lunes, 20 de noviembre de 2023

A. S. Byatt / Material en bruto

 

A. S. Byatt
Material en bruto

    Siempre les decía lo mismo para comenzar:
    —Intentad evitar lo falso, lo forzado. Escribid sobre aquello que verdaderamente conozcáis. Convertidlo en algo nuevo. No inventéis un melodrama por el gusto del melodrama. No intentéis correr, y mucho menos volar, antes de que seáis capaces de andar con comodidad.


    Cada año los fulminaba amistosamente con la mirada. Cada año ellos escribían melodramas. Era evidente que necesitaban escribir melodramas. Había renunciado a decirles que el taller de escritura creativa no era una forma de psicoterapia. De una manera a la vez pasmosa y ridícula, era precisamente eso.
    El taller funcionaba desde hacía quince años. Se había trasladado desde un aula de una escuela a una iglesia victoriana abandonada, convertida en un centro de arte y ocio. El pueblo se llamaba Sufferacre, lo cual se suponía que era una deformación de sulfuris aquae, y era un balneario de aguas termales del condado de Derby venido a menos. Era también su ciudad natal. En los sesenta había escrito una novela rebosante de furia, iconoclasta y escandalosa llamada Chico malo. Se había marchado a Londres en busca de fama, y había vuelto discretamente, diez años más tarde. Vivía en una caravana, en un terreno que no le pertenecía. Recorría grandes distancias, en moto, para dirigir talleres de escritura creativa en pubs, aulas de escuela y centros de arte. Se llamaba Jack Smollett. Era un hombre alto, risueño y rubicundo con largos cabellos dorados, que caminaba arrastrando los pies y llevaba jerséis de punto de trenza de colores oleosos y pañuelos de un rojo brillante. Las mujeres lo apreciaban, como apreciaban a los perros labradores entusiastas. Casi todas —y en sus clases predominaban las mujeres— sentían más deseos de cocinar para él pasteles de manzana y empanadas de Cornualles, que de hacer el amor con él apasionadamente. Creían que no se alimentaba de un modo adecuado (y tenían razón). De tiempo en tiempo, cuando él exhortaba a sus alumnos a ceñirse a lo que conocían, alguien observaba que ellos mismos eran lo que él «realmente conocía». ¿Escribirás sobre nosotros, Jack? No, contestaba siempre, eso sería traicionar vuestras confidencias. Siempre hay que respetar la vida privada de los demás. Los profesores de los talleres de escritura creativa tenían algo en común con los médicos, aun cuando —una vez más— la escritura creativa no fuera una terapia.


    De hecho, había intentado sin éxito vender dos historias diferentes basadas en las confesiones (o invenciones) de sus alumnos. Ellos se le ofrecían como ostras abiertas en platos inmaculados. Compartían con él horror y falso patetismo, ensoñaciones, injurias y venganza. No sabían escribir, sus invenciones eran burdas, y él no lograba encontrar el modo de ejecutar las operaciones necesarias para transformar en hilos de seda la sucia paja, o para convertir los sangrientos trozos de carne cruda en un plato sabroso. Así que cumplía su palabra de no traicionarlos, aunque no enteramente por propia voluntad. Amaba de verdad escribir. Amaba más escribir que cualquier otra cosa, ya fuera el sexo, la comida, el alcohol, el aire puro, incluso el calor. Escribía y reescribía sin cesar, en su caravana. Estaba reescribiendo su quinta novela. Chico malo, la primera, la había escrito de un tirón apenas acabado el bachillerato, y el primer editor a quien la había enviado la había aceptado sin vacilar. Era justamente lo que él había esperado. (Bueno, era uno de los dos guiones  que se representaban en su joven cerebro: el reconocimiento inmediato o la lucha penosa y esforzada. Cuando llegó el éxito, le pareció a todas luces evidente que desde un principio había sido el único resultado posible.) Así que no fue a la universidad, ni aprendió un oficio. Era, como bien sabía, un escritor con mayúscula. De su segunda novela, 
Sonríe y sonríe, se habían vendido 600 ejemplares, y los restantes se habían tenido que saldar. La tercera y la cuarta —reescritas con frecuencia— estaban en sobres marrones sellados y vueltos a sellar, en una caja de hojalata que guardaba en la caravana. No tenía agente editorial.


    * * *
 
   Los talleres funcionaban de septiembre a marzo. En verano trabajaba en festivales literarios, o en colonias de veraneo en islas soleadas. Se alegraba de reencontrarse con sus alumnos en septiembre. Seguía considerándose rebelde y sin ataduras, pero era una persona de hábitos. Le gustaba que las cosas sucedieran en momentos precisos y recurrentes, de un modo preciso y recurrente. Más de la mitad de sus alumnos eran viejos estudiantes fieles que volvían año tras año. Cada clase tenía un grupo estable de unas diez personas. Al comienzo del año este número solía doblarse por la afluencia de entusiastas recién llegados. Para Navidades muchos de ellos ya habían abandonado, seducidos por otros cursos, intimidados por los asistentes regulares, o vencidos por algún drama doméstico o por lasitud personal. El centro de ocio San Antonio era tenebroso a causa de sus altos techos, y estaba lleno de corrientes de aire a causa de las viejas puertas y ventanas. Los propios alumnos habían llevado estufas de queroseno y unas cuantas lámparas de pie con pantallas que imitaban vidrieras de colores. Las viejas sillas de la iglesia se habían dispuesto en círculo, bajo esas bonitas luces.

