domingo, 1 de agosto de 2021

William Trevor / Una relación perfecta




William Trevor
Una relación perfecta

    —Ya recojo yo la sala —propuso ella—. Es lo mínimo que puedo hacer.
    Prosper la observó hacerlo. Ella había negado que hubiera otro, repitiéndolo varias veces porque él había insistido varias veces en que debía de haberlo.
    Ahuecó los cojines de los sillones y el sofá, recogió los vasos vacíos. Limpió las manchas pegajosas de la mesa donde estaban las botellas. Ya había pasado la aspiradora por la moqueta.
    Era por la mañana temprano, poco antes de las seis. «Me encanta este piso», solía decir ella, y Prosper, como la conocía bien, intuyó que quería decirlo otra vez ahora que iba a marcharse. Pero no dijo nada.
    Una vez, antes de que ella se instalara en el piso, habían ido de excursión a los montes Chiltern. Sin conocerse apenas, se habían alojado en casas de labranza las dos noches del fin de semana, yendo a pie de una a la otra. Él había identificado pájaros para ella —alcaravanes, collalbas—, y flores silvestres cuando él mismo las distinguía. Por entonces, ella aún estudiaba en la escuela nocturna y a menudo hablaban entre ellos en un sencillo italiano, que era una de las dos lenguas que él enseñaba allí. Ella le preguntaba cómo se escribían giochetto y pizzico; empleaba correctamente el pretérito imperfecto. Él se preguntó si se acordaría de eso, o de su propia timidez en aquella época, y de su humildad, y de que nunca se olvidaba de darle las gracias por las cosas. Y de que la admiraba lo mucho que él sabía.
    —Te quiero, Chloë.
    Morena y esbelta, no alta, Chloë le quitaba importancia a su aspecto físico, considerándose del montón. Pero en realidad su buena presencia tenía un toque de belleza. Residía en el intenso azul de sus ojos, su boca perfecta, su perfil.
    —Me horroriza hacerlo —dijo—. Es espantoso. Lo sé.
    Él cabeceó, no para negar lo que ella decía, sino para expresar perplejidad. Ella había elegido justo aquel momento —en plena noche, como se vio— porque así era más fácil, ya casi un hecho consumado cuando él volvió de la escuela nocturna, más fácil armarse del valor necesario. Él lo adivinó, pero no lo dijo porque importaba mucho menos que la circunstancia de que Chloë quisiese marcharse.
    Los colores apagados de la ropa que llevaba eran apropiados para una ocasión lúgubre, como si los hubiera escogido especialmente: la falda gris que detestaba, el anodino pañuelo de seda que no había sido regalo de él, a diferencia de muchos otros, la sencilla blusa crema que él nunca le había visto antes sin un collar. Su aspecto era un poco distinto, quizá pensaba que era lo propio porque era así como se sentía.
    —¿Adónde irás, Chloë?
    Ella, de espaldas a él, intentó encogerse de hombros. Cogió un vaso y, al llegar a la puerta, se volvió hacia Prosper. Nadie más lo sabía, dijo. Él era el primero en saberlo.
    —Te quiero, Chloë —repitió él.
    —Sí, eso ya lo sé.
    —Lo hemos sido todo el uno para el otro.
    —Sí.
    El afecto en su relación había colmado de placer la vida de ambos: eso no se había dicho antes en esa sala, y tampoco se había dicho muy a menudo que eran afortunados. La reticencia que compartían era natural en ellos, pero sabían —ambos con igual certeza— qué era lo que no se había expresado con palabras. Tal vez él hubiera podido manifestar ahora parte de eso, pero, intuyendo que habría dado la impresión de protestar demasiado, se abstuvo.
    —No te vayas —rogó en cambio, y ella fijó en él una mirada vacía antes de salir.
    Él la oyó en el dormitorio después de haber pasado la aspiradora por el pasillo. Sonó el teléfono y Chloë contestó de inmediato; un taxista, supuso él, porque a veces les resultaba difícil encontrar Clement Gardens.
