Ilustración de Rodez |
Ernest Hemingway
El río de los dos corazones
“Big Two-Hearted River”
II
Cuando se despertó ya había salido el sol y la tienda empezaba a calentarse. Nick se arrastró bajo el mosquitero desplegado de la entrada y al tocar la hierba advirtió que estaba mojada. Llevaba el pantalón y los zapatos en las manos. Vio el sol que se asomaba sobre la colina, la pradera, el río y los abedules del pantano de la otra orilla.
Más o menos a doscientas yardas río abajo, había tres troncos atravesados en la veloz corriente. El agua era mansa en aquel lugar. Un visón cruzó por el puente de troncos y se introdujo en el pantano. El madrugón y el río excitaron a Nick. Como tenía mucha prisa para desayunar, encendió una pequeña fogata y puso la cafetera.
Mientras el agua se calentaba en la vasija tomó una botella y bajó a la pradera húmeda por el rocío con objeto de conseguir saltamontes para cebo antes de que el sol secara la hierba. Encontró muchos en los tallos, y a veces adheridos al pasto, fríos y mojados por el rocío. No podrían moverse hasta que los rayos solares los desentumecieran. Nick eligió los de tamaño mediano, poniéndolos en la botella. Al levantar un tronco dejó al descubierto centenares de saltamontes, puesto que aquél era su nido. Entonces recogió alrededor de cincuenta. Entretanto, los otros empezaron a saltar, reanimados por el calor del sol. Al principio efectuaban un corto vuelo y se quedaban tiesos, como muertos. Después recobraban toda su agilidad.
Sabía que si tomaba primero el desayuno aquello iba a costarle mucho trabajo. Si no hay rocío, se necesita un día entero para llenar una botella de saltamontes, y en su mayoría mueren aplastados cuando se los caza con el sombrero. Se lavó las manos en el río y regresó a la tienda. En la botella caliente por el sol los saltamontes se agitaban en masa tratando de salir. Usó como corcho un pedazo de pino que impedía la fuga de los bichos, pero dejaba pasar el aire suficiente.
Volvió a poner el tronco en su lugar, sabiendo que allí conseguiría saltamontes todas las mañanas.
Al llegar dejó la botella junto a un pino. Después mezcló una taza de harina de trigo con otra de agua, echó un puñado de café en la cafetera y puso un poco de grasa en la sartén caliente y agregó la pasta, que parecía lava al desparramarse sobre la grasa chisporroteante. La torta de trigo comenzó a endurecerse en los bordes, hasta que se tostó y la superficie se hizo esponjosa al hervir. Introdujo una astilla larga bajo la masa y sacudió el recipiente. «Voy a darle la vuelta», pensó. Deslizó la madera hasta abarcar toda la parte inferior y la volcó hacia el otro lado de la sartén. La grasa chisporreteó más aún.
Cuando estuvo cocida, Nick echó otro poco de grasa y preparó dos tortas más con el resto de la pasta, una grande y otra pequeña, co-miéndolas con puré de manzanas. Puso puré en la que quedaba, la dobló y la guardó en el bolsillo de la camisa después de envolverla en papel impermeable. Colocó el tarro de manzanas en la mochila y cortó pan para dos sándwiches.
Partiéndola en dos y pelando la cebolla grande que había encontrado en la mochila, dividió en rebanadas una de las mitades e hizo varios sándwiches. Después de envolverlos en papel impermeable y guardarlos en el otro bolsillo de su camisa color caqui, colocó la sartén encima de la parrilla, tomó el café con azúcar, amarillento a causa de la leche condensada, y empezó a limpiar su bonito campamento.
Sacó de la caja de cuero la caña de pescar con moscas artificiales, la ensambló y guardó la caja en la tienda. Colocó el carrete y pasó el sedal por las correderas, sosteniéndolo con las dos manos para que no cayera por su propio peso, ya que se trataba de la línea doble que Nick había comprado por ocho dólares mucho tiempo atrás. La habían construido así con objeto de que atravesase el aire como una plomada. Abrió la caja de aluminio que contenía los sedales húmedos entre las almohadillas de franela que se le habían mojado en la cuba de refrigeración del tren, en Saint Ignace. Los sedales de tripa se habían ablandado. Desenrolló uno y lo ató, haciendo un nudo en la punta de la pesada línea. En el extremo del sedal enganchó un pequeño anzuelo con resorte.
