Haruki Murakami
Un ovni aterriza en Kushiro
ESTUVO cinco días enteros sentada frente al televisor. En silencio, con los ojos clavados en las imágenes de hospitales y bancos derruidos, calles comerciales calcinadas por el fuego, líneas férreas, autopistas cortadas. Hundida en el sofá, con los labios apretados con fuerza, ni siquiera respondía cuando Komura le hablaba. Ni tan sólo afirmaba o negaba con un leve movimiento de cabeza. Él ni siquiera tenía claro si ella llegaba a percibir su voz.
Su esposa era de Yamagata y, que Komura supiese, no tenía ni familiares ni conocidos en los alrededores de Kobe. A pesar de ello, de la mañana a la noche, no se apartaba del televisor. No comía ni bebía, al menos en su presencia. Ni siquiera iba al lavabo. No hacía el menor movimiento, aparte del de cambiar de canal con el mando a distancia.
Komura se tostaba él mismo el pan, se tomaba el café y se iba al trabajo. De regreso, se la encontraba sentada frente al televisor en la misma postura en que la había dejado por la mañana. A él no le quedaba más remedio que improvisar una cena sencilla con lo que había en el refrigerador y tomársela solo. Cuando se iba a dormir, ella seguía con los ojos fijos en la pantalla del noticiario de la madrugada. Circundada por un muro de silencio. Al final, Komura desistió de dirigirle siquiera la palabra.
El quinto día, un domingo, cuando Komura volvió del trabajo a la hora acostumbrada, su esposa había desaparecido.
Komura trabajaba de comercial en un prestigioso establecimiento de Akihabara especializado en equipos de sonido. Vendía productos de alta gama y, a su sueldo, le sumaba una comisión por venta realizada. Su clientela la componían, en su mayor parte, médicos, empresarios acaudalados y provincianos ricos. Ya hacía casi ocho años que trabajaba allí y sus ingresos nunca habían sido bajos, ni siquiera al principio. Era una época de gran prosperidad económica, el precio del suelo subía y Japón entero rebosaba dinero. Parecía que todo el mundo tuviera la cartera repleta de billetes de diez mil yenes y unas ganas irrefrenables de gastárselos. Los artículos más caros eran los que primero se vendían.
Alto, esbelto, siempre bien vestido, muy sociable, Komura había salido, de soltero, con muchas mujeres. Sin embargo, tras casarse a los veintiséis años, sus ansias de búsqueda de emoción sexual habían desaparecido como por ensalmo, de un modo extraño. Durante los cinco años que llevaba de matrimonio no se había acostado con ninguna otra mujer. Y no es que le hubieran faltado oportunidades. Sólo que había perdido el interés en los romances pasajeros. Prefería volver temprano a casa, cenar tranquilamente con su esposa, charlar un rato en el sofá y, luego, irse a la cama y hacer el amor. Esto era cuanto deseaba.
Cuando Komura se casó, todos sus amigos y compañeros de trabajo —en mayor o menor grado, aunque sin excepción— habían sacudido la cabeza incrédulos. Frente a los rasgos clásicos y agraciados de Komura, su esposa mostraba unas facciones vulgares. Y no se trataba sólo de su fisonomía. Tampoco su carácter poseía ningún atractivo en particular. Era taciturna, con un aire siempre malhumorado. Corta de talla, los brazos gruesos, la expresión obtusa.
Sin embargo, Komura —aunque ni él mismo pudiese explicarse la razón—, cuando se encontraba bajo el mismo techo que ella, sentía cómo sus tensiones desaparecían. Dormía apaciblemente por las noches. Ya no lo turbaban sueños extraños. Sus erecciones eran duras; sus relaciones sexuales, de una intimidad plena. Habían dejado de inquietarle la muerte, las enfermedades venéreas, la inconmensurabilidad del universo.