    Agotado, Prosper se sentó. De mediana edad, un poco canoso, con una expresión angustiada en su rostro delgado, habitual en él, se preguntó si parecía tan alterado y demacrado como se sentía.
    —No te vayas —susurró—. Por el amor de Dios, no te vayas, Chloë.
    No se oyó ningún ruido en el dormitorio, ni de maletas ni de cremalleras ni de pisadas. Entonces sonó el timbre de la puerta y llegaron unas voces del pasillo, la de ella despreocupada y natural, cortés como siempre, la del taxista, que habló en un murmullo. La puerta del piso se cerró ruidosamente.
    Él se quedó sentado allí donde ella lo había dejado, pensando que en realidad no la conocía, pues, si no, ¿qué otra explicación podía haber? La imaginó en el taxi que la llevaba a algún lugar que no le había revelado, dándole más información incluso al taxista que a él: por qué iba allí, cuál era el problema. No se habían despedido. Ella no había llorado. «Lo siento», había dicho cuando él llegó de la escuela nocturna poco más o menos a la hora de costumbre. Su horario era de ocho a una y media, pero casi siempre se quedaba un rato más con algún alumno rezagado. Así había sido esa noche, y luego había vuelto a pie porque tenía la sensación de necesitar aire fresco, deteniéndose como tantas veces a tomar una taza de té en el puesto de Covent Garden. Eran las tres menos veinte cuando llegó, y ella no se había acostado. Había tardado casi toda la noche en hacer las maletas.
    Tampoco Prosper se acostó esa noche, ni a lo largo del día. No habían discutido. Nunca lo habían hecho, ni una sola vez, jamás. Ella siempre valoraría eso, había dicho.
    Él tomó paracetamol para el dolor de cabeza. Deambuló por el piso, esperando descubrir algo que ella hubiera olvidado, como solía ocurrirle cuando hacía las maletas. Pero todo rastro de Chloë había desaparecido de la cocina y del cuarto de baño, del dormitorio que habían compartido durante dos años y medio. Por la tarde, a las cuatro y media, llegó una alumna particular, una eslovaca de mediana edad, a quien ayudaba a mejorar el inglés. No le cobraba. No merecía la pena, ya que ella apenas hubiera podido pagarle una miseria.


    Hasta ese día el trabajo había sido una distracción para Chloë. Ahora lo era una pantalla de televisor, montado en alto en un rincón, en ángulo para que pudiera verse desde la cama sin mucho esfuerzo. Conocía a gente que la habría alojado durante un tiempo, pero no era eso lo que quería. En el hotel Kylemore la tarifa incluía el desayuno. Y además prefería eso: estar sola.
    Pero no era la misma habitación que le habían enseñado cuando fue a informarse una semana antes. El deslucido papel de pared estaba manchado, la mesilla de noche marcada con quemaduras de cigarrillo. La que le habían enseñado al menos estaba limpia, y esa mañana había vacilado al ver que la llevaban a una distinta. Mas, decaída como se sentía, no se había animado a protestar.
    Desde la ventana observaba el tráfico, que avanzaba lentamente en el embotellamiento: taxis inmovilizados, conductores de autobús pacientes, las ventanillas bajadas en el calor vespertino, ciclistas que maniobraban con habilidad. Sin dejar de mirar la calle, Chloë supo por qué estaba allí y se lo recordó. Pero, en realidad, saberlo no servía de nada. Había sido feliz.


    Era la segunda vez que abandonaban a Prosper. La primera vez, él estaba casado, pero la separación que siguió a la relación informal no era menos dolorosa; y en las jornadas ahora interminables, la angustia se convirtió en tormento. Tenía pavor al instante de regresar al piso vacío, sobre todo ya de madrugada. Tenía pavor a la escuela nocturna, al parloteo entre clases, a la perturbadora presencia de Hesse, el nuevo director, a la máquina de bebidas calientes que te daba lo que tenía, no lo que querías, a las caras en el aula con las miradas fijas en él. «¿Todo bien?», preguntaba Hesse, articulando cada sílaba gutural despacio y con cuidado, y su rostro grande y fofo simulaba preocupación. En los sueños de Prosper perduraba la satisfacción que había experimentado durante dos años y medio, y a menudo alargaba los brazos para tocar a la compañera que ya no estaba allí. En ese momento, en la oscuridad, llegaba la verdad, despiadada, innegable.