Se sentó con la caña entre las rodillas. Probó el nudo y el resorte, tirando bien del sedal hasta quedar satisfecho. Tuvo cuidado de que el anzuelo no se le clavara en el dedo. Luego bajó rumbo al río.
La botella llena de saltamontes le colgaba del cuello atada por una correa. La red estaba cogida al cinturón por medio de un anzuelo. En los hombros llevaba una larga bolsa de harina cerrada con nudos en forma de orejas que le golpeaba las piernas al caminar.
Era muy feliz, ya que se sentía todo un profesional con su equipo a cuestas. La botella oscilaba en su pecho al chocar con los bolsillos abultados por la comida y los cebos artificiales.
Al entrar en el río notó una sensación de frío. El pantalón se pegaba a sus piernas y los zapatos tocaron los guijarros del fondo. El agua le provocaba una creciente sensación de frío.
En aquel sitio le llegaba hasta los tobillos. Vadeó la veloz corriente que formaba remolinos junto a sus piernas, mientras los zapatos se escurrían en la grava, e inclinó la botella para sacar uno de los saltamontes.
El primer insecto dio un salto en el cuello de la botella y cayó al agua. Fue absorbido por el remolino que había provocado la pierna derecha de Nick y reapareció en la superficie un poco más allá, nadando con rapidez, a pequeños saltos. De repente, desapareció en un tumultuoso círculo. Una trucha lo había cazado.
Otro saltamontes asomó la cabeza, moviendo las antenas. Trataba de sacar las patas delanteras para dar el salto. Nick lo cogió por la cabeza y lo enganchó en el delgado anzuelo, atravesándole el tórax y los últimos anillos del abdomen. El insecto apretó el anzuelo con las patas delanteras, escupiéndole jugo de tabaco. El pescador lo arrojó al agua.
Mientras sostenía la caña con la mano derecha, con la izquierda apartó el carrete y dejó que el sedal se desenrollara libremente. Contempló al saltamontes entre las pequeñas olas de la corriente hasta que los perdió de vista.
Sintió un tirón en la línea y la recogió. Era el primer pez que picaba. La caña se sacudía con violencia. Al agarrar el sedal con la mano izquierda se dio cuenta de que era una trucha pequeña. Levantó la caña en el aire, arqueándola.
Vio la trucha que agitaba cuerpo y cabeza contra la movediza tangente que formaba el sedal en el agua.
Nick volvió a tirar de la línea y la trucha hizo sus últimos y cansinos esfuerzos hasta que llegó a la superficie. Su espinazo estaba jaspeado por el color de la arenilla del fondo y los costados brillaban por los reflejos solares. Con la caña bajo el brazo derecho, Nick se agachó y hundió la mano en la corriente, apoderándose de la trucha y sacando el anzuelo de su boca. Después volvió a echarla al agua.
El pez fluctuó un instante con poca firmeza y cayó al fondo, junto a la piedra. Nick introdujo el brazo hasta el codo en el agua y cogió a la trucha, que finalmente se deslizó bajo la presión de sus dedos y desapareció proyectando su imagen en el lecho del río.
«No se hizo nada —pensó—. Estaba un poco cansada, no más.»
Antes de tocarla se había mojado la mano para no alterar la delicada mucosidad que las recubre. Si uno toca la trucha con la mano seca, un hongo blanco ataca en seguida la parte indefensa. Años atrás, cuando pescaba en sitios frecuentados por muchos pescadores, Nick vio muchas truchas muertas llenas de un musgo blanco, amontonadas junto a una roca o flotando en algún charco. Nunca le había gustado pescar con otros hombres en el río. Si no pertenecían al mismo grupo, estropeaban la jornada.