    * * *

    Le gustaban las listas de sus nombres. Le gustaban las palabras, era escritor. A veces hablaba de todo lo que Nabokov había extraído de la lista de nombres de los compañeros de clase de Lolita, cuánto revelaba ésta de Estados Unidos, qué imagen más poderosa sugerida por unas pocas palabras. A veces trataba de elaborar una lista imaginaria que pudiera agradarle más que la real. Nunca tenía éxito. Escribía apellidos alusivos equivalentes —Pastor, por ejemplo, por Cura, u Oro por Argenta—, y descubría que su texto reproducía inexorablemente la concatenación precisa que existía en la original. La lista de su clase actual era:
Abbs, Adam
Archer, Megan
Armytage, Blossom
Forster, Bobby
Fox, Cicely
Hogg, Martin
Parson, Anita
Pearson, Amanda
Pygge, Gilly
Secrett, Lola
Secrett, Tamsin
Silver, Annabel
Wheelwright, Rosy
    Estudiaba la lista en busca de vanas simetrías. Pygge y Hogg, deformaciones de «cerdo». Pearson y Parson. El predominio de aes y la ausencia de es y erres. Durante cierto tiempo había mantenido un registro de apellidos que daban cuenta de antiguas ocupaciones desaparecidas: Archer, Forster, Parson, Wheelwright, arquero, guardabosque, pastor, carretero. ¿Abundaban más en el condado de Derby que en otros lugares?
    Luego estaba la lista de las ocupaciones, que también constituía un microcosmos imperfecto.
    Abbs, diácono de la Iglesia anglicana
    Archer, agente inmobiliario
    Armytage, veterinaria
    Forster, cajero de banco en paro
    Fox, solterona de ochenta y dos años
    Hogg, contador
    Parson, maestra de escuela
    Pearson, granjera
    Pygge, enfermera
    Secrett, Lola; estudiante esporádica, hija de:
    Secrett, Tamsin; medio de vida: una pensión alimenticia
(sic)
    Silver, bibliotecaria
    Wheelwright, estudiante de ingeniería
    El trabajo más reciente que sus alumnos habían hecho era:
    Adam Abbs. Un relato sobre el martirio de monjas en Ruanda.
    Megan Archer. La historia del rapto y violación prolongados de un agente inmobiliario.
    Blossom Armytage. Un relato sobre la refinada tortura de dos perros Sealyham.
    Bobby Forster. La historia del vengativo engaño y asesinato de un examinador injusto del examen de conducir.
    Cicely Fox. Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito.
    Martin Hogg. Ahorcamiento, evisceración y descuartizamiento en el reinado de Enrique VIII.
    Anita Parson. Un relato sobre reiterados abusos sexuales y sacrificios satánicos de niños, que se mantienen ocultos.
    Amanda Pearson. Un relato sobre un marido infiel abatido a hachazos por su vengativa esposa.
    Gilly Pygge. Ingenioso asesinato cometido por un cirujano cruel durante una operación.
    Lola Sccrett .Crisis nerviosa de una mujer menopáusica, madre de una hija hermosa y paciente.
    Tamsin Secrett. Crisis nerviosa de una adolescente irresponsable, hija de una madre sabia pero impotente.
    Annabel Silver. Iniciación sadomasoquista de una víctima de la trata de blancas en el norte de África.
    Rosy Wheelwright. Ciclo de poemas de amor lésbico muy explícitos en que intervienen motocicletas.
    Había aprendido a sus expensas a no involucrarse de ningún modo en la vida de sus alumnos. Cuando se había mudado a la caravana había tenido una visión bastante convencional sobre su cálido refugio como un lugar secreto al que llevar mujeres para darse un revolcón, para ligar, para compartir noches veraniegas de desnudez y vino tinto. Había estudiado a sus nuevas alumnas, de un modo sumamente obvio, en busca de candidatas, apreciando pechos, admirando tobillos, comparando las bocas rosas y redondas con las grandes y rojas y las adustas sin maquillaje. Había tenido uno o dos encuentros físicos realmente buenos, uno o dos fracasos con lágrimas, un caso de exceso que lo había llevado a vigilar tembloroso la entrada a su terreno noche tras noche, y a veces a escudriñar espantado por la ventana de la caravana.
    Los escritores creativos son escritores creativos. En las historias escritas con el fin de ser leídas y criticadas en clase empezaron a aparecer descripciones cada vez más detalladas de su ropa de cama, su estufa, las ráfagas de viento contra las paredes de su caravana. Empezaron a circular competitivas descripciones de su cuerpo desnudo. Varones despiadados o cobardes (según quién fuera la escritora creativa) tenían en el pecho un vello espeso o áspero, o un pelo suave como el de un zorro, o matas rojizas erizadas y pinchudas. Una o dos descripciones de penetraciones brutales y pubis atenazados fueron seguidas de una caída de la tensión dramática, tanto en su vida como en el arte. Renunció —para siempre— a llevar mujeres de su clase a su sofá cama. Renunció, para siempre, a hablar individualmente con sus estudiantes o a hacer distinciones entre ellas. El tema del sexo en una caravana se marchitó y no volvió a surgir. Su acosadora se fue a una clase de cerámica, transfirió sus afectos, y fabricó columnas achaparradas, barnizadas con fuego y pintura blanca. Cuando las historias sobre su vida sexual disminuyeron, se volvió misterioso y autoritario, y descubrió que gozaba con ello. La camarera de La Peluca y la Pluma iba a verlo los domingos. Él era incapaz de encontrar las palabras apropiadas para describir los orgasmos de la chica —sucesos prolongados en que alternaban extrañamente un ritmo 
staccato con otro de temblores—, y eso le molestaba y le agradaba a la vez.
    Sentado solo en el bar de La Peluca y la Pluma por la tarde, antes de su clase, leía las «historias» que tenía que devolver. Martin Hogg había descubierto la tortura que consiste en eviscerar a alguien enrollando los intestinos en un huso. No sabía escribir, y Jack pensaba que era mejor así; abusaba de palabras como «espantoso» y «horrible», pero era incapaz, quizá inevitablemente, de hacer surgir en la mente del lector la imagen de un intestino, un huso, el dolor o un verdugo. Jack imaginaba que Martin gozaba con lo que escribía, pero ni siquiera transmitía bien su entusiasmo al supuesto lector. Le impresionó más la fantasía de Bobby Forster sobre el asesinato de un examinador del examen de conducir. Había una cierta intriga, con elementos como unas esposas, cables de freno cortados, una señal indicadora de arenas movedizas que se hacía desaparecer, e incluso una coartada perfecta para el apacible hombre convertido en verdugo. Forster escribía en algunos momentos una frase aguda, sobresaliente, que era memorable. Jack había encontrado una de ellas en Patricia Highsmith, y otra, por pura casualidad, en Wilkie Collins. Había hecho frente a este plagio —con bastante pericia, juzgaba— subrayando las frases y escribiendo en el margen: «Siempre he dicho que leer a los grandes escritores, y empaparse de ellos, es esencial para escribir bien. Pero no hay que llegar al plagio». Forster era un hombre meticuloso, de rostro blanco tras unas gafas redondas. (Su héroe era pulcro y pálido, con gafas que dificultaban ver qué estaba pensando.) En ambas ocasiones dijo con suavidad que el plagio había sido inconsciente, que debía de haber sido una jugarreta de la memoria. Por desgracia, esto había llevado a Jack a sospechar que toda otra elegancia excesiva de estilo era también un plagio.