    Al finalizar la semana, el domingo fue a Winchelsea, un largo y lento viaje en tren y autobús, más lento aún por las obras del fin de semana en distintos tramos de la vía.
    —Vaya, qué sorpresa tan agradable —dijo la madre de Chloë cuando, visiblemente agitada, abrió la puerta.
    Lo condujo a la sala de estar que él recordaba de la única vez que había estado en esa casa: las reproducciones de escenas campestres en las paredes, los adornos, una estantería abarrotada de libros que, según decía Chloë, nunca se habían leído. La chimenea no estaba encendida porque esa mañana el sol bañaba la habitación. Un perro blanco y negro —reacio a obedecer cuando lo obligaron a salir por la puerta halconera— olía como la otra vez, a mojado o a sí mismo. También aquella otra vez había sido en domingo.
    —Ah, sí, estamos bien —dijo la madre de Chloë en respuesta a su pregunta—. Ahora mi marido tiene un entretenimiento nuevo.
    La detección de metales, resultó: andar hurgando con un artefacto en la playa de Winchelsea, el mejor sitio para esa actividad en kilómetros a la redonda.
    —¿Te apetece un café? ¿O quedarte a comer? Él volverá a la hora de comer.
    Prosper siempre había sabido que la madre  no lo veía con buenos ojos, un hombre mayor que Chloë, con el que ella misma nunca haría buenas migas: la imaginaba perfectamente diciéndolo. Y ahora la había sorprendido con un rulo en el pelo gris y ralo, olvidado, supuso. Vio que se daba cuenta, el gesto nervioso palpándose un lado de la cabeza. Lo dejó solo y, cuando regresó, se disculpó por haberlo abandonado. Le ofreció un jerez, de una botella casi vacía.
    —Mi marido ha dicho que traerá más. —Sirvió lo que quedaba, sin ponerse ella.
    —No sé dónde está —dijo Prosper—. Pensaba que quizá hubiera venido aquí.
    —Ah, no, Chloë no está aquí.
    —Me preguntaba...
    —No, Chloë no está aquí.
    —Tal vez dijo adónde iría.
    —Pues no.
    Se preguntó qué habría dicho, cómo se habría expresado, cabía suponer que por teléfono. Se preguntó si a ellos les había explicado más que a él, si se habían alegrado o al menos sentido alivio, los dos, no sólo ella.
    —Él volverá enseguida. Lo apenaría no verte.
    Prosper se lo creyó, visualizando la figura desgarbada escarbando entre los guijarros de la playa con su detector. El padre tenía muy mimada a Chloë y debía de pensar que era incapaz de hacer nada malo; aun así, era a él a quien Prosper había ido a visitar. No había sido sincero al decir que creía que quizá ella estuviera allí.
    —Es una situación difícil —dijo la madre—. Visto lo visto, es difícil. —Y cabeceó repetidamente. Prosper dijo que se hacía cargo—. Mi marido quería verte. Quería que yo te invitara.
    —Es usted muy amable.
    —Nunca para quieto.
    —Ya me acuerdo.
    —El invierno pasado hizo todos esos barcos en botellas. ¿Has visto los barcos, en el pasillo?
    —Sí, me he fijado en ellos.
    —Hoy tenemos cordero. Una pata pequeña, pero bastará —estaba diciendo ella cuando se oyó la llave en la puerta y a continuación la voz del marido anunciando su llegada.


    La mañana de ese mismo domingo, Chloë se marchó del hotel Kylemore y fue en taxi a Maida Vale, donde dispuso sus cosas en la habitación que le habían dejado mientras la chica que vivía allí pasaba las vacaciones en la Provenza. Sería mejor que el hotel, y quizá tres semanas bastasen para encontrar un sitio permanente.
