Malcolm Liepke |
Ernest Hemingway
El vendaval de tres días
Ya no llovía cuando Nick entró en el camino que atravesaba el huerto. La fruta había sido recolectada y el viento otoñal soplaba entre los árboles desnudos. Nick se detuvo y cogió una manzana caída a un lado del camino. La fruta brillaba, mojada por la lluvia, sobre la hierba. Después la guardó en un bolsillo de la chaqueta.
Al salir del huerto, el camino llevaba a la cima de la colina. Allí estaba el chalet, con la galería vacía y la chimenea humeante. Detrás se veían el garaje, el gallinero y el bosque replantado, que parecía un seto al lado de los montes viejos. Los grandes árboles se inclinaban por la fuerza del viento, en la primera de las tormentas otoñales.
Cuando Nick estaba cruzando el campo que se extendía entre el huerto y la casa, apareció Bill en la puerta del chalet. Se quedó observándole desde la galería.
— ¡Hola, Wemedge! —exclamó.
— ¡Hola, Bill! —dijo Nick, mientras subía los escalones.
Los dos permanecieron allí. Sus miradas se dirigían más allá del huerto y del camino. Estaban observando el lago, a través de los campos y los bosques del promontorio. El viento soplaba con fuerza en el lago. Desde aquel sitio elevado podían ver la marejada, en la punta de Ten Mile.
—Parece que hay viento —dijo Nick.
—Seguirá soplando así tres días.
— ¿Está tu padre?
—No. Salió a cazar. ¿Por qué no entras?
Nick entró en el chalet. El viento hizo crujir el fuego, encendido en el hogar, y Bill cerró la puerta.
— ¿Vamos a tomar algo? —preguntó.
Fue a la cocina y regresó con dos vasos y un jarro de agua. Nick tomó la botella de whisky que estaba en el estante, encima del hogar.
— ¿Qué te parece?
—Muy bien —respondió Bill.
Por último, se sentaron frente al fuego y bebieron el whisky irlandés con agua.
—Tiene gusto a humo —dijo Nick, y miró el fuego a través del vaso.
—Es debido al carbón de turba.
—Pero es imposible mezclar carbón con el licor.
—Eso no quiere decir nada.
— ¿Viste alguna vez una turba? —preguntó Nick.
—No.
—Yo tampoco.
Como Nick tenía los pies cerca de la chimenea, empezó a salir vapor de sus zapatos.
—Será mejor que te quites los zapatos —dijo Bill.
—Es que no llevo calcetines.
—No importa. Quítatelos y déjalos secar, que yo te traeré otros.
Bill se fue en seguida al desván y Nick oyó los pasos por encima de su cabeza. El piso alto no tenía techo, y allí dormían a veces Bill, su padre y él, Nick. Detrás estaba el lavabo. Cuando llovía metían los catres en aquella habitación y los cubrían con mantas de caucho.
Bill volvió con un par de pesados calcetines de lana.
—Ya no es tiempo de andar sin calcetines —dijo.
—Me da rabia tener que usarlos de nuevo.
Nick se los puso y se reclinó en la silla, apoyando los pies en la pantalla de la chimenea, frente al fuego.
—Vas a abollar la pantalla —observó Bill. Entonces, Nick removió en el aire sus extremidades, volviendo a apoyarlas junto al hogar.
— ¿Tienes algo para leer?
—Sólo el periódico.
— ¿Cómo salieron los «Cardenales»?
—Perdieron dos partidos seguidos con los «Gigantes».
—Se daba por descontado...
—Ha sido un regalo —dijo Bill—. Y no hay nada que hacer mientras McGraw pueda comprar todos los buenos jugadores de baseball de la liga.
—Puede comprarlos a todos.
—Compra a los que quiere. 0 los hace pelearse, y así juegan para él.
—Como Heinie Zim, por ejemplo —convino Nick.
—Ese imbécil le irá muy bien.
Bill se levantó.
—Sabe golpear —dijo Nick. El calor del fuego llegaba hasta sus piernas. —Y también es un buen jardinero. Pero falla cuando entrega la pelota.
—Tal vez sea por eso que le conviene a McGraw —sugirió Nick.
—Quizá.
—Hay muchas cosas que uno no sabe.
—Claro. Pero, a pesar de la distancia, tenemos buenas informaciones y acertamos pronósticos.
—A veces es más fácil acertar el ganador de una carrera si uno ve los caballos, ¿no es cierto? Y en este caso ocurre lo mismo.
—Eso es.
Bill cogió la botella de whisky, recubriéndola por completo con su enorme mano. Después echó el líquido en el vaso que sostenía Nick.
— ¿Cuánta agua?
—Igual que antes.
Bill se sentó en el suelo, junto a la silla de su amigo.
— ¡Qué bonito es cuando empiezan las tormentas de otoño! ¿Eh? —preguntó éste.
—Es hermoso.
—La mejor época del año.
—Dime, ¿no sería una estupidez vivir en la ciudad?
—Me gustaría ver los noticieros de todo el mundo.
