa hace 17 años tras divorciarse de su primera esposa y madre de sus tres hijos. “Reconozco que tuvo que ser muy difícil vivir conmigo durante mis primeros años de neurocirujano”.

Aunque sigue siendo muy autocrítico con su trabajo, su segunda esposa, Kate Fox, asegura que ha aprendido a poner más distancia. La pareja vive separada durante los días laborables, que ella pasa en Oxford trabajando como antropóloga social. Esta fue la ciudad donde él pasó su infancia.

Hijo de Norman Marsh, un abogado experto en derecho internacional, y de Christel Christinnecke, una alemana que tuvo que huir de los nazis perseguida por la Gestapo, el pequeño Henry creció junto a sus tres hermanos en una casona rodeada de naturaleza. Durante ocho años, la familia vivió en Londres. A los 18, él regresó a Oxford para matricularse en el grado de Filosofía, Política y Economía. Desencantado, abandonó los estudios y acabó trabajando como portero de un hospital cerca de Newcastle, al norte del país. Fue allí donde decidió estudiar Medicina. En las páginas de Ante todo, no hagas daño, el autor cuenta cómo después de aquella epifanía volvió a Oxford, acabó su carrera de letras para empezar después con las ciencias. El destacado escritor Ian McEwan es uno de los que más han valorado la incursión literaria de este neurocirujano. Varios periódicos británicos se hicieron eco de esta frase del autor de Expiación: “Marsh nos lleva en su libro por el complejo arte de la medicina y libera nuestro espíritu”.

“Los políticos han de reconocer que es complicado mantener la sanidad pública sin recaudar más fondos”

En cierto modo, escribir en un diario sus escenas de hospital supuso un acto de purificación. Marsh no sabe la cifra exacta de operaciones que salieron mal. Pero sí recuerda que tres de sus pacientes acabaron muriendo en el quirófano. Es entonces cuando agacha la cabeza y guarda silencio. Y añade: “Lo más complicado es enfrentarse a las familias”.

“Sin una cirugía te quedarías ciego en una semana y morirías en tres”. Jim Richardson, un ejecutivo de 45 años, recuerda cómo después de escuchar aquella frase fue consciente de su enfermedad. En 2012 le diagnosticaron un tumor en la glándula pineal, situada en lo más profundo del cerebro. Siguiendo la costumbre, el especialista visitó al enfermo la noche anterior a la intervención. La operación salió bien. En apenas tres meses, estaba recuperado. El verano pasado, doctor y paciente quedaron para jugar al golf. “Inauguramos el trofeo Henry Marsh”, bromea hoy Richardson.

Marsh insiste a los residentes en que la ­vinculación emocional con el enfermo es necesaria, pero hay que saber encontrar un equilibrio que él todavía sigue buscando.

“Déjame hacerlo, Henry. Lo tengo controlado. Déjame, por favor”. Otra operación de aneurisma. El neurocirujano está de los nervios. Le ha dado al interno Timothy Jones la oportunidad de colocar la grapa que pinza el cuello de la arteria dañada de un aneurisma pero no consigue ajustarla bien. Otro movimiento equivocado provocará una fuerte hemorragia. El joven quiere solucionarlo, pero el maestro duda. Al final cede y Jones remata la operación. El ahora especialista rememora aquella escena como un pulso entre el mentor y el alumno que, gracias a la generosidad del primero, ganó él.

Marsh ha entrenado a más de un centenar de internos en Londres. En los últimos años ha presenciado cómo las mujeres se han incorporado al equipo hasta ocupar el 30% de las plazas de residencia. “Ellas son mejores profesionales que nosotros porque saben escuchar. Hay mucho macho alfa en este trabajo, sobre todo al principio”. Con el propósito de bajarles los humos e instruirlos en la esencia del oficio, el sabio acude una vez por semana a la segunda planta del hospital St George’s, donde se ubica el área de neurocirugía.

Los desafíos de la neurocirugía

En España se practican unas 30.000 intervenciones anuales del sistema nervioso entre hospitales públicos y privados, según Carlos Ruiz-Ocaña, presidente de la Sociedad Española de Neurocirugía. “Aunque no hay datos oficiales, por estadística y por experiencia, la cirugía cerebral más frecuente en nuestro país es la de glioblastoma”, explica. Este tumor es el más agresivo debido a su capacidad proliferativa y resiste bastante bien a la quimioterapia. Juan Antonio Barcia, miembro de la Asociación Europea de Sociedades Neurológicas, asegura que uno de los desafíos de esta rama es desarrollar técnicas no invasivas más respetuosas con el cerebro. Por ejemplo, se está intentando avanzar en la cirugía vascular para evitar hemorragias cerebrales. El prestigioso neurocirujano Enrique Rubio propone estrechar la colaboración con ramas de la medicina como la biología para conocer el origen del tumor y sus complicaciones.