    Llenó los cajones que le habían asignado y colgó la ropa, al menos la que cabía, en un espacio con perchas detrás de una cortina. Un golpe de suerte, había dicho ella, cuando la chica —una compañera de la oficina a quien por lo demás apenas conocía— se lo había propuesto, mencionando el precio del alquiler y pidiendo que lo pagara por adelantado. Chloë había vivido en una habitación muy parecida antes de trasladarse al piso de Clement Gardens.
    Él no la había presionado para que se instalara en su casa; en ningún momento había hecho tal cosa, en ningún momento de la relación la había presionado para nada. En cuanto ella vio el piso, quiso quedarse, fascinada por la amplitud, y la grandiosidad —así lo describió— de Clement Gardens. El propio jardín, donde uno podía sentarse en verano, era para uso exclusivo de los vecinos, y se exigía rigurosamente el cumplimiento de las normas para que fuera un lugar tranquilo.
    Salió a tomar un café y encontró una cafetería con una terraza al sol. Se dijo que no se sentía sola, aun sabiendo que no era cierto. ¿Serían los fines de semana lo peor?, se preguntó. ¿Lo peor por lo mucho que habían significado, incluso antes de instalarse en Clement Gardens, quizá sobre todo entonces? Preparó una lista de cosas que comprar y preguntó a la camarera que le llevó el café si había cerca algún sitio abierto.
    —Sí, claro —contestó ésta, y le dijo dónde.
    Por allí pasaban personas que sacaban a sus perros a hacer ejercicio, niños en compañía de padres que hacían uso del derecho de visita dominical, parejas parsimoniosas. La campana de una iglesia empezó a doblar; los ancianos, con sus devocionarios, se apresuraban. El resentimiento se manifestaba en las expresiones de los niños, cuyos padres se esforzaban por darles conversación.
    Amodorrada por el sol, porque había pasado mala noche, Chloë se adormeció un momento; al espabilarse, le vino a la memoria la imagen de la que fue esposa de él. «¡Prosper!», lo había llamado aquella mujer hermosa, mezclada entre la multitud del Festival Hall, todavía poseyéndolo un poco con su sonrisa. Y mientras volvían a sus asientos para la segunda parte del concierto, Chloë se había preguntado si el hombre que esa noche acompañaba a la mujer era el mismo con quien ella se había fugado, e imaginó que sí.
    Preparó la lista de lo que necesitaba. La Quinta Sinfonía de Mahler, cuyo cedé había sonado durante semanas antes de que él la llevara al Festival Hall. Su manera de introducir la música en la vida de Chloë había sido presentarle los compositores de uno en uno.


    El padre de Chloë era tímido, y más aún después de lo ocurrido. Estaba un poco encorvado y por eso, así como por su fragilidad, aparentaba más edad de los sesenta y siete años que tenía.
    —Lo siento —dijo cuando su mujer salió de la sala.
    —No sé por qué ha pasado.
    —Quédate a comer con nosotros, Prosper.
    La invitación casi pareció una compensación, pero Prosper supo que eran imaginaciones suyas, que no pretendían nada tan ridículo.
    —No sé dónde está.
    —Creo que desea estar sola.
    —¿Podrían ustedes...?
    —No, eso no podríamos hacerlo.
    Dando un paseo, se acercaron al Lord and Lady, adonde también Prosper había ido aquel otro domingo con un fin similar: en busca de unas cervezas para la comida.
    —¿Tomamos algo ya que estamos aquí? —Ese mismo ofrecimiento se había hecho la otra vez en el bar, y el padre, acordándose, pidió un gin-tonic para Prosper y una Worthington para él.
    —No podríamos hacer lo que Chloë no quiere que hagamos —explicó mientras esperaban a que les sirvieran.