    * * *

    Llegó a «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Cicely Fox era una alumna nueva. Su redacción estaba escrita a mano, con pluma y tinta, ni siquiera con bolígrafo. Le había entregado el trabajo con una nota despreciativa.
    «No sé si ésta es la clase de cosas a las que se refiere cuando dice que escribamos sobre aquello que realmente conozcamos. Lamentablemente, he visto que hay algunas lagunas en mi memoria. Espero que me perdone por ellas. El texto tal vez carezca de interés, pero su escritura me resultó muy grata.»
    Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito.
    Es extraño pensar en actividades que en otra época formaban de tal modo parte de nuestra vida que parecían inevitables a diario, como caminar y dormir. A mi edad, estas cosas vuelven con su naturaleza contingente, cosas que hacíamos sin precaución con dedos rápidos y la espalda curvada. Hoy día es la dificultad de abrir los envoltorios de plástico, o las relucientes luces parpadeantes del microondas, que semejan velos y sombras.
    Tomemos la pasta de grafito. Los fogones de las cocinas de nuestra infancia y juventud eran grandes cofres de calor intenso que relucían sombríamente. En el frente tenían pesadas puertas con falleba que daban acceso a diversos hornos, grandes y pequeños, diversos humeros y el fogón propiamente dicho, donde se colocaba el combustible. No hay palabras para expresar la negrura y el resplandor extremos. Resplandecía con un brillo dorado la barra que cruzaba el frente de la cocina, donde se colgaban los paños de cocina, y los pomos de latón de las puertecitas, que había que pulir todas las mañanas con Brasso —un líquido pulverulento color amarillo pálido—. Resplandecían las rugientes llamas dentro del pesado cofre de hierro forjado. Si se abría la puerta cuando el fuego estaba bien encendido, éste se podía ver y oír: una temblorosa cortina transparente roja y amarilla, salpicada de azul, salpicada de blanco, con un púrpura centelleante, que rugía, crepitaba y silbaba. De inmediato se veía cómo se extinguía en los rojizos contornos de las brasas. Era importante cerrar rápidamente la puerta, conservar el fuego «dentro». «Dentro» significaba a la vez "encerrado" y "encendido". [2]
    Había muchos negros distintos en torno a este fogón. En él se quemaban diversos combustibles, a diferencia de las modernas cocinas de hierro, que consumen petróleo o antracita. Recuerdo el carbón. El carbón tiene un brillo propio, un lustre, un bruñido. Se pueden distinguir las capas comprimidas de madera muerta —muerta hace millones de años— en las caras estratificadas de los trozos de buen carbón. Estos brillan. Despiden destellos negros. Los árboles consumieron la energía solar, y el fogón la libera. El carbón es lustroso. El coque es mate, y parece doblemente quemado (de hecho lo está), como laa volcánica. El polvo de carbón brilla como polvo de vidrio; el polvo de coque absorbe la luz, es tenue, es inerte. A veces viene en forma de pequeñas almohadillas compactas, como cojines para muñecas muertas, solía pensar yo, o retorcidos caramelos para demonios. A nosotros mismos nos daban a comer carbón para los malestares de estómago, lo que explicaría por qué yo consideraba comestibles esos trozos. O quizá, aun siendo una cría, veía la boca abierta del fogón como un infierno. Uno se sentía atraído. Quería acercarse más y más; quería poder apartarse. Y en la escuela nos hablaban de nuestra propia combustión interior de materia. Los hornos que había detrás de las otras puertas de la cocina podían esconder las formas hinchadas de panecillos y bollos, con ese olor que no tiene igual, el de la masa con levadura cociéndose al horno, o el olor apenas menos delicioso de la corteza de una tarta caliente, azúcar tostada, leche y huevos. De vez en cuando —los fogones de antaño eran imprevisibles— una hornada de magdalenas en moldes de papel plisado salía negra, humeante y con hedor a destrucción, siniestra analogía de las almohadillas de carbón. De aquí, imaginaba yo, venían las cenizas que caían de la boca de los niños malos en los cuentos fantásticos, o que llenaban sus medias de Navidad.
    Todo el fogón estaba bañado en una atmósfera de hollín controlado. Enfrente del nuestro, en una época, había un tapete confeccionado por nuestro padre con tiras de retazos de colores vivos —viejas camisas de franela, viejos pantalones— pasadas a través de una arpillera y anudadas. El hollín se infiltraba en esta densa masa de banderas o gallardetes. Toda la superficie de la arpillera estaba teñida de un negro hollinoso. Una capa de minúsculas motas negras cubría el carmesí y el escarlata, los verdes cuadros escoceses y las manchas mostaza. A veces me imaginaba que el tapete era un banco de algas filiformes. El hollín era como la arena en que éste reposaba.
    No era que no cepilláramos sin cesar, para eliminar del entorno del fogón este polvo negro que se cernía en el aire y caía por todas partes. El polvo se eleva con ligereza y cae otra vez en el mismo lugar, se arremolina brevemente si se lo perturba, y las partículas se posan en la coronilla y el cabello, taponan con hollín cada poro de la piel de las manos. Sólo es posible juntar una parte; el resto se desplaza, revolotea y vuelve a depositarse. Ésa debía de ser la razón por la que dedicábamos tanto tiempo —todas las mañanas— a poner más negro el negro frente del negro fogón con pasta de grafito. Para disimular y dominar el hollín.
    La pasta de grafito era una mezcla de plumbagina, grafito y limaduras de hierro. Tenía una consistencia espesa y se esparcía sobre todas las superficies negras, evitando por supuesto las de latón, para luego lustrar, pulir y alisar con cepillos de diferentes densidades y trapos de franela. Se hacía penetrar en cada grieta de cada protuberancia del ornado hierro fundido, y luego se quitaba; el trabajo estaba mal hecho si se dejaba el más mínimo resto del producto incrustado alrededor de las hojas y pétalos del negro festón floral que adornaba las puertas. Recuerdo al fénix, que, según creo, era la marca de este fogón en particular. Estaba posado sobre un nido tallado de ramas entrecruzadas, mirando ferozmente hacia la izquierda, rodeado por una compleja espiral de gruesas llamas de punta afilada. Todo era del negro más negro, el plumoso pájaro, la hoguera ardiente, la madera encendida, el ojo brillante y airado, el pico curvo.