Su esposa, por el contrario, aborrecía la agobiante vida urbana de Tokio y quería regresar a Yamagata. Añoraba a sus padres y a sus dos hermanas mayores, y cuando el sentimiento de nostalgia se recrudecía, regresaba sola a su pueblo. Propietaria de un hotel tradicional japonés, su familia gozaba de gran desahogo económico y, como el padre idolatraba a su hija menor, le costeaba gustoso las escapadas. Para Komura no era una novedad volver del trabajo y encontrarse con que su mujer había desaparecido tras dejar una nota sobre la mesa de la cocina en la que anunciaba que había ido a visitar a sus padres y que volvería unos días después. Ante esto, Komura jamás había expresado una sola queja. Se había limitado a esperar en silencio el regreso de su esposa. Y una semana o diez días más tarde, ella siempre volvía, ya de mejor humor.
Sin embargo, esta vez, cinco días después del terremoto, Komura leía en la carta que ella había dejado al irse: «No volveré nunca más». Y explicaba de forma concisa, pero muy clara, por qué no quería seguir al lado de Komura: «El problema», decía su mujer, «es que en ti no hay nada que me llene. Hablando claro, dentro de ti no hay nada que pueda llenarme. Eres cariñoso, amable, guapo, pero vivir contigo es como vivir con una masa de aire. Ya sé que la culpa no es sólo tuya. Seguro que encontrarás a muchas otras mujeres. No me llames. Deshazte de todas mis cosas».
Curioso modo de hablar porque apenas había dejado nada atrás. Su ropa, sus zapatos, su paraguas, su tazón, su secador: todo había desaparecido. Lo habría enviado, todo a la vez, por un servicio de mensajería, o algo así, después de que él se hubiera ido a trabajar por la mañana. Los únicos objetos que habían quedado allí susceptibles de ser llamados «sus cosas» eran la bicicleta que usaba para ir a la compra y unos cuantos libros. De los estantes de cedés habían desaparecido casi todos los discos de los Beatles y de Bill Evans a pesar de que Komura los coleccionaba desde antes de casarse.
Al día siguiente, Komura telefoneó a casa de los padres de su mujer, en Yamagata. Contestó su suegra, le dijo que su hija no quería hablar con él. En el tono de la madre se traslucía, hacia Komura, cierto sentimiento de culpabilidad. Le dijo que le enviarían los papeles por correo, que él estampara su sello personal y los reenviara lo antes posible. Komura objetó que aquél no era un asunto que pudiera resolver «lo antes posible», se trataba de algo importante, necesitaba tiempo para reflexionar.
Komura se dijo que probablemente ella tuviera razón. Por más que esperara, por más que reflexionase, ya nada volvería a ser como antes. Él lo sabía muy bien.
—Oye, Komura. Me han dicho que te tomas unos días de descanso. ¿Qué vas a hacer?
Durante la hora del almuerzo, Sasaki, un compañero de trabajo, se le había acercado y lo interrogaba.
—No lo sé.
Sasaki era unos tres años más joven, soltero. De baja estatura, pelo corto, llevaba gafas redondas con la montura dorada. Muy hablador y un poco arrogante, despertaba las antipatías de mucha gente, pero con Komura, de carácter más bien apacible, no se llevaba mal.
—Una ocasión así hay que aprovecharla. ¿Por qué no haces un viajecito tranquilo?
—Sí, quizás —dijo Komura.
Sasaki se limpió las lentes de las gafas con un pañuelo, luego clavó la mirada en el rostro de Komura, espiando su reacción.
—¿Has estado alguna vez en Hokkaido?
—Nunca —respondió Komura.
—¿Y no te apetecería ir?
—¿Por qué?
Sasaki carraspeó, entrecerró los ojos.
—La verdad es que tengo que enviar un paquetito a Kushiro y se me ha ocurrido que podrías llevármelo tú. Si lo hicieras, me harías un gran favor y yo te pagaría muy a gusto el billete de avión de ida y vuelta. También me encargaría de encontrarte alojamiento.
—¿Un paquetito?
—De este tamaño —dijo Sasaki trazando con los dedos de ambas manos la figura de un cubo de unos diez centímetros—. Y apenas pesa.
—¿Algo del trabajo?
Sasaki negó con la cabeza.
—No, nada que ver. Es cien por cien algo personal. Sólo que tengo miedo de que lo manejen de cualquier manera y no quiero enviarlo por correo o por mensajero. Preferiría que lo llevara en mano algún conocido. Ya sé que podría encargarme yo mismo, pero no consigo encontrar un hueco para ir a Hokkaido.