Siguió vadeando el río con la corriente hasta las rodillas. Recorrió las cincuenta yardas que le separaban del montón de troncos que atravesaban de una orilla a otra. No volvió a poner cebo en el anzuelo. Estaba seguro de que en los vados abundaban las truchas pequeñas, pero no tenía ningún interés en esa clase de pesca. Las grandes no andaban por los bajíos en esa época.
Repentinamente, el agua fría le llegó hasta los muslos. Estaba frente a los troncos en forma de puente. A la izquierda, vio la parte inferior de la pradera y, a la derecha, el pantano.
Se agachó sobre la corriente y sacó un saltamontes de la botella, enganchándolo en el anzuelo. Después le escupió para darse buena suerte. Recogió varias yardas de sedal y arrojó al insecto en la veloz agua oscura. Éste flotó rumbo a los leños, hasta que el peso de la línea hizo descender el cebo. Nick sostenía la caña con la mano derecha, mientras el sedal se de-senrollaba entre sus dedos.
Esta vez hubo un tirón más violento. Se agachó mientras la caña daba peligrosas sacudidas. Se dobló cuando el tirante sedal empezó a salir del agua, todo en un peligroso estirón. Cuando la corredera amenazó romperse por el esfuerzo, Nick soltó la línea.
El carrete giró con chillido de frenada brusca, mientras el sedal se desenrollaba a toda velocidad sin que pudiera detenerlo, y la nota aguda aumentaba.
Trató de apretarlo con la mano izquierda, pero le costaba mucho trabajo meter el pulgar en la rueda. Se agachó aún más sobre la corriente que subía como hielo hasta sus muslos, mientras le parecía que su corazón cesaba de latir.
Cuando consiguió hacer presión sobre el carrete, la línea se endureció de golpe y una trucha enorme saltó del agua más allá de los troncos. Al verla, Nick bajó la caña, pero al mismo tiempo advirtió la tirantez demasiado violenta. Como era lógico, el sedal se rompió. No le quedó la menor duda al sentir que la cuerda se aflojaba.
Con la boca seca y el ánimo abatido, Nick empezó a enrollarla. Nunca había visto una trucha tan grande. Era algo imposible de sujetar, tan grande y voluminosa como un salmón.
Su mano temblaba y enrollaba el sedal con lentitud. La emoción vencía su resistencia. Se sintió vagamente indispuesto, con ganas de sen-tarse.
El sedal se había roto por donde iba cogido el anzuelo. Al examinarlo pensó que la trucha estaría en algún sitio del fondo, sobre un guijarro, con el anzuelo en la boca. Calculó que los dientes del animal podían haber cortado el hilo de tripa del anzuelo y éste se le clavaría cada vez más. Estaba seguro de que era una trucha brava como todo pez de ese tamaño. ¡Qué pedazo de animal! Sólida como una roca. Al moverse, él también se sintió igual que una roca. ¡Por Dios! ¡Qué grande era! Nunca había visto una trucha semejante.
Subió a la orilla y se detuvo. Se le escurría el agua por el pantalón y los zapatos. Fue a sentarse en los troncos, ya que no quería precipitar ninguna de sus sensaciones.
Retorció los dedos de los pies en el agua, con los zapatos puestos, y sacó un cigarrillo del bolsillo superior de la camisa. Después de encenderlo, tiró el fósforo debajo de los troncos. Instantáneamente saltó una trucha menuda, haciéndolo desaparecer en la rápida corriente. Nick se echó a reír.
Siguió fumando sentado en los troncos mientras se secaba al sol. El río de grandes rocas y agua mansa doblaba entre los árboles. A lo largo de la orilla había cedros y abedules blancos. Los troncos, calentados por el fuerte sol, parecían blandos y sin corteza. Poco a poco se alejó de su espíritu la desilusión producida en forma repentina con el estremecimiento que le hiciera doler los hombros. Ya se había arreglado todo. La caña estaba allí. Colocó otro anzuelo en la guía y tiró de la tripa hasta hacer un fuerte nudo.
Puso cebo, levantó la caña y fue al otro extremo del puente natural para penetrar por un lugar poco profundo. Al lado vio un pozo y lo evitó caminando por el banco de arena, cerca de la costa pantanosa, hasta que llegó al vado del lecho.