    La pasta de grafito daba un magnífico lustre, suave y sutil, a la negrura del fogón. No era como el betún, que produce un brillo de espejo. El alto contenido de grafito, las limaduras de hierro esparcidas, daban un color plomizo plateado a la superficie, que seguía siendo una superficie negra, pero con los reflejos cambiantes de un tenue brillo metálico. Recuerdo esto como la representación de una suerte de decoro, el dominio y control tanto de las violentas llamas del interior como del inflexible hierro forjado del exterior. Como ocurre con todos los buenos productos pulidores —casi ninguno de los cuales subsiste en la vida moderna, un hecho del que en general debemos estar agradecidos—, el lustre se conseguía aplicando capa tras capa de una cantidad infinitesimal, que luego se retiraba casi por completo, de forma que sólo quedaba adherida una delgadísima película de brillante mineral.
    Ha quedado muy lejos la época en que costaba sudor y lágrimas embellecer la propia casa con cuidadosas capas de depósitos minerales. El recuerdo de la pasta de grafito me hace pensar en su opuesto, la piedra blanca y el polvo de piedra blanca molida con que, diariamente, o incluso con mayor frecuencia, solíamos hacer resaltar el peldaño de la puerta y los alféizares de las ventanas. Recuerdo claramente cómo suavizaba yo la gruesa franja pálida del umbral con un bloque de piedra, pero no logro acordarme del nombre de dicha piedra. Es posible que simplemente la llamáramos «la piedra». Sólo nos veíamos obligados a blanquear el umbral cuando no teníamos criada que lo hiciera. Pensé en arenisca, en piedra blanqueadora (tal vez un invento), y una consulta del Oxford English Dictionary añadió piedra de amolar y alumbre, un término que desconocía y que al parecer se utiliza en tintorería. Finalmente encontré la piedra del hogar y el polvo de piedra del hogar, una mezcla de albero, carbonato de calcio, cola y arenisca. La piedra del hogar se vendía en grandes trozos, ofrecida por vendedores ambulantes que iban con carretillas. Recuerdo el azufre que había en el aire por las chimeneas de las industrias de Sheffield y Manchester, un repugnante depósito amarillo que teñía por igual ventanas y labios, y que manchaba la resplandeciente piedra blanca del umbral apenas acabábamos de pulirla. Pero entonces salíamos a pulirla otra vez. Llevábamos una vida arenosa y mineral, con la nariz y los dedos inmersos en ello. He leído que la pasta de grafito es tóxica. Pienso en el albayalde, con que las damas del Renacimiento se pintaban la piel y se envenenaban la sangre. «Dile que se ponga dos dedos de afeite, y esta misma traza lucirá», dice Hamlet alzando la calavera. Recuerdo que los dentistas nos daban trocitos de azogue en tubitos de ensayo con tapón de corcho, para que jugáramos. Los extendíamos sobre la mesa con los dedos desnudos y observábamos cómo se fraccionaban en múltiples gotitas, para luego juntarse otra vez. Era como una sustancia de otro mundo. No se adhería a nada más que a sí mismo. No obstante, lo distribuíamos por todas partes, y perdíamos una brillante cuenta plateada aquí, bajo una astilla de madera, otra allí, entre las fibras de nuestro jersey. También el azogue es tóxico. Nadie nos lo decía.
    La piedra del hogar es una idea vieja y ambigua. En el pasado, el hogar era una sinécdoque de la casa propia, o incluso la familia o el clan. (Me resisto a utilizar la palabra «comunidad», tan trillada y desvirtuada.) El hogar era el centro, donde estaban el calor, la comida y el fuego. El nuestro se hallaba frente al fogón pulido con pasta de grafito. Teníamos una sala, pero su chimenea (también pulida regularmente con pasta de grafito) solía estar vacía, porque nunca recibíamos visitas tan solemnes como para ir a sentarnos en esa fría solemnidad. La piedra del hogar, sin embargo, se aplicaba en lo que de hecho era el limen, el umbral. Los nórdicos guardan las distancias. La franja blanqueada por la piedra del hogar en el peldaño de la puerta era un límite, una barrera. Nos gustaba una cierta retórica. «No vuelvas a cruzar mi umbral.» «No vuelvas a hollar mi casa.» El negro plateado brillante, el rojo escondido y el dorado rugiente estaban a salvo en el interior. Saldríamos, como acostumbraba decir mi madre, con los pies por delante, y cruzaríamos por última vez ese umbral. Hoy día, por supuesto, todos acabamos en el horno. En esa época regresábamos a la tierra, de donde se habían extraído con tanto cuidado todos esos polvos y pomadas.
    Jack Smollett se dio cuenta de que era la primera vez que su imaginación se veía estimulada por el escrito de uno de sus estudiantes (y no por la violencia, el sufrimiento, la animosidad, la desvergüenza). Acudió a su siguiente clase lleno de entusiasmo, y se sentó cerca de Cicely Fox mientras esperaban a que llegaran los otros. Ella era siempre puntual, y siempre se sentaba sola en uno de los bancos que quedaban en sombras, lejos de la colorida luz de las lámparas de pie. Tenía un cabello fino y canoso, un tanto raleado, que se recogía en un moño en la nuca. Siempre iba elegantemente vestida, con largas faldas sueltas, jerséis de cuello alto y holgadas chaquetas, en tonos negros, grises, plateados. Lucía invariablemente un prendedor en el cuello, una amatista dentro de un círculo de aljófares. Era una mujer flaca; las holgadas vestimentas ocultaban contornos angulosos, no redondeces. Su cara era larga; la piel, bonita pero fina como un papel. Tenía una boca ancha y tensa —de labios delgados— y una nariz recta y elegante. Lo más sorprendente eran los ojos. Eran muy oscuros, de un negro casi uniforme, y parecían haberse hundido en las cavidades de sus órbitas y no tener más sujeción al mundo exterior que la proporcionada por la frágil telaraña de los párpados y músculos, enteramente cubiertos de manchas pardas, moradas, azules como si estuvieran magullados por el esfuerzo de mantenerse en su lugar. Jack se dijo fantasiosamente que se podía ver el estrecho cráneo bajo el tegumento evanescente. Se podía ver dónde se juntaban las mandíbulas, bajo un tenue papel vitela. Era hermosa, pensó. Tenía el arte de permanecer muy quieta y atenta, con el esbozo de una sonrisa plácida en los pálidos labios. Sus mangas eran un poco demasiado largas, y sus delgadas manos quedaban ocultas la mayor parte del tiempo.
    Jack le dijo que su escrito era magnífico. Ella volvió el rostro hacia él, con un aire distraído y ansioso.
    —Es un texto, un verdadero texto —añadió él—. ¿Puedo leerlo en clase?
    —Claro —dijo ella—, haga como le parezca.
    Él pensó que tal vez ella tuviera problemas de audición.
    —Espero que esté escribiendo algo más —dijo.
    —¿Que espera qué?
    —Que esté escribiendo algo más —repitió, más fuerte esta vez.
    —Oh, sí. Estoy escribiendo sobre el día de colada. Es terapéutico.
    —Escribir no es una terapia —dijo Jack Smollett a Cicely Fox—. No cuando se escribe bien.
    —Confío en que el motivo no importe —repuso Cicely Fox, con su aire distraído—. Uno tiene que hacer todo lo que pueda.
    Él se sintió desairado, y no supo por qué.