—¿Es algo importante?
Sasaki curvó los labios cerrados y, acto seguido, afirmó con un movimiento de cabeza.
—Pero no es ningún objeto frágil, ni peligroso: nada con lo que tengas que andarte con cuidado. Basta con transportarlo sin más. Tampoco tendrás problemas con los rayos X de los controles del aeropuerto. No te ocasionará ninguna molestia. Eso de que no quiera enviarlo por correo, en realidad, es un capricho.
En Hokkaido, durante el mes de febrero, era previsible que hiciera un frío horroroso. Pero a Komura tanto le daba el frío como el calor.
—¿Y a quién tendría que entregárselo?
—Mi hermana pequeña vive allí.
Komura no había hecho planes para las vacaciones y, además, le daba pereza hacerlos, así que decidió aceptar el ofrecimiento. Nada le impedía ir a Hokkaido. Sasaki telefoneó inmediatamente a una compañía aérea y reservó un billete para Kushiro. Un billete para dos días después.
Al día siguiente, en el lugar de trabajo, Sasaki le entregó un objeto parecido a una pequeña caja de cenizas envuelta en papel marrón. A juzgar por el tacto, la caja era de madera. Tal como le había dicho, apenas pesaba. El envoltorio estaba precintado con una ancha cinta de celofán. Paquete en mano, Komura se lo quedó mirando unos instantes. A modo de prueba, lo sacudió suavemente, pero no se produjo reacción alguna, ningún sonido.
—Mi hermana irá a recogerte al aeropuerto. Ella se encargará del hotel —le dijo Sasaki—. Espérala junto a la puerta de desembarque con la cajita en la mano, en un lugar visible. Y no te preocupes. El aeropuerto no es muy grande.
Antes de salir de casa, Komura envolvió la caja que le habían confiado en una gruesa camisa que llevaba de muda y la colocó hacia el medio de la bolsa de viaje. El avión iba mucho más lleno de lo que había supuesto. Komura se preguntó con extrañeza qué diablos iba a hacer toda aquella gente a Kushiro en pleno invierno.
El periódico continuaba repleto de artículos sobre el terremoto. Tomó asiento y leyó, de cabo a rabo, la edición matutina. El número de víctimas mortales continuaba creciendo. El agua y la electricidad seguían cortadas en muchas zonas, la gente había perdido sus casas. Se iba revelando una tragedia tras otra. Pero a los ojos de Komura todos aquellos detalles eran extrañamente planos, carentes de profundidad. Su eco le parecía monocorde y lejano. Lo único en lo que podía centrar, mal que bien, la atención era en su esposa, y en lo rápido que se estaba alejando de él.
Komura reseguía maquinalmente con los ojos los artículos sobre el terremoto, pensaba de vez en cuando en su mujer, volvía a deslizar la mirada sobre algún artículo. Cuando se hubo cansado de pensar en su esposa y de ir persiguiendo los caracteres, cerró los ojos y se sumió en un breve sueño. Al despertar volvió a pensar en su mujer. ¿Por qué había estado siguiendo con tanta pasión, de la mañana a la noche, olvidándose incluso de comer y de beber, las noticias sobre el terremoto? ¿Qué diablos había visto en ellas?
—Mucho gusto —dijo Komura.
—Hola —dijo Shimao.
—Mi hermano me ha contado que su esposa ha fallecido recientemente —dijo Keiko Sasaki con expresión compungida.
—¡Oh, no! No está muerta —rectificó Komura tras una breve pausa.
—¡Pero si ayer mi hermano me lo dijo claramente por teléfono! Que usted había perdido a su esposa.
—No, no. Sólo nos hemos separado. Por lo que sé, se encuentra de maravilla.
—¡Qué raro! Es imposible que haya entendido mal una cosa así.
Debido a la confusión, ponía cara de sentirse herida en lo más profundo. Komura se echó un poco de azúcar en el café y lo removió despacio con la cuchara. Tomó un sorbo. El café, aguado, era insípido; más que en esencia, parecía estar presente de manera simbólica, no real. «¿Pero qué diablos estoy haciendo aquí?», se preguntó Komura con extrañeza.