“Esta mujer tiene un apellido. ¿Podrías decirnos cuál es?”. Son las ocho de la mañana de un lunes de enero. La reunión entre los residentes y especialistas acaba de empezar. Hoy le toca a Davide Boeris, de 33 años, presentar los casos más complicados que han entrado las últimas 24 horas. A pesar de estar oficialmente jubilado, Marsh sigue presidiendo algunos de estos encuentros. Se sienta enfrente de Boeris. A la izquierda, una decena de jóvenes en prácticas. A su derecha, otros tantos profesionales de alto rango. El maestro llama la atención al joven por no dar el apellido de la enferma. Nadie le rechista. Todos le respetan. También las cuidadoras, el personal de limpieza, los jardineros y hasta el recepcionista.

Fuera de la reunión, Julia Jones, jefa de enfermería, sale al enorme balcón situado en la zona de los pacientes. Una estancia de la que Jones se muestra orgullosa. Marsh y sus colegas compraron unas cuantas tumbonas, mesas y sillas para el disfrute de los enfermos. Jones, de 51 años, reconoce que el liderazgo del neurocirujano ha chocado con algunos de los gerentes que han pasado por allí. El doctor Marsh cree que los hospitales son lugares poco saludables y los compara con las cárceles, donde cada ingresado tiene uniforme, número y un habitáculo enano. El año pasado, publicó una carta en el tabloide inglés Daily Mail en la que despreció la política sanitaria de David Cameron. Fue después de que el primer ministro británico hubiera dicho en el mismo diario que le había encantado el libro del médico. “El problema es la falta de dinero. Quiero que los políticos reconozcan que es complicado mantener la sanidad pública sin recaudar más fondos”. La mayoría de sus colegas le apoyan. Otros creen que para solucionar un problema hay que ser parte de la solución y esto pasa por respetar las reglas. Marsh sabe que la gestión es necesaria, pero siente cierta aversión hacia el funcionamiento de las grandes organizaciones. Fue miembro de la Asociación Europea de Sociedades de Neurocirugía, pero se retiró por “impaciencia”. En su carrera ha escapado de la burocracia y ha rechazado la rigidez de las normas. “El filósofo Karl Popper sostenía que para hacer del mundo un lugar mejor no había que formular grandes teorías, sino dar pequeños pasos”.

En la salita donde los neurocirujanos del hospital St George’s se reúnen para compartir sándwiches y confidencias, cuelga desde hace dos décadas una caricatura del cuadro Los cosacos zapórogos le escriben una carta al sultán de Turquía, que el artista ruso Repin pintó originalmente en el siglo XIX. Entre los rostros de estos guerreros eslavos destaca un señor de gafas redondas y calva rosada que resulta ser Marsh. No es la única cara que desentona. Hay otro tipo con gafas de cristales cuadrados: el especialista ucranio Igor Kurilets, portador del regalo. “Recuerdo que al abrirlo me dijo: ‘Henry, nosotros somos como los sangrientos cosacos”. Marsh conoció a su colega en su primer viaje a Ucrania. En 1992, fascinado por la historia de la URSS, visitó las instalaciones sanitarias del país. Como relata en The English surgeon (el cirujano inglés), un documental en el que cuenta su experiencia en el país eslavo que fue galardonado con el Emmy al mejor programa científico de 2010, la situación que presenció fue dantesca. Desde entonces visita a Kurilets una vez al año para asesorarle en los casos más complicados. Esta labor altruista le llevó el año pasado a Albania y a Nepal. “Todavía no estoy preparado para retirarme”, admite.

Domingo por la tarde. El reloj de la cocina de la casa de Marsh da las 18.30. El neurocirujano se retira de la chimenea para prepararse un gin-tonic. Con la copa en la mano, invita a subir al ático que ha reformado y ver desde la terraza las vistas de Londres. La estrechez de sus hombros, acentuada con los años, se hace aún mayor cuando los encoge al preguntarle qué hay más allá del cerebro. “Mirar el cerebro es como contemplar una noche estrellada usando unos prismáticos baratos. Solo conocemos una pequeña parte”.

–¿Ha encontrado alguna vez el alma?

–No creo que exista, ni tampoco que haya vida después de la muerte. Cuando el cerebro muere, lo hacemos nosotros.









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