    En la sala de la casa había una fotografía de ella enmarcada en la repisa de la chimenea, una niña descalza, de nueve o diez años, en bañador, riendo rodeada de castillos de arena. Chloë detestaba aquella fotografía, solía decir. Y aquella sala. La habían llamado Chloë por un remilgado personaje de una película. No conseguía sentir apego por su nombre.
    —No hay otro hombre —dijo Prosper.
    —Chloë nos ha dicho que no tiene nada que ver con eso.
    El vaso de cerveza se alzó, y Prosper hizo lo mismo con su gin-tonic.
    —No nos hemos peleado.
    —Has hecho mucho por Chloë, Prosper. Sabemos lo que has hecho por ella.
    —Menos de lo que pueda parecer.
    Enseñar no era gran cosa, uno transmitía información. Cualquiera podría haberla llevado a ver películas extranjeras, cualquiera podría haberla llevado a la National Gallery, o haberle explicado quién era Apemanto. Ella había sido la más receptiva e inteligente de todas las alumnas que había tenido.
    —Te seré sincero, Prosper: aquí en casa no siempre hemos coincidido acerca de vuestra amistad. Tampoco es que nos hayamos tirado los platos a la cabeza. No, no me refiero a eso.
    —Soy mayor que ella.
    —Sí, eso se ha comentado.
    —No ha tenido mucha importancia. No para Chloë. No para ninguno de los dos.
    Un tono suplicante empañaba una y otra vez la voz de Prosper. No podía contenerlo. Se sentía patético, fracasado por su propia incapacidad para dar razón de lo ocurrido. ¿Por qué habrían de compadecerse de él? ¿Por qué habrían de tomarse la menor molestia por un hombre desechado?
    —Chloë nunca ha sido testaruda —dijo su padre, que parecía tenso, como si la conversación también lo desbordara.
    —No. Ella no es así.
    Su padre asintió, una señal de alivio: se había llegado a un punto final.
    —Vas por la mañana —prosiguió—, cuando toda la playa es para ti. Kilómetros de playa, y para ti solo. Es increíble lo que puedes encontrar. En fin, no habrá nada, te dices. Siempre te equivocas.
    —No debería haber venido a molestarlos. Lo siento.
    —No, no.
    —He intentado encontrarla. He telefoneado a todo el mundo.
    —Oye, será mejor que volvamos.
    Apenas hablaron en el trayecto de vuelta, ni en el comedor. Prosper no pudo comer lo que le sirvieron. Los silencios, cuando se renovaban, duraban cada vez más, y al final ya sólo hubo silencio. «Debería haber obligado a Chloë a decirle adónde iba», dijo, y vio que ellos se sentían incómodos, aunque no hicieron ningún comentario al respecto. Al marcharse, se disculpó. Ellos dijeron que también lo sentían, pero él supo que no era así.
    En el tren se quedó dormido. Despertó al cabo de un minuto y pensó que se debía a la jarra de cerveza en la comida, sumada al gin-tonic. Sólo porque ella hubiera dicho que no había otro y se lo hubiera dicho también a ellos, sólo porque ella nunca mentía, no significaba que fuera verdad. Todo el mundo mentía. Las mentiras estaban a disposición de cualquiera, en espera de que alguien las usara cuando pudiesen serle útiles. La posibilidad de que hubiera otro daba sentido a todo, un hombre más joven que le dijera lo que debía hacer.
    El tren entró lentamente en Victoria, pero él se quedó allí sentado hasta que un empleado de la limpieza antillano le señaló que debía bajar. Se abrió paso a través de la muchedumbre en la estación, planteándose ir a algún bar, pero lo descartó. Volvió a cambiar de idea de camino al metro, porque no quería quedarse en su casa. Tardó una hora en llegar a pie al Vine, en Wystan Street, donde habían pasado juntos muchas tardes de domingo.