A la izquierda, en el límite común de la pradera y los bosques, había un olmo enorme, desarraigado por alguna tormenta, que daba solidez a la orilla. Las raíces estaban cubiertas de tierra. El río se cortaba al borde del árbol. Desde su sitio, Nick veía profundos canales como surcos formados por la corriente en el fondo, sobre los guijarros y los cantos rodados. Al pasar junto al olmo, el lecho era gredoso y entre los surcos de la corriente se distinguían verdes matorrales.
Blandió la caña, inclinándola hasta que el saltamontes se introdujo en uno de los canales y una trucha mordió el anzuelo.
Sostuvo la caña bien cerca del árbol desenraizado, y chapoteando en el agua luchó con la truena que saltaba sin cesar. La caña era sacudida de un lado a otro, fuera del peligro de los matorrales del centro del río. Por fin logró atraer a la trucha. El pez hacía esfuerzos desesperados y el resorte se doblaba a cada tirón, agitándose bajo la superficie, pero lo mantenía con firmeza. Aguas abajo, las sacudidas disminuyeron. Condujo al animal hacia la red y levantó la caña.
La trucha quedó cogida en la red con sus plateados flancos en las mallas. Nick le sacó el anzuelo y la dejó caer en la larga bolsa que llevaba al hombro. Puso la boca de la bolsa bajo la corriente y la llenó de agua. Después la levantó, con el fondo a la altura de la superficie, y el líquido empezó a escurrirse por los costados. Dentro, al fondo, estaba la trucha viva.
Anduvo un trecho río abajo. La pesada bolsa se hundía en el agua tirando de sus hombros.
Hacía calor y los calientes rayos del sol le daban en plena nuca.
Ya tenía una buena trucha. No le importaba la cantidad, sino la calidad de la pesca. El río se ensanchaba. A lo largo de ambas orillas había muchos árboles. Los de la margen izquierda proyectaban cortas sombras sobre la corriente. Sabía que las truchas se agrupaban allí. Por la tarde, cuando el sol cruzaba hacia las colinas, las truchas estarían en las frescas sombras del otro lado del río.
Las mayores preferían descansar cerca de la costa. Recordó que siempre las pescaba así en el Black. Al ponerse el sol, iban todas hacia el centro de la corriente. Minutos antes de que aquello sucediera, cuando el último resplandor se reflejaba en el agua, era fácil encontrar grandes truchas en cualquier parte del río. En aquel momento era imposible pescar, ya que la superficie cegaba como un espejo bajo el sol. Aguas arriba se podía pescar, por supuesto, pero en ríos como el Black o como éste había que remontar contra la corriente, y el agua era capaz de cubrirle a uno en cualquier sitio profundo. No resultaba nada divertido pescar río arriba con semejante corriente.
Nick pasó por allí con cuidado de evitar los pozos. Una haya crecía tan cerca del río que las ramas tocaban el agua. Siempre había truchas en lugares como aquel.
Pero no tenía ningún interés en pescar allí, porque estaba seguro de que iba a engancharse en las ramas.
Sin embargo, el pozo parecía profundo. Arrojó el saltamontes de modo que la corriente lo llevase bajo la superficie, evitando la rama que colgaba. La línea se sacudió y Nick dio el tirón. La trucha se agitaba entre hojas y ramas, medio fuera del agua. El sedal se había enganchado. Tiró fuerte hasta que la trucha salió. Recogió la cuerda y se alejó de aquel sitio llevando el anzuelo en la mano.
Más allá, cerca de la orilla izquierda, vio un enorme tronco hueco. La corriente entraba mansamente por las aberturas, arremolinándose por los lados. Era un lugar más profundo. La parte superior estaba seca, cubierta parcialmente por la sombra.
Al sacar el corcho de la botella advirtió que un saltamontes se había adherido al mismo. Entonces lo enganchó en el anzuelo y lo tiró al agua, extendiendo la caña todo lo que pudo para que el cebo llegara hasta el tronco. La bajó un poco e hizo que el insecto flotara en el hueco. Al sentir una fuerte sacudida dobló la caña en dirección contraria. De no ser por los violentos tirones, se hubiese dicho que el anzuelo se había enganchado en el tronco.
