El dibujante que crea mundos para Ridley Scott
Fran Ferriz se curtió diseñando muñecos y empezaba a autoeditarse sus cómics cuando Hollywood le llamó.
Laura Fernández
13 de abril de 2021
El lugar en el que descuelga el teléfono es un coche. Hay una lata de coca-cola zero junto a la palanca de cambios y un puñado de asientos vacíos a sus espaldas. No está viajando a ninguna parte. Está detenido en una calle de Alicante, en algún lugar entre su viejo mundo y el nuevo. En el viejo mundo, Fran Ferriz (Villena, 41 años) era un diseñador de juguetes. Oh, también era muchas otras cosas. Era, por ejemplo, uno de los 200 mejores ilustradores del planeta, según una revista llamada Lürzer’s Archive. Un comprador compulsivo de libros sobre pintores. El chaval que una vez no había hecho otra cosa que emborronar libretas con dibujos de Son Goku. El niño que había visto a su padre fingirse Ibáñez para crear sus propias historietas de Mortadelo y Filemón para que los tebeos que les compraba no se acabaran nunca. ¿Y qué es en el nuevo? En el nuevo es algo llamado senior concept artist. ¿Que qué es un senior concept artist? Oh, alguien que diseña mundos. Uno, en su caso, muy concreto. Pero uno del que no puede hablar porque el tipo que va a hacerlo encierra sus guiones en cajas fuertes y luego los despedaza para que nadie sepa de qué va lo que sea que está creando. Uno de los grandes: Ridley Scott. Pero ¿cómo llega la persona que diseñó Jaggets —suerte de ochentera panda de chicas en pañales— y que últimamente ilustraba las novelas de Juan Gómez-Jurado a los títulos de crédito de la próxima (y misteriosa) producción del director de, qué demonios, Thelma y Louise, Blade Runner y Alien?
—De carambola —responde.
No es cierto. Llevaba tiempo intentando expandir su particular universo. El universo de un chaval que, con 17 años, entró en la Escuela de Arte y de Diseño de Alcoi para convertirse en dibujante de cómic y salió con el título de diseñador industrial porque cuando llegó las clases de Ilustración estaban completas. Podría decirse que aquel día cogió un desvío y que ese desvío le ha llevado hasta Ridley Scott.
“Ni siquiera sabía lo que era exactamente un diseñador industrial cuando me matriculé”, recuerda. También recuerda que no lo lamentó, al contrario. En especial, cuando oyó a aquel profesor contar que todo lo que veían había sido una vez un dibujo. “Lo que quería decir es que todo lo que hemos creado como especie ha sido antes una idea en la mente de alguien. ¿Y cómo ha hecho ese alguien realidad su idea? Dibujándola”, dice Ferriz.
Ese alguien es lo que, una vez se abandona el mundo real y se viaja a la fábrica de sueños, esto es, el Hollywood del que proviene Ridley Scott, se considera un concept artist. Un artista conceptual. El que dibuja el mundo que el director imagina antes de que ese mundo exista. El tipo que escribe la partitura que luego tocarán los maquetistas, esto es, los encargados de crear los objetos que poblarán ese mundo. Pero rebobinemos. Volvamos al momento en el que se produjo la carambola que le llevó a las misteriosas oficinas en las que resultó elegido como el diseñador de ese otro mundo. Imaginen que entran con un maletín repleto de sus dibujos en una oficina así. Y que hay al menos otros 200 tipos con maletines repletos de sus dibujos. ¿De qué forma se impone uno al resto? “Oh, te hacen todo tipo de pruebas”, dice.
—¿Todo tipo de pruebas?
—Sí. Lo mismo te tienen dibujando durante dos o tres horas algo muy concreto que te piden que tengas lista una nave espacial en 15 minutos. Y cuando quieren una nave, por ejemplo, no es una cualquiera, sabes que te están pidiendo que inventes algo único. Como diseñador es algo que no puedes evitar hacer. No te limitas a dibujar, creas algo nuevo.
También dice que, metiéndoles prisa, están comprobando hasta qué punto eres bueno trabajando bajo presión. “Porque de eso va este trabajo también”, comenta. De que alguien tiene una idea y necesita que exista.
