jueves, 8 de abril de 2021

Hemingway / El médico y su mujer

Ernest Hemingway

Biografía

El médico y su mujer


The Doctor and the Doctor's Wife by Hemingway


      Dick Boulton llegó del campamento indio con objeto de cortar troncos para el padre de Nick. Trajo a su hijo Eddy y a otro indio llamado Billy Tabeshaw. Después de atravesar el monte, entraron por la puerta trasera. Eddy venía con una larga sierra, que aleteaba sobre el hombro del muchacho y emitía sonidos musicales mientras él caminaba. Billy Tabeshaw traía dos grandes palancas con ganchos y Dick llevaba tres hachas bajo el brazo.


       Dick se volvió para cerrar la puerta. Los otros continuaron hacia la orilla del lago. Allí estaban los troncos embarrancados en la arena.
       Eran los troncos que se desprendían de las grandes maderadas que el buque Magic remolcaba por el lago, rumbo al aserradero. La corriente los arrastraba hasta la playa, y allí, tarde o temprano, los tripulantes del Magic los veían cuando recorrían la costa en bote. Entonces clavaban un perno de hierro con argolla en el extremo de cada tronco y luego los arrastraban hacia el lago para formar una nueva jangada. Aunque a veces los madereros no iban a recogerlos, pues por unos pocos troncos no valía la pena mandar a la tripulación. Si nadie los retiraba, quedaban anegados y se pudrían en la playa.
       Como el padre de Nick conocía esa circunstancia, contrataba indios del campamento para cortar los troncos con una sierra y partirlos con la cuña. Así conseguía leña para la chimenea. Dick Boulton pasó frente al chalet, camino de la orilla. Había cuatro grandes troncos de haya casi sepultados en la arena. Eddy levantó la sierra por uno de los mangos y la colocó en la cruz de un árbol. Dick dejó las tres hachas en el desembarcadero. Boulton era mestizo, pero muchos de los quinteros de los alrededores del lago lo tomaban por blanco. Por lo general, aunque era muy holgazán, resultaba sumamente eficaz una vez que se disponía a trabajar. Sacando del bolsillo un trozo de pastilla de tabaco, Dick empezó a mascar y habló en ojibway con Eddy y Billy Tabeshaw.
       Éstos enterraron las puntas de sus ganchos en uno de los troncos y se apoyaron en la palanca para aflojarlo. Volcaron todo el peso de sus cuerpos, hasta que el tronco se separó de la arena. Dick Boulton se volvió hacia el padre de Nick.
       —Bueno, Doc —dijo—; alégrese, pues ha robado un hermoso pedazo de madera.
       —No diga eso, Dick —replicó el médico—. Al fin y al cabo, sólo es madera traída por el agua.
       Eddy y Billy Tabeshaw levantaron el tronco y lo hicieron rodar hasta el agua.
       — ¡Métanlo bien! —gritó Boulton.
       — ¿Para qué hacen eso? —preguntó el doctor.
       —Para lavarlo, sacarle la arena y trabajar mejor con la sierra. Quiero ver de quién es ese tronco —explicó Dick.
       El tronco flotaba en el agua. Eddy y Billy Tabeshaw se apoyaron en sus herramientas. Ambos sudaban. El sol era muy fuerte. Dick se arrodilló en la arena y miró la marca del martillo del rascador, en un extremo del tronco.
       —Es de White y McNally —dijo, poniéndose de pie y sacudiéndose los pantalones.
       El médico mostró cierta contrariedad.
       —Entonces será mejor que no lo corten, Dick —dijo en seguida.
       —Puede estar tranquilo, Doc —expresó Dick—. No se enfade. No me interesa saber a quién se lo roba. Ya sabe que no me ocupo de eso.
       —Si cree que esos troncos son robados, déjelos allí y vuelva al campamento con sus herramientas —el rostro del médico se enrojeció.
       —No se haga el gallito, Doc —dijo Dick, y lanzó un salivazo mezclado con tabaco que se deslizó sobre el leño y desapareció en el agua—. Tanto usted como yo sabemos que son robados. Para mí es lo mismo.
       —Muy bien. Si le parece que los troncos son robados, recoja sus herramientas y hágase trasladar.
       —Escuche, Doc...
       —Si vuelve a llamarme Doc, le haré saltar los dientes de un golpe.
       — ¡Oh! ¡No, Doc! ¡No! ¡Tenga cuidado con lo que hace! ¡Se lo advierto!