    * * *

    Leyó en clase «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Leía los trabajos en voz alta, anónimamente, él mismo. Tenía una bonita voz y a menudo, o siempre, le hacía más justicia al escrito que lo que habría hecho el propio autor. También podía valerse de la lectura como un modo de destrucción irónica, si estaba de humor para ello. Su costumbre era no nombrar al autor del texto. Por lo general resultaba fácil de adivinar.
    Disfrutó leyendo «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Lo leyó con brío, saboreando las frases que le agradaban. Por esta razón, quizá, la clase se arrojó sobre el escrito como una jauría, gruñendo y lanzando dentelladas. Recurrieron a adjetivos despiadados. «Lento.» «Burdo.» «Frío.» «Pedante.» «Pomposo.» «Presuntuoso.» «Recargado.» «Nostálgico.»
    Criticaron la acción, con la misma alegría. «Sin ímpetu.» «Sin tensión.» «Inconexo.» «Confuso.» «Sin presencia del narrador.» «Sin sentimientos reales.» «Sin un interés humano vital.» «Nada que justifique que nos cuente todo ese ro
llo.»
    Bobby Forster, tal vez la estrella de la clase, parecía ofendido con la pasta de grafito de Cicely Fox. Su magnum opus, que no dejaba de engrosarse, era un relato autobiográfico muy detallado de su infancia y juventud. Había ido avanzando lentamente desde el sarampión y las paperas al circo, sus trabajos escolares, su pasión por compañeras del instituto, y dejado constancia de cada manoseo en cada sofá, en su casa, en la casa de las chicas, en alojamientos estudiantiles, del punto preciso del pecho o el portaligas que había conseguido tocar. Se mofaba de los rivales, ponía en su sitio a padres y profesores que no se daban cuenta de nada, describía los motivos por los que había roto con chicas y conocidas poco atractivas. Dijo que Cicely Fox sustituía a la gente por cosas. Dijo que el desapego no era una virtud, sólo disimulaba la ineptitud. Yendo al grano, dijo Bobby Forster, ¿por qué tiene que importarme un estúpido método tóxico de limpieza que a Dios gracias está obsoleto? ¿Por qué el autor no nos muestra los sentimientos de la pobre esclava del hogar que tenía que untar esa cosa?
    Tamsin Secrett fue igualmente severa. Por su parte, había escrito una desgarradora descripción de una madre que prepara amorosamente una comida para una ingrata que no aparece a la hora de comer ni llama siquiera para avisar que no irá. «Una suculenta pasta al dente, tierna y fragante, condimentada con hierbas aromáticas de Provenza, con un picante queso parmesano que se deshace en la boca y un sabroso aceite de oliva virgen, delicadamente perfumada con trufas, con un sabor tan exquisito que se hace agua la boca…» Tamsin Secrett dijo que describir por describir no era más que un ejercicio; todo texto debía tener una «dimensión humana urgente», algo «vital en juego». «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito», dijo Tamsin Secrett, era simplemente periodismo, una crónica del pasado carente de sentido. Sin garra, dijo Tamsin Secrett. Sin garra, coincidió su hija, Lola. Nada más que recuerdos. Puaj.

    * * *

    Cicely Fox permanecía sentada muy tiesa y sonreía plácidamente con aire distraído ante esta agitación. Daba la impresión de que nada de lo que ocurría tenía que ver con ella. Jack Smollett no estaba muy seguro de cuánto había llegado a oír. Por su parte, y contra su costumbre, salió en defensa de Cicely Fox con respuestas airadas. Dijo que era raro leer un texto que funcionara en más de un nivel a la vez. Dijo que se necesitaba pericia para que las cosas familiares parecieran extrañas. Citó a Ezra Pound: «Convertidlo en algo nuevo». Citó a William Carlos Williams: «Nada de ideas si no es en las cosas». Únicamente procedía así cuando estaba enardecido. Y estaba enardecido, no sólo en nombre de Cicely Fox, sino también, de un modo más amenazador, en el suyo propio. Pues el rencor de la clase, y las palabras triviales con que expresaban tal rencor, avivaban la angustia que le producían sus propias palabras, su propio trabajo. Decidió hacer una pausa para el café, tras lo cual leyó en voz alta la tragedia culinaria de Tamsin Secrett. Este texto fue del agrado de la clase, en líneas generales. Lola dijo que era muy conmovedor. Madre e hija se empeñaban en representar una rebuscada farsa según la cual los escritos de una no tenían nada que ver con la otra. La clase entera actuaba como cómplice. No había nada peor que los espaguetis recocidos y resecos, dijo Lola Secrett.

    * * *

    Las clases solían acabar con una discusión general sobre la naturaleza de la escritura. Todos solían disfrutar explicando cómo trabajaban: lo que era tener un bloqueo, lo que era superar un bloqueo, lo que era captar un sentimiento con precisión. Jack quiso que Cicely Fox participara. Se dirigió a ella directamente, alzando un poco la voz.
    —¿Y usted por qué escribe, Miss Fox?
    —Bueno, hasta ahora no habría dicho que escribo. Pero escribo porque me gustan las palabras. Supongo que si me gustaran las piedras me pondría a esculpir. Me gustan las palabras. Me gusta leer. Me fijo en ciertas palabras en particular. Eso me estimula.
    Era una respuesta fuera de lo común, aunque no debería haberlo sido.
    Al propio Jack le resultaba cada vez más difícil saber por dónde comenzar para describir algo, fuera lo que fuere. La aversión por el tipo de palabras empleadas por Tamsin y Lola lo volvía impotente a causa de la repugnancia y la rabia. Los tópicos se extendían como una mancha sobre las palabras escritas, y no conocía una técnica para eliminarlos. Tampoco tenía la habilidad necesaria para hacer lo que Leonardo recomendaba a propósito de las grietas, o Constable a propósito de las formas de las nubes, y convertir las manchas en nuevas formas sugeridas.