    El local estaba tranquilo, como él preveía. En el Vine las voces no resonaban y la gente no hablaba a gritos; en parejas o solos, los clientes leían la prensa dominical. La había llevado allí cuando ella asistía aún a la escuela nocturna, después de una clase un domingo por la tarde. «Tú me has salvado», decía Chloë, y recordó que se lo había dicho allí. En la escuela nocturna, encogida como una colegiala en su pupitre, obediente, humilde, su buena presencia no realzada, su inteligencia oculta, se restaba importancia a sí misma. Atrapada por su manera de ser, había pensado él, aunque ya no tanto cuando empezó la amistad entre ellos, cuando salían juntos de la escuela nocturna y recorrían las calles, vacías y oscuras, conversando al principio sobre las dos lenguas que ella estudiaba, y pasando después a todo lo demás. A veces hacían un alto en el puesto de café de Covent Garden, y se iban conociendo más mutuamente. Hija única, había crecido en un entorno asfixiante; apartada del mundo por unos tenues visillos. El padeció, en su matrimonio, el tormento de no sentirse ya deseado. Ella, por su parte, se avergonzaba de avergonzarse, y él, por la suya, se quedó con sus celos y su orgullo herido. La intimidad entre ellos también lo salvó.
    Había una mesa libre en un hueco de la vinatería, una en la que en su día se habían sentado los dos. Con el pelo recién teñido con henna y seda negra ciñéndose a sus curvas, Margo, la dueña del establecimiento, lo saludó cordialmente desde la barra.
    —Chloë no se encuentra bien —dijo él cuando ella se acercó a tomar nota. Sus pulseras tintinearon mientras recogía los vasos y limpiaba la mesa.
    —Pobre Chloë —musitó Margo, y le recomendó un blanco, el Beaune, con aquella voz susurrante que siempre sorprendía, ya que su aspecto sugería estridencia.
    —Se pondrá bien. —Prosper asintió, sin saber por qué fingía—. Como estoy solo, una de medio litro.
    Se la sirvió otra camarera, una chica que no estaba antes en el bar. Las medias botellas de vino tenían algo de triste, comentaba siempre él, y ahora entendió de verdad qué quería decir, la copa solitaria, la botella pequeña y desproporcionada.
    —Gracias —dijo, y la chica le devolvió la sonrisa.
    Tomó un sorbo de vino frío, echando un vistazo a los hombres solos. Cualquiera de ellos podría estar esperando a Chloë. No era imposible, pese a que en otro tiempo lo hubiera sido. Un joven de casi la misma edad que ella, con un pañuelo de seda metido al desgaire en una camisa azul de cuello desabotonado, gafas de sol en la cabeza, leía un libro de bolsillo con la misma tapa que la edición del propio Prosper, Diario de un cura rural.
    Intentó recordar si alguna vez le había recomendado a ella ese libro. Sí le había aconsejado El agente secreto, y a Poe y a Louis Auchincloss. Ella no había leído a Conrad. No había oído hablar de Scott Fitzgerald, ni de Faulkner ni de Madox Ford.
    El hombre tenía el pelo rubio, bastante largo pero peinado. Un jersey, también azul, colgaba del respaldo de su silla. Sus zapatillas de lona eran asimismo azules.
    Era de su estilo, del de Chloë. Prosper no supo por qué lo pensaba, y sin embargo, cuanto más le daba vueltas a la idea, más lógica le parecía. ¿Se habían fijado el uno en el otro algún domingo? ¿El la había mirado como a veces hacen los hombres? ¿Cuándo habían cruzado una mirada?
    Volvió a observar al hombre y advirtió que lanzaba ojeadas hacia la puerta. Con un dedo, se echó más atrás las gafas de sol, colocó un marcador de libro entre las páginas de Diario de un cura rural y lo sacó otra vez. Pero no llegó nadie.
    La tapa del libro tenía una fotografía verde y negra, el joven cura de pie sobre una silla, la mujer con un cesto lleno de velas. ¿Acaso habían cogido el libro de las estanterías del piso, para dar al engaño un estremecimiento de emoción, cierto morbo? Tras dejar el marcador en la mesa, el hombre volvió a subirse las gafas de sol. La gente empezó a marcharse, colocando antes de salir los periódicos en el soporte junto a la puerta.