—¿Era así cuando trabajaba para Famosa?
—Era así.
En cuanto acabó los estudios empezó a diseñar juguetes. Había quien le preguntaba si eso era un trabajo. Uno de verdad. Parecía más la clase de ocupación que tenían los personajes de las películas que veía de niño. Las películas de los ochenta. El trabajo de inventor de cachivaches de Randall Peltzer, el padre de Los Gremlins, por ejemplo. “Bueno, lo más fascinante era pensar que habría niños que algún día recordarían los juguetes que tú estabas haciendo como te acuerdas tú con los que te entretenías de pequeño. No sé, pensaba en los que debieron diseñar los He-Man, que eran mis muñecos favoritos de niño, y en si sabían lo importantes que iban a ser para todos esos chicos. Para ellos era un trabajo, pero es un trabajo importantísimo. Estás creando recuerdos”, explica.
El día en que irrumpió en el despacho de su jefe en la juguetera y le dijo que había dado con lo que parecía algo ¡grande!, una colección de muñecos con aspecto de algo así como dos escuadrones, uno de mutantes y otro de los intrépidos y redondeados tipos que luchan contra ellos, y que iba a llamarla, por qué no, Mutant Busters, algo así como Cazamutantes, su jefe le respondió que había perdido la cabeza.
—Pero, eh, puede estar bien, quizá lo presente —le dijo también.
Y lo presentó.
Y resultó ser un pequeño éxito. Hoy, los Mutant Busters tienen su propia serie de televisión. Está en Netflix. El propio Ferriz trabajó para esta empresa durante una temporada, y también diseñó juguetes para otros. ¿Han oído hablar de los SuperZings, esos diminutos muñecos de goma que tienen aspecto de cosas, pero cosas con vida, como chanclas con gafas de sol y raquetas de tenis pretenciosas? También algunos han sido antes dibujos que ha hecho Ferriz. La sensación es la de que no deja de abrir camino. Que avanza en todas direcciones y en todas a la vez desde hace un lustro. “Hace cinco años, cuando empecé a ilustrar libros —la serie Alex Colt, de Gómez-Jurado, entre ellos—, también fui interesándome por el cine”, dice. Fue entonces cuando comenzó todo.
Aunque en realidad todo se inició un lejano día de 1994. Fran tenía 15 años. Dibujaba todo el tiempo, pero no se tomaba en serio. Coloreaba de forma distinta en función de la música que estaba escuchando porque era sinestésico. Pero aún no lo sabía. Ni siquiera intuía que a nadie más le pasaba. Una vez tuvo una profesora que le riñó porque creía que le tomaba el pelo. ¿Qué clase de cosa había pintado? ¿Un puñado de puntos en un lienzo? ¿Qué era aquello? “La canción”, respondió el joven. Ella no le creyó. Le suspendió. Pero para entonces Fran ya percibía que lo que hacía era bueno. Y lo supo gracias a lo que ocurrió aquel día de 1994. Ferriz se compró la revista Hobby Consolas. Estaba nervioso. Había participado en un concurso de dibujo. El ganador viajaría a Japón a conocer a Akira Toriyama, el creador de Dragon Ball. Y no había nada que desease más en el mundo que conocer a Akira Toriyama. ¡Era su dibujante favorito!
—¿Ganaste?
—No, quedé segundo.
—Vaya.
—Me enviaron un lote de cintas de VHS —sacude la cabeza—. Fue un chasco, pero a la vez, ¡eh!, ¡había quedado segundo! ¡Era bueno de verdad!
Sigue en el coche. Aún con un pie en el viejo mundo y otro en el nuevo. En realidad, no va a irse a ninguna parte. El trabajo en equipo es ahora, en estos tiempos aún pandémicos, a distancia. Es decir, habrá reuniones en Londres y Madrid, y en ellas se darán las indicaciones pertinentes —recibirá los pedazos de guion que nunca formarán un algo con sentido para que no pueda ni sospechar qué clase de película está haciendo—, pero en ningún caso habrá una oficina en la que poder cruzarse con su nuevo jefe. “A lo mejor un día descuelgo una videollamada como esta y al otro lado está él”, imagina. ¿Qué le diría? “Que aún no me lo creo”.
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