—Debo de haberlo entendido mal. Es la única explicación que se me ocurre —dijo Keiko Sasaki, reponiéndose. Respiró hondo, se mordisqueó los labios—. Lo siento mucho. He sido terriblemente grosera.
—No se preocupe. Total, viene a ser lo mismo.
Mientras ellos hablaban, Shimao observaba a Komura en silencio, esbozando una sonrisa. Al parecer, había captado su simpatía. Él lo advirtió en la expresión de su rostro y en algunos pequeños gestos. El silencio cayó momentáneamente sobre los tres.
—¡En fin! Primero, lo más importante: el paquete —dijo Komura. Descorrió la cremallera de la bolsa y, de entre los pliegues de una gruesa camisa de esquí, sacó el envoltorio que le habían confiado. «Pensándolo bien, se suponía que debía llevarlo en la mano», se acordó Komura. «Era la señal. ¿Cómo me habrán reconocido estas dos?»
Keiko Sasaki alargó ambos brazos por encima de la mesa, tomó el paquete y se lo quedó mirando con ojos inexpresivos. Luego lo sopesó y, tal como había hecho Komura, se lo llevó al oído y lo sacudió varias veces con suavidad. Dirigió una sonrisa a Komura para indicarle que todo estaba en regla y guardó la caja en un bolso grande.
—Tengo que hacer una llamada. Discúlpeme un momento —dijo Keiko.
—Por supuesto. Faltaría más. Adelante —repuso Komura.
Keiko se colgó el bolso al hombro y se encaminó hacia una cabina que se veía a lo lejos. Komura siguió con la mirada su figura de espaldas. La parte superior del cuerpo de la mujer permanecía fija y únicamente la inferior, de cintura para abajo, se iba desplazando con grandes y ágiles movimientos, como si fuera una máquina. Mientras observaba su modo de andar, Komura tuvo la extraña sensación de que una escena del pasado irrumpía de pronto, sin lógica alguna, en el presente.
—¿Es la primera vez que viene a Hokkaido?—le preguntó Shimao.
Komura movió la cabeza en ademán negativo.
—Está lejos, ¿verdad?
Komura asintió. Y miró a su alrededor.
—Aunque lo cierto es que no tengo la sensación de haberme ido tan lejos. Resulta extraño.
—Es culpa del avión. Va demasiado rápido —dijo Shimao—. El cuerpo se desplaza, pero la mente no puede seguirlo.
—Sí, tal vez.
—¿Y usted quería ir lejos?
—Es posible.
—¿Porque su mujer se ha marchado?
Komura asintió.
—Por muy lejos que uno vaya, jamás puede huir de sí mismo —dijo Shimao.
Komura, que estaba contemplando distraídamente el azucarero que había sobre la mesa, alzó la cabeza y clavó la mirada en el rostro de la mujer.
—Sí. Tienes razón. Por muy lejos que vayas, no puedes huir de ti mismo. Pasa igual que con la sombra. Te sigue a todas partes.
—Seguro que usted quería mucho a su esposa, ¿verdad?
Komura prefirió no responder.
—Eres amiga de Keiko Sasaki, ¿no?
—Sí. Somos compañeras.
—¿Compañeras de qué?
—¿Tiene hambre? —preguntó Shimao a modo de respuesta.
—No lo sé —dijo Komura—. Me da la sensación de que sí y, a la vez, de que no.
—Iremos a comer algo caliente los tres. Cuando haya tomado algo caliente, se sentirá mucho mejor.
En las calles de Kushiro no había nieve acumulada. Sólo se veían restos helados, viejos y sucios como palabras obsoletas, esparcidos, aquí y allá, a ambos lados del camino. Las nubes pendían, bajas, y la oscuridad lo envolvía todo a pesar de que todavía faltaban unas horas para el crepúsculo. El viento cortaba las tinieblas con un silbido agudo. Apenas se veían transeúntes andando por la calle. El paisaje era el colmo de la desolación: incluso los semáforos parecían congelados.