    * * *

    Cicely Fox no iba al pub con el resto de la clase. Jack no podía ofrecerle llevarla a su casa, porque la idea de su frágil silueta huesuda montada en la moto era inconcebible. Cayó en la cuenta de que se estaba devanando los sesos para encontrar un modo de hablar con ella, como si fuera una muchacha bonita.
    Lo mejor que podía hacer era sentarse a su lado en la iglesia durante la pausa para el café. No era sencillo, porque todos requerían su atención. Por otra parte, quizá a causa de su sordera, ella se mantenía ligeramente separada de los otros, así que pudo colocarse junto a ella. Pero se vio obligado a alzar la voz.
    —Me preguntaba qué leía usted, Miss Fox.
    —Oh, cosas antiguas. Sin interés para gente joven como usted. Cosas que solía leer de niña. Poesía, cada vez más. He visto que ya no tengo ganas de leer novelas.
    —Habría jurado que leía a Jane Austen.
    —¿Ah, sí? —dijo ella con aire distraído—. Bueno, no me extraña —añadió, sin revelar si le gustaba o no Jane Austen.
    Él se sintió desairado.
    —¿Qué clase de poesía, Miss Fox? —inquirió.
    —En este momento, sobre todo de George Herbert.
    —¿Es usted religiosa?
    —No. Es el único escritor que a veces me hace lamentarlo. Consigue que uno comprenda la gracia. Y sabe hablar del polvo.
    —¿Del polvo? —rebuscó en la memoria y encontró unos versos—. «Quien barre una habitación según Tus leyes / hace esto y la acción vuelve hermosa.»
    —Me gusta «Monumentos de iglesia». Con la muerte que barre el polvo en un movimiento incesante:
    La carne no es sino el cristal que guarda el polvo con que se mide nuestro tiempo; que también a su vez se reducirá a polvo.
    »Y me agrada el poema en que habla de su Dios, que estira "un grano de polvo desde el Infierno hasta el Cielo". Y también:
    Oh, que le des al polvo una lengua para implorarte y luego no lo oigas implorar.
    »Herbert conocía la relación apropiada entre las palabras y las cosas —dijo Cicely Fox—. "Polvo" es una buena palabra.
    Él trató de averiguar cómo se integraba esto en lo que ella escribía, pero, tras su breve arranque de locuacidad, ella volvió a refugiarse en su sordera.
    Día de colada.
    En aquella época, la colada llevaba toda una semana. Hervíamos la ropa el lunes, almidonábamos el martes, secábamos el miércoles, planchábamos el jueves, y zurcíamos el viernes. Además de todas las otras cosas que había que hacer. Lavábamos fuera, en el lavadero, que era un edificio exterior con su propia pila de piedra, su bomba de mano, su caldera sobre el fuego, y su suelo enlosado. Otros instrumentos eran el monstruoso escurridor de rodillos, los grandes barreños galvanizados y el batidor. Nuestro lavadero estaba construido con bloques de piedra y un techo de pizarra sobre el que crecían siemprevivas. La chimenea humeaba, y el vapor empañaba las ventanas. En invierno, el vapor derretía el hielo. El edificio tenía todos los extremos de un clima húmedo. De niña solía apoyar la cara contra las piedras, y los días de colada las encontraba calientes, o tibias al menos. Yo imaginaba que era la choza de una bruja de un cuento de hadas.
    Ante todo había que clasificar la ropa y hervirla. Se hervía la ropa blanca en la caldera, que era una enorme cuba con tapa de madera. Todos los elementos de madera del lavadero estaban resbaladizos, y tanto se descamaban como se mantenían unidos por obra del jabón disuelto y solidificado. Hervíamos la ropa blanca —sábanas, fundas de almohada, manteles, servilletas, paños de cocina y demás— y luego usábamos el agua hervida, tras dejarla enfriar un poco, para llenar los barreños y lavar las prendas más delicadas, o la ropa de color que podía desteñir. Para remover la ropa en el agua hirviendo teníamos pesadas pinzas de madera y palos; el vapor subía en forma de nubes, y en la superficie del agua se formaba una especie de espuma gris. Una vez hervida, la ropa blanca se aclaraba varias veces en los barreños. Cuando las prendas entraban en contacto con el agua helada, se oía un siseo y ésta se desbordaba. Entonces había que agitarla con los batidores. El batidor era un objeto de cobre con aspecto de caldera unido a un largo mango, y cubierto de agujeros como un enorme infusor de té o un colador cerrado. Absorbía la ropa con un susurro, y dejaba pequeñas protuberancias sobre el damasco o el algodón atraído, en los puntos en que se había adherido. Luego, valiéndose de las pinzas —y los brazos desnudos— se alzaba todo el peso de las sábanas para pasarlas de un barreño a otro y a otro. Y entonces se plegaba el chorreante bulto y se enroscaba entre los rodillos de madera del escurridor. El escurridor tenía ruedas rojas para hacer girar los rodillos, y una manivela de madera pulida para hacer girar las ruedas. El agua jabonosa exprimida caía en una tina inferior, o se desparramaba por el suelo. Continuamente, además, había que bombear más agua, tirar de la palanca de la bomba, girar la manivela del escurridor. Uno se helaba, se escaldaba. Había que estar de pie en medio de nubes de vapor y respirar un aire siempre saturado de sudor, el propio sudor provocado por el esfuerzo, y el olor a suciedad que las ropas desprendían en el aire y el agua.
    Luego estaban los productos en que había que remojar la ropa lavada. Uno era el azulete Reckitt. Ignoro cuál era su composición. Como vivíamos en el condado de Derby, yo siempre lo asociaba con la fluorita azul de nuestras montañas, lo que sé que es totalmente erróneo, pero es una asociación verbal que ha persistido en mí. Venía en bolsitas cilíndricas envueltas en muselina blanca, y soltaba un intenso color cobalto cuando se sacudían las bolsitas en el agua del enjuague. Lo que remojábamos en el agua azul —que siempre estaba fría— era la ropa blanca. No sé por qué proceso óptico esta tintura azul volvía más blanco el blanco, pero recuerdo claramente que lo hacía. No era lejía. No quitaba las manchas resistentes de té, de orina o de zumo de fresa; para ello era necesario usar verdadera lejía, que olía a algo horrible y mortal. El azulete Reckitt se diluía en el agua formando pequeñas manchas y filamentos, y zarcillos de color. Como los delgados hilos de cristal de una bola de vidrio. O como la sangre, si se sumerge en agua un dedo cortado. No se podía ver muy bien en los barreños galvanizados, pero los días en que no había mucha ropa usábamos una tina esmaltada blanca para azular, y entonces podía verse la filamentosa mancha añil brillante sumergiéndose en el agua cristalina, y mezclándose, hasta que el agua se teñía de azul. Luego se removía la ropa en el agua tintada —se removía, se aplastaba, se golpeaba, se machacaba— hasta que quedaba impregnada de azul, hasta que el blanco adquiría un pálido brillo azulado. Cuando yo era muy pequeña solía pensar que la ropa blanca y el agua azul eran como las nubes en el cielo, pero era una tontería. Porque, de hecho, en el cielo son las nubes blancas cargadas de agua las que manchan el azul, no al revés. Había una inversión, un intercambio. Pues, cuandose alzaban las sábanas y se las retiraba del agua azul para escurrirlas, se veía el azul que se iba y el blanco más blanco, un blanco azulado, un blanco que no era crema, ni marfil, ni blanco amarillento, un blanco que aparecía bajo el líquido azul goteante, transformado pero no teñido.