       Dick Boulton miró al médico. Dick era un hombre alto y corpulento, y conocía bien su propia fuerza. Le gustaban las peleas, ya que allí se encontraba en su ambiente y era feliz. Eddy y Billy Tabeshaw, apoyados en sus palancas, observaron al médico, que se mordió el labio inferior, y clavó la mirada en Dick Boulton. Después dio media vuelta y se fue hacia el cha-let, en la colina. A pesar de que no le vieron la cara, se dieron cuenta de que estaba encolerizado. Todos le siguieron con la vista hasta que llegó y entró en el chalet.
       Dick dijo unas palabras en ojibway. Eddy se echó a reír, pero Billy Tabeshaw se quedó muy serio.
       No entendía nada de inglés, pero sudó durante toda la discusión. Parecía un chino, con su gordura y su bigote raleado. Luego recogió las dos palancas, sin decir nada. Dick tomó las hachas y Eddy sacó la sierra del árbol. Los tres emprendieron el regreso, pasando frente al chalet, y saliendo por donde habían entrado. Dick dejó la puerta abierta, y Billy Tabeshaw volvió para cerrarla cuidadosamente. Después se perdieron en el monte.
       En el chalet, el doctor, sentado en la cama, vio un montón de boletines médicos en el suelo, junto al escritorio. Y le irritó más comprobar que las fajas estaban todavía intactas.
       — ¿Vas a volver a trabajar, querido? —le preguntó su mujer, que estaba acostada en la habitación de al lado, con las persianas cerradas.
       — ¡No!
       — ¿Ha ocurrido alguna cosa?
       —Tuve una discusión con Dick Boulton.
       — ¡Oh! —exclamó la mujer—. Supongo que no habrás perdido los estribos, ¿eh, Henry?
       —No —contestó su marido.
       —No olvides que «aquel que domina su espíritu vale más que el que toma una ciudad» —dijo su esposa, que era sectaria del eddysmo. Su Biblia, su ejemplar de Ciencia y Salud y su Quarterly (publicación trimestral) estaban sobre la mesa, al lado de la cama.
       Él no respondió nada. Estaba sentado en la cama, limpiando la escopeta. Apretó la recámara, que estaba llena de pesadas cápsulas amarillas, y la sacó de nuevo. Entonces se desparramaron sobre el lecho.
       —Henry —llamó su mujer. Y, después de esperar un momento, repitió—: ¡Henry!
       —Sí, oigo.
       —No has dicho nada que haya molestado a Boulton, ¿verdad?
       —No —contestó él.
       — ¿Y por qué vino la discusión, querido?
       —Por una estupidez.
       —Dímelo, Henry. No trates de ocultarme nada. ¿Por qué os peleasteis?
       —Pues... Dick me debe una suma de dinero desde que le curé la pulmonía a su india, y creo que buscó camorra para que yo me viera obligado a despedirle. Así no me tendrá que pagar la cuenta con su trabajo.
       La mujer se quedó silenciosa. El médico limpió la escopeta frotándola con un trapo. Después apretó las cápsulas hacia adentro, contra el resorte de la recámara. Se quedó sentado con el arma en las rodillas. Era su favorita. Entonces oyó la voz de su esposa, desde la otra habitación:
       —Querido; creo, con franqueza, que no lo ha hecho para no tener que pagarte.
       — ¿No?
       —No. No puedo creer que alguien haga algo semejante voluntariamente.
       El médico se puso de pie y colocó la escopeta en el rincón, detrás del aparador.
       — ¿Vas a salir, querido?
       —Me parece que me voy a pasear un rato.
       —Si ves a Nick, querido, ¿quieres decirle que su mamá desea verle?
       El médico salió a la galería. La puerta de mampara se cerró estrepitosamente tras él y oyó que su mujer contuvo una exclamación de asombro.
       —Perdóname —dijo junto a la ventana con las persianas corridas.
       —No es nada, querido.
       Luego salió y caminó por el sendero, entre los bosques de abetos. Allí estaba fresco, a pesar de que era un día terriblemente caluroso. Encontró a Nick leyendo al pie de un árbol.
       —Tu madre quiere que vayas a verla —dijo el médico.
       —Quiero ir contigo —manifestó Nick.
       Su padre lo miró.
       —Muy bien. Vamos. Dame el libro. Lo llevaré en el bolsillo.
       —Ya sé dónde hay ardillas negras, papá.
       —Muy bien. Entonces llévame a verlas.


“The Doctor and the Doctor’s Wife”, 1925
In Our Time (New York: Boni & Liveright, 1925)




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