    De un momento a otro llegaría Chloë. No se daría cuenta de que también él estaba allí, y cuando lo viera desviaría la vista. La primera vez en el puesto de café de Covent Garden ella le había dicho que hasta entonces nunca había hablado de verdad con nadie.
    Por un momento Prosper imaginó que ocurría, que ella llegaba, que aquel hombre le tendía los brazos, que la abrazaba, que ella le devolvía el abrazo. Se dijo que no debía mirar. Se dijo que no debería haber ido, y no volvió a mirar. En la barra pagó el vino que no había bebido y en la calle lloró y, avergonzado, ocultó su aflicción a los viandantes.


    Ella observó apagarse el crepúsculo y cómo la oscuridad se acrecentaba y en las ventanas del piso con vistas a los jardines se encendían las luces. «Bah, un hombre supera una cosa así.» A su madre no le cabía la menor duda. Ésta le aseguró que ya se recuperaría; su padre le dijo que habían ido juntos por cerveza para la comida. Ella había telefoneado porque él estaría allí; lo había adivinado. «No era tu tipo, eso desde luego», sentenció su madre. Su padre le dijo que se mantuviera firme en lo que había hecho. «Está bastante afectado, sí, pero tú has sido justa y clara con él.» Su madre dijo que él ya la había disfrutado un buen tiempo.
    Al final dijeron que él no era gran cosa. Aunque solían discrepar, esta vez se mostraron de acuerdo, ya que si esa falsedad parecía la verdad, todo resultaba más fácil. «Uy, hace ya mucho —dijo su madre—, hace ya mucho le comenté a tu padre que las cosas no iban por buen camino.» Una sombra emborronó fugazmente una de las ventanas iluminadas. El día, antes cálido, había refrescado, pero en el jardín el aire se notaba límpido y quieto. Ahora, allí sola, recordó aquella vez en que él la había guiado entre los arbustos antes de que ella se trasladara al piso. «Hibisco», había respondido él a la pregunta de ella, y añadió que aquél era un hipérico, aquella una potentilla, aquella una mahonia. Ella recordó los nombres y supuso que siempre los recordaría.
    Cuando salió del jardín, tiró de la verja para cerrarla y oyó el chasquido del pestillo. Cruzó la calle y se detuvo ante la puerta que conocía tan bien. Lo único que tenía que hacer era dejar la llave de la verja en el buzón: había ido para eso, porque se la había llevado sin querer. Sería descubierta a la mañana siguiente bajo las cartas del día y colocada con éstas en el estante del vestíbulo, un objeto hallado en espera de quien lo hubiese perdido.
    Pero, con la llave en la mano, Chloë permaneció allí inmóvil, reacia a entregarla de ese modo. En algún sitio se oyó la portezuela de un coche; de lejos llegaba una tenue música. Siguió allí unos minutos que se le antojaron mucho más tiempo. Luego llamó al timbre.



    Prosper oyó sus pasos en la escalera y abrió la puerta. Cuando la cerró tras Chloë, ella le dio la llave, sonrió y permaneció en silencio.
    —Es muy amable por tu parte —dijo él.
    Sabía que era ella ya antes de oír su voz por el portero automático. «Telepatía», había pensado, pero en el fondo no lo creía.
    —Fuiste a la costa —dijo ella. Siempre lo llamaba así, como si el pueblo donde había vivido no mereciese mayor distinción, como si participase de las cosas que le disgustaban de su casa.
    Al principio se habían quedado de pie, pero ahora estaban sentados. Él le sirvió una copa sin preguntarle.
    —He alquilado una habitación para unas semanas —dijo ella—. Entretanto buscaré otro sitio.
    —Es sólo porque quizá tenga que reenviarte alguna carta. Resulta incómodo si alguien llama por teléfono. Incómodo no saber qué decir.
    —Lo siento.
    —Bueno, de momento no ha llegado ninguna carta. Y no ha llamado nadie. No debería haber ido a Winchelsea.
    —Tenía que haberme explicado mejor.