    Luego estaba el almidonado. El almidón era viscoso y pegajoso, espesaba el agua como si fueran gachas. Pensándolo bien, creo que realmente se trataba de una especie de gachas. Las moléculas farináceas que se expanden con el calor. El almidón era resbaladizo y nos recordaba a sustancias en las que preferíamos no pensar —fluidos y desechos corporales—, aunque de hecho es un producto vegetal inocuo y limpio, a diferencia del jabón, que es grasa compacta de cordero, por perfumada que sea. Las ropas se sumergían en el almidón para impregnarlas. Había grados de almidonado. Almidón muy denso y glutinoso para los cuellos de las camisas. Almidón aguado, como lana de vidrio, para los delicados camisones y bragas. Cuando se retiraba una prenda del baño de almidón, ésta se ponía rígida y se formaban acanaladuras como en una columna; o, si se cometía el error de dejarla apoyada de cualquier manera, y así se secaba, se solidificaba con arrugas y bultos, como los plegamientos rocosos que aparecen donde la tierra se ha doblado sobre sí misma. La ropa almidonada tenía que plancharse húmeda. El olor de la plancha caliente sobre la tela gelatinosa era como una parodia de la cocina. Por el gluten, supongo. Se sentía un olor a chamuscado como el de una tarta quemada. El olfato nos alertaba cuando algo no iba bien.
    Las ropas y su proceso de lavado nos obsesionaban. Eran ángeles guardianes, almas que se tornaban blancas en la sangre del Cordero, que nos rodeaban con sus susurros y su tenue aroma. En el siglo XVIII, imagino, había uno o dos días de colada al año, pero nuestra época estaba obsesionada con la limpieza y aún no había inventado las ayudas mecánicas. Vivíamos un ciclo sin fin de burbujas, trabajo duro y preocupaciones, cercados por un ejército bien visible de objetos inanimados que danzaban en el viento, agitaban vanamente las mangas, alzaban las faldas con vientres hinchados para revelar el vacío, se enroscaban unos en otros como blancos gusanos. En el interior de la casa, colgaban en la cocina en largos tendederos suspendidos cerca del techo, donde pendían, tiesos como un madero, como hombres ahorcados envueltos en su mortaja. Antes y después del planchado descansaban cuidadosamente plegados, como efigies de niños de coro muertos, con sus ropas plisadas con volantes. Bajo la plancha caliente (los jueves) se retorcían, se estremecían, se contraían. Las enormes e informes enaguas de rayón de mi tía abuela brillaban, espectrales, con todos los colores del arco iris, bermellón y azul celeste crujientes, con reflejos cobrizos, con reflejos turquesa. Se derretían fácilmente, y entonces se plisaban y aparecían costras que acababan convirtiéndose en minúsculos orificios irrecuperables. Las planchas se llenaban con brasas del fogón. Eran sumamente pesadas, y había que vigilar mucho para evitar las manchas de hollín, que condenaban la prenda a un inmediato retorno a la tina de lavar. Dentro de ellas, los carbones ardían sin llama, chisporroteaban y se iban extinguiendo. La cocina se llenaba de olor a quemado, un olor a tostado, un mal remedo de los buenos olores a galletas y bollos dorados.
    Era un trabajo duro, pero el trabajo era la vida. El trabajo se enroscaba y entrelazaba con el hecho mismo de respirar, dormir y comer, como las mangas de una camisa se enroscan y entrelazan en un gran enredo con las cintas de los camisones y los lazos de la ropa de domingo. En su vejez, mi madre se sentaba junto a una lavadora de dos tambores, una reducción mecánica de todos esos arcaicos recipientes y cabrestantes y poleas, y usaba las mismas pinzas de madera para sacar del agua su ropa interior y sus fundas y ponerla a aclarar y luego a escurrirse. Estaba artrítica y tenía unos huesecillos de pajarito, como una gaviota furiosa. Le ofrecieron una nueva máquina con puerta frontal que podía lavar y secar un poco de ropa cada día y, supuestamente, aliviar su trabajo. La idea la horrorizó y la llenó de consternación. Dijo que se sentiría sucia —que se sentiría mal— si no tenía un día de colada. Necesitaba el vapor y remover la ropa para convencerse de que estaba viva y que se comportaba como debía. Hacia el final, el número creciente de sábanas sucias la derrotó, y tal vez incluso la mató, si bien creo que murió, no por agotamiento, sino de pena cuando al fin tuvo que reconocer que ya no podía manejar su batidor ni levantar un cubo. Sintió que ya no era necesaria. Tenía un camisón blanco nuevo que había lavado, almidonado y planchado y que nunca había usado, listo para amortajar su carne blanca inerte en su ataúd, y el azulete Reckitt tenía un brillo más vivo que el gris amarillento de sus párpados y labios contraídos y magullados.
    Los alumnos del taller de escritura creativa no apreciaron este estudio levemente siniestro de la limpieza más de lo que habían apreciado el texto anterior. Introdujeron el concepto de «estilo recargado» en su despiadada crítica. Jack Smollett concluyó, y no por primera vez, que había un elemento de regresión infantil en toda clase de adultos. La conducta grupal se imponía, se formaban bandas, se elegían víctimas. La atención del profesor provocaba celos intensos, y toda muestra de parcialidad por su parte despertaba intensos resentimientos. Cicely Fox había pasado a ser «la preferida del profesor». Nadie había hablado mucho con ella en las pausas del café antes de que se hiciera evidente el entusiasmo de Jack por su trabajo, pero ahora la segregaban deliberadamente, le volvían la espalda.
    Jack, por su parte, sabía bien lo que tenía que hacer, o lo que tendría que haber hecho. Debería haberreprimido su entusiasmo. O haberlo moderado. No acababa de entender por qué era tan importante para él insistir en que los escritos de Cicely Fox eran auténticos, la autenticidad misma, aun cuando ello fuera en detrimento del buen orden y la buena voluntad de la clase. Consideraba que estaba defendiendo algo, como un metodista de antaño que rindiera testimonio. Ese «algo» era la escritura, no la propia Cicely Fox. La respuesta de ella a las críticas hechas a sus adjetivos, a las sugerencias de que animara un poco las cosas, era una sonrisa, leve y benévola, a veces un gesto de asentimiento. Pero Jack tenía la impresión de haber estado enseñando algo turbio, una terapia ilegítima, y de que súbitamente había surgido la escritura. Los breves ensayos de Cicely Fox estimulaban en él el deseo de escribir. Le hacían ver el mundo como algo para volcar en palabras. El mohín de Lola Secrett era un objeto digno de un placentero estudio: encontraría sin duda las palabras exactas que lo distinguieran de otros mohines. Quería describir el gusto del café malo, y la inclinación de las lápidas en el cementerio. Le agradaba el torbellino de maldad de la clase porque —quizá— podría describirlo.
    Se esforzó por comportarse de un modo más equitativo. Se propuso no sentarse junto a Cicely Fox en la pausa del café que siguió a la lectura de «Día de colada», y fue a hablar con Bobby Forster y Rosy Weelwright. Su nueva conciencia intransigente de escritor sabía que había algo inapropiado en todas las frases de Bobby Forster, un ritmo irregular, un eco involuntario de otros escritores, una nota como el sonido sordo que produce el macillo de un piano al golpear una cuerda rota. Pero aun así le interesaba Bobby Forster, su mezcla de desenfado y temor, su profundo interés por cada hecho de su actividad diaria, lo cual era, después de todo, lo propio de un escritor. Bobby Forster dijo que había solicitado los formularios de inscripción para participar en un concurso para escritores noveles del suplemento literario de un periódico dominical. Se ofrecía un premio muy bueno —dos mil libras— y la promesa de publicar el trabajo, con la promesa adicional de un posible interés editorial.
    Bobby Forster dijo que creía tener buenas posibilidades de atraer la atención del jurado.
    —Creo que ha llegado el momento de dar por acabada la etapa de aprendiz de escritor.
    Jack Smollett sonrió e hizo un gesto de asentimiento.
    De vuelta en su casa, pasó a máquina «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito» y «Día de colada» y los envió al periódico. Los trabajos tenían que presentarse con un seudónimo. Eligió Jane Temple para Cicely Fox. Jane por Austen, Temple por Herbert. Esperó, y a su debido tiempo recibió la carta que en rigor de verdad nunca había dudado que recibiría: era el destino. Cicely Fox había ganado el concurso literario. Tenía que ponerse en contacto con el periódico a fin de concertar la publicación, la entrega del premio y una entrevista.