—Ésta es una de las zonas de Hokkaido donde cuesta más que se amontone la nieve —explicó Keiko Sasaki en voz alta volviéndose hacia atrás—. Como está cerca del mar y el viento es muy fuerte, aunque la nieve cuaje se dispersa enseguida. Pero hace un frío que pela. Parece que se te vayan a caer las orejas.
—Si un borracho se duerme en la calle, muere por congelación —apuntó Shimao.
Keiko miró a Shimao y se rió.
—¿Has oído? Que si hay osos, dice.
Shimao soltó una risita.
—No conozco bien Hokkaido —dijo Komura a modo de disculpa.
—Hay una historia muy divertida sobre osos —aclaró Keiko—. ¿Verdad? —añadió dirigiéndose a Shimao.
—¡Divertidísima! —asintió ella.
Sin embargo, la conversación se interrumpió en este punto y la historia sobre los osos nunca llegó a empezar. Tampoco Komura preguntó nada al respecto. Pronto llegaron a su destino. Un gran establecimiento de fideos a pie de carretera. Dejaron el coche en el aparcamiento y entraron los tres juntos en el local. Komura se tomó una cerveza y comió unos ramen calientes. El restaurante estaba sucio, no había nadie, las mesas y las sillas se bamboleaban, pero el ramen era muy bueno y, después de tomarlo, Komura se sintió, realmente, mucho más relajado.
—¿Hay algo especial que quieras hacer en Hokkaido? —le preguntó Keiko Sasaki—. Mi hermano me ha dicho que te quedarás una semana.
Komura reflexionó unos instantes, pero no se le ocurrió nada que le apeteciera hacer.
—¿Te gustaría ir a los baños termales? Meterte dentro del agua caliente y relajarte. Aquí cerca hay unos baños rústicos, pequeños y muy agradables.
—No estaría mal —dijo Komura.
—Seguro que le gustarán. Son fantásticos. Y por allí no hay osos.
Ambas mujeres se miraron a la cara y soltaron una risita burlona.
—Oye, Komura, ¿puedo preguntarte algo sobre tu esposa? —dijo Keiko.
—Sí.
—¿Cuándo se marchó?
—Cinco días después del terremoto, o sea, hace ya dos semanas.
—¿Tiene algo que ver con el terremoto?
Komura sacudió la cabeza.
—No, no lo creo.
—Es posible que haya algún punto de conexión, ¿no? —dijo Shimao ladeando ligeramente la cabeza.
—Sólo que tú no eres consciente de ello —dijo Keiko.
—Sí, porque estas cosas pasan —añadió Shimao.
—¿Y qué quieres decir con «estas cosas»? —preguntó Komura.
—Muy sencillo —dijo Keiko—. Pues que a un conocido nuestro le pasó lo mismo.
—¿Te refieres al señor Saeki? —preguntó Shimao.
—Sí —contestó Keiko—. Por aquí hay un señor que se llama Saeki. Vive en Kushiro. Tiene unos cuarenta años y es peluquero. Su esposa, el otoño pasado, vio un ovni. Conducía el coche sola, a medianoche, por las afueras de la ciudad, y vio cómo un gran platillo volante aterrizaba en medio del páramo. ¡Pum! Como en
Encuentros en la tercera fase
. Y una semana más tarde se fue de casa. No había habido ningún problema entre ellos, ¿sabes?, pero ella desapareció y nadie la ha vuelto a ver.
—Nunca más —dijo Shimao.
—¿Y el motivo es el ovni? —preguntó Komura.
—El motivo no se conoce. Pero ella se marchó un buen día, sin dejar ni siquiera una nota, después de llevar a sus dos niños al colegio —respondió Keiko—. Dicen que durante la semana anterior a su desaparición, daba igual con quién se encontrara, ella no hablaba más que del ovni. Charlaba y charlaba sin parar. De lo enorme, de lo bonito que era.
Ambas esperaron a que Komura asimilara bien la historia.
—A mí me dejaron una nota —dijo Komura—. Y yo no tengo hijos.
—¡Ah! Entonces tu caso no es tan terrible como el del señor Saeki —dijo Keiko.
—Sí. Que haya o no haya niños es vital —añadió Shimao, afirmando con un movimiento de cabeza.