    —¿Por qué te has ido, Chloë?


    Ella se oyó a sí misma contestar, decir en apenas un susurro que se había comportado como una tonta. Enseguida supo que tenía que decir algo más, y sin embargo le era difícil. Las palabras estaban allí, y lo había intentado antes. En las largas horas de una noche tras otra, sola en el piso mientras él se hallaba en la escuela nocturna, había intentado hilvanarlas para que, una vez convertidas en frases, se transformaran asimismo en sus sentimientos. Pero siempre eran severas, demasiado crueles, no lo que ella deseaba, sino ingratas, frías. Cuando se lo dijera, no pretendía hacerle daño, ni transmitir impaciencia o culparlo. Agotada por la introspección, una noche tras otra se metía en la cama y se dormía; y a veces se despertaba cuando Prosper volvía, y entonces se alegraba de estar allí con él.
    —Yo no sabía que fuese una tontería —dijo ahora.
    La amistad los había unido. Haciendo concesiones mutuas, se habían descubierto el uno al otro en una época en que eran menos que aquello en que se transformarían. Ella siempre había sido consciente de eso y le bastaba, era más de lo que la gente solía tener. Pensando aún por dónde empezar, lo dijo ahora.
    —Quiero estar aquí —añadió un instante después.
    Él no habló. No la miraba, y no era que se hubiera vuelto en otra dirección, no era que estuviera molesto por su confusión o que considerase que ella no debería haber permitido que hubiera pasado: ella sabía que no era eso, que él nunca había sido así.
    —Creía que sería fácil —agregó.
    Había experimentado certidumbre. Había estado segura de sus sentimientos incluso cuando habían sido confusos, incluso cuando ya no era capaz de pensar tras haber pensado demasiado y agotado los razonamientos. Se había aferrado a su certidumbre, había percibido que era la verdad: que ella había perdido, y seguía perdiendo, un poco de sí misma. Su vida, agradable como era, satisfactoria, había quedado detenida. Y su certidumbre había desaparecido en cuanto se quedó sola.
    —Uno comete un error —dijo ella—, y sólo se da cuenta cuando convive con él.



    Prosper lo entendió porque era buen entendedor; y pasó de no entender nada a entender demasiado. Lo embargó una sensación de calma, la primera que experimentaba ese día, la primera desde que ella hizo las maletas y se marchó. No había sido consciente de que hubiera dudas.
    Había sentido celos en la vinatería: sucedía cuando las emociones se descontrolaban a consecuencia del pánico y la angustia. La culpa era de ella, dijo Chloë. No, no era culpa de nadie, la contradijo él.
    Dijo que él era comprensivo. Y que el desprecio de su madre no era intencionado, y con el tiempo su padre se alegraría. Con lo mucho que eso había importado, pensó él, ahora ya no importaba.
    Ella preparó unos huevos revueltos. Bebieron un poco más y Chloë, en su profundo alivio, celebró el tiempo que habían pasado juntos, recordando los Chiltern y sus paseos de madrugada por las calles oscuras. Y las salidas al cine los fines de semana, las visitas de ella al piso de él, la etapa que habían vivido allí sin jamás pelearse, el jardín en verano.
    Prosper no dijo gran cosa, se calló cuanto habría podido decir, porque quiso callarse, aun sabiendo que debía hablar. Los platos en que habían comido los huevos revueltos permanecieron en la mesa de centro. Las copas, no apuradas, estaban allí; estaba también su llave del jardín. Y ellos eran sombras en la penumbra, iluminada la sala por una única lamparilla de mesa.
    Prosper deseó que la noche no acabara. La amaba; ella le devolvía tanto como podía: eso él nunca lo había ignorado. La voz de Chloë, centrada aún en reminiscencias, era un arrullo, y cuando empezó a parecer cansada habló él y, en compañía de ella, encontró el valor que ella había encontrado y perdido. El suyo consistía en imponer aquello que debía ser, decir lo que debía decirse. No había sido una tontería, no había sido un error.


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