    ***

    No sabía a ciencia cierta cómo reaccionaría Cicely Fox ante la noticia. Aun obsesionado como estaba con ella, de ningún modo creía conocerla. A menudo soñaba con ella, sentada en un rincón de su caravana con su cabello bien peinado, el cuello envuelto en un pañuelo y su frágil piel de telaraña, estudiándolo con sus oscuros ojos hundidos. Lo juzgaba por haber renunciado a su oficio, o por no haberlo aprendido. Él era consciente de haber invocado, o creado, a esta desconcertante musa. La verdadera Cicely Fox era una anciana dama inglesa que escribía por su propio placer. Bien podría considerar inadmisible su conducta. Acudía a su clase, pero no se sometía a los juicios de ésta, ni a los de él. Pero juzgaba. Estaba seguro de que juzgaba.
    El premio que él, por así decirlo, le había dado la oportunidad de ganar era una oferta propiciatoria. Deseaba —desesperadamente— que ella se alegrara, que se sintiera feliz, que le brindara su confianza.

    * * *

    Subió a su moto y por primera vez se dirigió a la casa de Miss Fox, que se encontraba en una calle llamada Primrose Lane, en un barrio respetable. Las casas eran adosadas, de estilo Victoriano tardío, y parecían muy apiñadas, en parte porque estaban construidas con grandes bloques de piedra rosácea, y porque había algo erróneo en sus proporciones. Las ventanas eran pesadas ventanas de guillotina, con marcos pintados de negro. Las de Cicely Fox tenían gruesas cortinas de encaje, no de un blanco azulado, sino de un blanco cremoso, advirtió. Reparó en los rosales podados del jardín del frente, y en el peldaño de piedra blanqueada del umbral. La puerta también era negra, y necesitaba una mano de pintura. El timbre estaba en el medio de una especie de rosetón. Llamó. Nadie acudió. Llamó otra vez. Nada.
    Se había preparado para aquella escena, la presentación de la carta, la respuesta de ella, fuera cual fuera. Recordó que era sorda. La verja del pasillo lateral que rodeaba la casa se hallaba abierta. La cruzó, pasó ante algunos cubos de basura, y llegó a un jardín trasero, un cuadrado minúsculo de césped con algunos descuidados arbustos de las mariposas. Y un tendedero giratorio de ropa, sin nada colgado. Había una puerta negra, también con un umbral de piedra blanca. Llamó. Nada. Probó el picaporte, y la puerta se abrió hacia dentro. Se quedó de pie en el umbral y llamó:
    —¡Miss Fox! ¡Cicely Fox! Miss Fox, ¿está usted ahí? Soy Jack Smollett.
    Seguía sin haber respuesta. En ese momento tendría que haberse marchado, pensó más tarde, una y otra vez. Pero se quedó allí, indeciso, y entonces oyó un sonido, un sonido como el de un pájaro atrapado en una chimenea, o un cojín que cayera de un sofá. Entró en la casa y atravesó una cocina lúgubre, de la que luego conservó un recuerdo vago: muebles de la época de la guerra, deslucidos y sobrios, armarios color verde hospital, una vieja cocina de gas con una pata precariamente apuntalada sobre un ladrillo roto. Más allá de la cocina había un vestíbulo con piso de linóleo, y un olor curioso. Era un olor a la vez humano y a humedad, el tipo de olor que los hospitales disimulan con desinfectante. El vestíbulo se encontraba a oscuras. Una estrecha escalera oscura subía en la oscuridad, entre horribles barandillas empotradas. Avanzó de puntillas, haciendo crujir su ropa de cuero de motorista, y empujó una puerta que daba a una sala tenuemente iluminada. Frente a él, en una silla, había un bulto gimiente con una cara enorme, la piel gris, manchada, cubierta de vello, con unos escasos pelos canosos flotando sobre un cráneo calvo y rosa. Los ojos eran amarillos, de mirada perdida e inyectados de sangre, y no parecieron verlo.
    En el rincón opuesto había un televisor volcado, con la pantalla salpicada de algo que semejaba sangre. Junto a él vio un par de pies desnudos y el extremo de unas largas piernas fibrosas y desnudas. El resto del cuerpo yacía enroscado alrededor del televisor. Jack Smollett tuvo que cruzar la habitación para verle el rostro y, hasta que lo vio, no pensó ni por un momento que era el de Cicely Fox. Estaba sepultado en la roída alfombra, bajo una mata de cabellos blancos desgreñados. El cuerpo desnudo se hallaba totalmente cubierto de cicatrices, costras, cardenales, pequeñas marcas redondas de quemaduras y heridas recientes. Había una herida mucho más grave en la garganta. Había sangre fresca en las nomeolvides y prímulas de la alfombra. Cicely Fox estaba muerta.
    La vieja criatura sentada en la silla emitió una serie de sonidos, una risita sofocada, un carraspeo, un resuello, Jack Smollett tuvo que hacer un enorme esfuerzo para acercarse a ella y preguntarle: «¿Qué ha pasado?, ¿quién…?, ¿hay un teléfono?». Los labios se agitaron flojamente, y todo lo que salió de ellos a modo de respuesta fue una suerte de gorjeo. Él recordó su móvil, y salió precipitadamente al jardín trasero, desde donde llamó a la policía, y luego vomitó.
    La policía llegó y actuó con diligencia. La vieja mujer de la silla resultó ser una tal Miss Flossie Marsh. Ella y Cicely Fox habían vivido juntas en esa casa desde 1949. Hacía muchos años que nadie veía a Miss Marsh, y fue imposible encontrar a alguien que recordara haberla oído hablar. Tampoco habló entonces, ni nunca, pese a todos los esfuerzos de la policía y los médicos. Miss Fox siempre había mostrado una amabilidad algo brusca hacia sus vecinos, pero no había alentado el trato con nadie ni invitado a ninguno a entrar, jamás. Nadie fue capaz de encontrar una explicación a las torturas que al parecer le habían infligido a Cicely Fox, evidentemente a lo largo de muchísimo tiempo. Ninguna de las dos mujeres tenía parientes. La policía no halló indicios de ninguna intrusión, con excepción de la de Jack Smollett. Los periódicos informaron sobre el hecho brevemente y de un modo morboso. Se dictaminó que había sido un homicidio, y se cerró el caso.

    * * *

    Los alumnos de Jack Smollet quedaron abrumados durante un tiempo por el destino de Miss Fox. El aire desdichado de Jack los intranquilizaba. Iban a buscarle café. Eran amables con él.
    Jack no podía escribir. La muerte de Cicely Fox había aniquilado su deseo de escribir, tanto como la pasta de grafito y el día de colada lo habían estimulado. Tenía repetidos sueños y visiones diurnas de su pobre piel atormentada, su cuello sangrante, su mandíbula contraída por el dolor. Sabía lo que había ocurrido, lo había visto, y no podía volcarlo por escrito. Se preguntaba si los textos de Miss Fox no habían sido de hecho una terapia desesperada para una vida atroz. Había capas y capas de esas antiguas cicatrices. No sólo en Miss Fox; también en la muda Flossie Marsh. No podía de ningún modo escribir eso.
   
    Sus alumnos, por su parte, bullían de excitación con la idea de escribir sobre ello, un día. Estaban justificados. Al fin y al cabo, Miss Fox pertenecía al mundo normal de sus relatos, el mundo de la violencia doméstica, la tortura y las conmociones traumáticas. Escribirían lo que sabían, lo que le había sucedido a Cicely Fox, y sería la más satisfactoria de las terapias.


   2 El adverbio inglés in tiene el doble sentido de «dentro» y «encendido», lo cual no tiene equivalencia en castellano. (N. de la T.)

A. S. Byatt
El libro negro de los cuentos





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