—El padre de Shimao se fue cuando ella tenía siete años —explicó Keiko frunciendo el entrecejo—. Se fugó con la hermana pequeña de su mujer.
—Un día, sin más —dijo Shimao, risueña.
Cayó el silencio.
—Quizá la esposa del señor Saeki no se fue, sino que se la llevaron los extraterrestres —añadió Komura para suavizar las cosas.
—Puede ser —dijo Shimao con cara seria—. Se oyen historias de esas a menudo.
—Claro que también es posible que la devorara un oso mientras iba andando por la calle —dijo Keiko. Las dos volvieron a echarse a reír.
Keiko recogió la llave en recepción, luego, los tres tomaron el ascensor y subieron a la habitación. Frente a la pequeñez de las ventanas, la cama era ridículamente grande. Komura se quitó el plumífero, lo colgó de una percha y, mientras iba al escusado a hacer sus necesidades, las dos mujeres, con gran eficiencia, hicieron correr el agua dentro de la bañera, regularon la intensidad de la luz, comprobaron el funcionamiento del aire acondicionado, encendieron el televisor, estudiaron el menú del servicio de habitaciones, probaron los interruptores del cabezal de la cama, atisbaron dentro del minibar.
—Este hotel lo lleva un conocido mío —dijo Keiko Sasaki—. Por eso te han dado la habitación más grande. Como ves, es un
love-hotel
, pero eso no importa. Porque te da lo mismo, ¿no?
Komura repuso que le era igual.
—Creo que es mucho más inteligente alojarse aquí que en una de las habitaciones pequeñas y pobretonas del
business-hotel
de delante de la estación.
—Sí, tal vez.
—La bañera ya está llena. ¿Por qué no te bañas?
Komura se metió en el baño, tal como le sugería. La bañera era tan desproporcionadamente grande que producía inseguridad bañarse en ella solo. Probablemente, todos los clientes se bañasen en pareja.
Cuando salió del baño, Keiko Sasaki había desaparecido. Shimao estaba sola, viendo la televisión y tomándose una cerveza.
—Keiko se ha ido. Tenía un compromiso, dice que la disculpes. Y que vendrá a recogerte mañana por la mañana. Oye, ¿te importa que me quede un rato mientras me tomo la cerveza?
Komura dijo que le parecía bien.
—¿Seguro que no te molesto? ¿Que no prefieres estar solo? ¿Seguro que puedes relajarte estando con alguien?
Komura le dijo que no le molestaba. Se quedó un rato viendo un programa de la televisión con Shimao mientras se tomaba una cerveza y se iba secando el pelo con una toalla. Era un especial sobre el terremoto. Reproducía las mismas imágenes de siempre, una vez más. Edificios ladeados, autopistas derruidas, ancianas llorosas, confusión e ira que no iban dirigidos a nadie. Al llegar la hora de los anuncios, ella apagó el televisor con el mando a distancia.
—Ya que estamos juntos, podríamos hablar, ¿no te parece?
—De acuerdo.
—¿Y de qué?
—En el coche, vosotras dos habéis mencionado una historia de osos —dijo Komura—. Una historia sobre osos muy divertida.
—Sí. La historia de los osos —dijo ella afirmando con un movimiento de cabeza.
—¿Me la cuentas?
—Claro.
Shimao sacó otra cerveza de la nevera y llenó los dos vasos.
—Es una historia un poco verde. ¿No te molestará que te la cuente yo?
Komura sacudió la cabeza.
—Es que hay hombres a quienes les molesta.
—A mí no.
—Es algo que me pasó a mí, ¿sabes? Me da un poco de vergüenza contarlo.
—Si no te importa, me gustaría escuchar la historia.
—A mí no me importa. Si a ti no te molesta...
—No. A mí no.