Después de arduos esfuerzos logró sacar la pesada trucha.
Como el sedal se aflojara de golpe, Nick pensó que el pez se habría escapado. En aquel momento lo vio muy cerca, sacudiendo la cabeza con desesperación, luchando con el fuerte anzuelo en la veloz corriente.
Sujetando la línea con la mano izquierda, levantó la caña hasta poner tirante el sedal. Se proponía llevar a la trucha hacia la red, pero el pez se perdió de vista. Nick luchó también con la corriente, dejándolo removerse contra el resorte. Después de pasar la caña a la mano izquierda condujo la trucha río arriba, aguantando su peso, y finalmente la colocó en la red, mientras el agua se escurría entre las mallas. Por último le sacó el anzuelo y la guardó en la bolsa.
Contempló un instante las dos truchas vivas en el fondo. Vadeó la zona profunda y llegó al tronco hueco. Se quitó la bolsa por encima de la cabeza y las truchas se agitaron hasta que volvió a hundir la bolsa en el agua. Luego dejó la caña en el tronco y fue al extremo cubierto por la sombra. Sacó los sándwiches que se había metido en el bolsillo y los sumergió en el agua fría. La corriente se llevó trozos de miga. Después de comerlos sintió sed y llenó el sombrero de agua para beber, aunque la mayor parte se le derramó.
Hacía fresco en aquel sitio. Sacó otro cigarrillo y encendió un fósforo, haciendo un pequeño surco al raspar la madera gris. Mientras fumaba observó el río, que más allá se estrechaba y se convertía en una ciénaga sólida por los cedros de troncos casi pegados y ramas entrelazadas. Era imposible andar por aquel pantano. Las ramas estaban muy bajas y para moverse había que acostarse o poco menos. «Debe de ser por eso que los animales que viven en los pantanos están hechos así», pensó.
Deseaba tener algo para leer, pero no se había llevado nada. Tenía más ganas de leer que de seguir rumbo a la ciénaga. Vio un gran cedro inclinado casi hasta la superficie del río. Más allá se extendía la zona pantanosa.
Todavía no quería ir. Le disgustaba aquella forma de vadear el río con el agua hasta las axilas y la pesca de truchas grandes en donde resultaba imposible sacarlas. Las orillas del cenagal estaban desnudas. Los cedros se unían por encima y sólo en algunos trechos dejaban pasar el sol. La pesca debía ser trágica allí, a media luz, en el agua veloz y el profundo lecho. Pescar en el pantano era una aventura terrible que momentáneamente pensaba evitar.
Abrió la navaja y la clavó en el tronco. Sacó una de las truchas agarrándola de la cola y la golpeó con violencia en la madera. Le costó sujetarla, porque al agitarse amenazaba escurrírsele de la mano. Al final, quedó rígida. Nick la puso a la sombra y rompió el cuello del otro pescado en la misma forma. Eran unas truchas muy buenas.
Las limpió, cortándolas desde el ano hasta la punta de la mandíbula. Agallas, entrañas y lengua salieron juntas. Las dos eran machos. Arrojó los despojos hacia la orilla para que sirviesen de alimento a los visones.
Después terminó de limpiarlas en el río. Al ponerlas en el agua le pareció que revivían, pues todavía conservaban el color. Se lavó las manos y las puso a secar en el tronco. Guardó los peces en la bolsa, haciendo un paquete y lo envolvió todo en la red. La navaja estaba clavada en el tronco. Se la puso de nuevo en el bolsillo, después de limpiarla frotándola en la madera.
Se detuvo un instante con la caña en una mano y la red colgando en la otra. Por último se introdujo en el agua y chapoteó hacia la costa. Subió a la orilla y regresó al campamento por el bosque. Al volverse vio el río a través de los árboles. Faltaban muchos días para que se decidiera a ir a pescar en el pantano.
(“Big Two-Hearted River”, 1925)
In Our Time (New York: Boni & Liveright, 1925)
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