—Sucedió hace unos tres años, en la época en que ingresé en la escuela universitaria. Yo salía con un chico. Un compañero de universidad, un año mayor que yo. El primer hombre con el que me acosté. Los dos habíamos ido de excursión. A unas montañas que hay hacia el norte, muy lejos. —Shimao tomó un sorbo de cerveza—. Era otoño y había muchos osos por la montaña. En otoño, los osos son muy peligrosos porque están haciendo acopio de alimento para la hibernación. A veces atacan a las personas. Tres días antes habían atacado a un excursionista y lo habían herido de gravedad. De modo que unos montañeros nos dieron un cascabel. Un cascabel del tamaño de una campanilla colgante. Nos habían dicho que lo hiciéramos sonar todo el rato mientras andábamos. Porque, así, los osos saben que hay hombres por los alrededores y no aparecen. Es que los osos no atacan a los seres humanos por gusto, ¿sabes? Los osos son omnívoros, pero se alimentan principalmente de vegetales. No les hace falta atacar a las personas. Si se topan de improviso con alguien en su territorio, se asustan, o se enfurecen, y entonces, en un acto reflejo, se abalanzan sobre él. Así que, si vas andando tocando el cascabel, ellos te evitan. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Total, que íbamos caminando por un sendero de la montaña con el tintineo del cascabel. Y allí, en un paraje desierto, él me suelta de repente que le habían entrado ganas de hacer
aquello. A mí tampoco me pareció mala idea y le dije que vale. Nos apartamos del camino y nos metimos entre unos matorrales escondidos. Extendimos un plástico sobre el suelo. Pero yo tenía miedo de los osos. Imagínate. Tú estás haciendo el amor, te embiste un oso por la espalda y te mata. ¡Qué situación! ¿No? Debe de ser horrible morir de esa manera. ¿No te parece?
Komura asintió.
—Total, que sujetamos el cascabel con una mano y lo estuvimos agitando mientras hacíamos el amor. Desde el principio hasta el final, todo el rato. ¡Tilín, tilín!
—¿Y cuál de los dos lo tocaba?
—Lo hicimos por turno. Cuando a uno se le cansaba la mano, lo sustituía el otro, y cuando éste se cansaba, el otro volvía a tomar el relevo. Fue muy raro, ¿sabes? Eso de hacer el amor sin dejar de agitar el cascabel —dijo Shimao—. Todavía ahora, cuando estoy haciendo el amor, a veces me acuerdo de aquello y me troncho de risa.
También a Komura se le escapó una risita.
Shimao dio unas palmaditas, alborozada.
—¡Qué bien! Tú también sabes reír.
—¡Pues claro! —dijo Komura. Aunque, pensándolo bien, hacía mucho tiempo que no se reía. ¿Cuándo había sido la última vez?
—Oye, ¿te importa que tome un baño?
—No, no me importa.
Mientras ella estaba en el aseo, Komura se quedó mirando un programa de variedades que presentaba un actor cómico con un potente chorro de voz. No conseguía verle la gracia por ningún lado, pero Komura era incapaz de discernir si la culpa era del programa o suya. Bebió cerveza, abrió una bolsa de almendras del minibar y se las comió todas. Shimao pasó una considerable cantidad de tiempo en el baño, pero, al final, apareció envuelta sólo en una toalla y se sentó en la cama. Se desprendió de la toalla y se escurrió entre las sábanas como un gato. Luego miró de frente a Komura.
—Oye, Komura. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste cosas verdes con tu mujer?
—Me parece que fue a finales de diciembre.
—¿Y desde entonces nada?
—No.
—¿Ni con otra persona?
Komura asintió con los ojos cerrados.
—Lo que tú necesitas ahora es relajarte y disfrutar de la vida de una manera más abierta —dijo Shimao—. ¿No te parece? Piensa que mañana quizás haya un terremoto. O a lo mejor se te llevan los extraterrestres, o quizá te devora un oso. Nadie sabe lo que va a pasar.
—No, nadie lo sabe —repitió Komura.
—¡Tilín! ¡Tilín! —dijo Shimao.
—Estabas pensando en tu mujer, ¿verdad? —preguntó Shimao.
—Sí —respondió Komura. Pero, a decir verdad, lo que ocupaba su mente eran las escenas del terremoto. Como en una proyección de diapositivas, aparecía una, se borraba otra. Aparecía una, se borraba otra. Autopistas, llamas, humo, montañas de escombros, grietas en las calles. Él no podía cortar esta sucesión de imágenes mudas.
Shimao posó la oreja en el pecho desnudo de Komura.
—Estas cosas pasan —dijo.
—Sí.
—Mejor que no le des importancia.
—Intentaré no dársela —dijo Komura.
—O sea, que se la das. Ya. Como todos los hombres.
Komura enmudeció.
Shimao pellizcó suavemente los pezones de Komura.
—Oye, Komura. Antes has dicho que tu esposa te dejó una nota al marcharse, ¿verdad?
—Eso he dicho.
—Y en esa nota, ¿qué ponía?
—Pues que vivir conmigo era como vivir con una masa de aire.
—¿Una masa de aire? —Shimao ladeó la cabeza y alzó los ojos hacia el rostro de Komura—. ¿Y qué significa eso?
—Que no tengo contenido, supongo.
—¿No tienes contenido?
—Tal vez no. Pero no sabría explicarlo. Dice que no tengo contenido, pero ¿el contenido qué diablos es?
—Tienes razón. Si te paras a pensar, ¿qué diablos es el contenido? —dijo Shimao—. A mi madre le gustaba mucho la piel del salmón y siempre decía que ojalá los salmones tuvieran sólo piel. O sea, que en algunos casos es mejor que no haya contenido. ¿No te parece?
Un salmón compuesto sólo de piel. Komura intentó imaginárselo. Claro que, suponiendo que existiera un salmón compuesto únicamente de piel, ¿no pasaría a ser la piel, en sí misma, el contenido? Komura aspiró una gran bocanada de aire: la cabeza de la mujer se elevó de manera visible, luego descendió.
—¿Sabes? No sé si tienes contenido o no, pero pienso que eres muy simpático. Estoy segura de que encontrarás a muchas mujeres que te comprenderán y que se enamorarán de ti.
—También ponía eso.
—¿La nota de tu esposa?
—Sí.
—¡Ah! —dijo Shimao con tono de fastidio. Volvió a posar la oreja en el pecho de Komura. Él sintió el pendiente como un cuerpo extraño secreto.
—Por cierto, ¿y la caja que he traído? —dijo Komura—. ¿Qué contiene?
—¿Te preocupa?
—Hasta ahora no me ha importado. Pero es curioso: ahora, no sé por qué, me preocupa.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace un momento.
—¿De repente?
—Sí, en cuanto me ha venido a la cabeza. De repente.
—¿Por qué habrá empezado a preocuparte, así, de repente?
Con la vista clavada en el techo, Komura reflexionó unos segundos. «¿Por qué sería?»
Por unos instantes, ambos aguzaron el oído al ulular del viento. Venía de algún lugar que Komura ignoraba y pasaba de largo, rumbo a un lugar que Komura desconocía.
—La razón —susurró Shimao— es que lo que había dentro de la caja era tu contenido. Tú lo has traído hasta aquí sin saberlo y se lo has entregado, con tus propias manos, a Keiko. Y ya nunca más podrás recuperarlo.
Komura se incorporó, dejó caer la mirada sobre el rostro de la mujer. La pequeña nariz y los lunares. En el profundo silencio resonaban los fuertes y secos latidos de su corazón. Al doblar la espalda, sus huesos crujieron. Sólo duró un instante, pero Komura supo que estaba a punto de ser poseído por una violencia brutal.
—Era una broma —dijo Shimao al ver la expresión de su rostro—. He dicho lo primero que se me ha pasado por la cabeza. Ha sido una broma de mal gusto. Lo siento. No me hagas caso. No quería herirte.
Komura se serenó, barrió la habitación con los ojos y, luego, volvió a sepultar la cabeza en la almohada. Cerró los ojos, respiró hondo. La inmensidad de la cama lo rodeaba como el mar de la noche. Se oía el silbido de un viento gélido. Los furiosos latidos del corazón le sacudían los huesos.
—Oye, ¿ahora ya tienes un poco la sensación real de haberte ido lejos?
—Tengo la sensación de haberme ido lejísimos —dijo Komura con sinceridad.
Shimao trazaba con la yema del dedo un dibujo complicado, como un conjuro, sobre el pecho de Komura.
—Pues el viaje sólo acaba de empezar —dijo ella.
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