— ¡Bah! De cualquier modo, ahora los dan siempre en Nueva York o en Filadelfia —dijo Bill—. Además, no se pierde nada.
— ¿Te parece que los «Cardenales» podrán ganar alguna vez el campeonato?
—Nos moriremos sin saberlo.
— ¡Dios! Se volverían locos, ¿eh?
— ¿Recuerdas cuando estuvieron a punto de enloquecer, aquella vez que descarriló el tren?
— ¡Cómo no! —exclamó Nick al acordarse.
Bill fue hasta la ventana en busca del libro que había dejado en la mesa antes de salir. Después permaneció con el vaso en una mano y el libro en la otra, apoyándose en la silla de Nick.
— ¿Qué estás leyendo?
—Richard Feverel.
—Yo no he logrado entenderlo.
—Es muy bueno —manifestó Bill—. No me dirás que se trata de un libro malo, ¿eh, Wemedge?
— ¿Qué otro libro tienes que yo no haya leído? —preguntó Nick.
— ¿Leíste Forest Lovers?
—Aja. Es ese en el que se acuestan todas las noches con la espada desenvainada al lado.
—Es un libro estupendo, Wemedge.
—Excelente. Lo que nunca he podido comprender es qué utilidad tiene la espada. Debe estar siempre con el filo hacia arriba, pues si la dejan plana uno puede muy bien deslizarse encima de ella durante el sueño, y entonces se perdería mucho tiempo en un caso de apuro.
—Es un símbolo —dijo Bill.
—Seguro; pero nada práctico.
— ¿Has leído alguna vez Fortitude?
—Es admirable. Es un libro de verdad. ¿Tienes algún otro de Walpole?
—The Dark Forest —contestó Bill—. Habla de Rusia.
— ¿Y qué puede hacer de Rusia?
—No sé. Uno no conoce a esos tipos. Tal vez haya estado allí en su juventud. Contiene muchas noticias.
—Me gustaría conocerlo.
—A mí me gustaría leer algo de Chesterton.
—Quisiera que estuviese aquí ahora —dijo Nick—. Lo llevaríamos a pescar al «Voix tomorrow».
— ¿Quién sabe si le gusta pescar?
—Claro que le gusta. Debe de ser un tipo estupendo. ¿Recuerdas el verso de Flying Inn?
Si del cielo baja un ángel
y algo más para beber te ofrece,
agradécele sus buenas intenciones,
y corre a vaciar tu copa al vertedero.
—Muy bien —dijo Nick—. Creo que es un tipo mejor que Walpole.
— ¡Oh! Claro que es mejor. Pero Walpole es mejor escritor.
— ¿Quién sabe? Chesterton es un clásico.
—Y Walpole también es un clásico, y de los mejores —insistió Bill.
—Quisiera que estuvieran aquí los dos. Los llevaríamos a pescar al «Voix tomorrow».
—Emborrachémonos —sugirió Bill.
—Bueno —convino su amigo.
—Mi padre no dirá nada.
— ¿Estás seguro?
—Lo sé.
—Ya me siento un poco borracho.
—No, todavía no estás borracho.
Bill se incorporó desde el suelo para recoger la botella de whisky. Nick alargó su vaso, y no apartó la mirada del mismo hasta que Bill lo llenó más de la mitad.
—Ponte el agua que quieras —dijo—. Todavía queda whisky para otro trago.
— ¿Hay más? —preguntó Nick.
—De sobra. Pero papá quiere que se beba solamente del que está abierto.
—Claro.
—Dice que el borracho empieza por abrir botellas —explicó Bill.
— ¡Qué bien! —dijo Nick. Estaba sorprendido. Nunca había pensado en aquello. Siempre creyó que los borrachos empezaban bebiendo solos.
— ¿Cómo está tu padre? —preguntó respetuosamente.
—Muy bien —contestó Bill—. A veces está un poco cascarrabias.
—Es un tipo estupendo —dijo Nick mientras se servía agua de la jarra. Después la mezcló lentamente.
—En eso puedes apostar la vida.
—Mi padre es muy bueno, también.
— ¡Diantre! ¡Vaya si lo es!
—Dice que nunca en su vida tomó un trago —dijo Nick como anunciando un hecho científico.
—Bueno, pero él es médico. Mi viejo, en cambio, es pintor. Es distinto.
—Ha perdido mucho —manifestó Nick con tristeza.
— ¿Quién sabe? Todo tiene sus compensaciones.
—Él mismo lo dice.
—Bueno, papá también tuvo una mala época.
—Todo se equilibra.
Ambos estuvieron largo rato mirando la chimenea y pensando en esta profunda verdad.
—Iré al sótano a buscar un pedazo de leña —dijo Nick después de la pausa. Al mirar al fuego, observó que se apagaba. Además, quería demostrar que el licor no le hacía nada y podía mantenerse de pie. Aunque su padre no hubiese tomado nunca una copa, Bill no iba a emborracharle antes de que lo estuviese por sus propios medios.
—Trae uno de los leños grandes de haya —le dijo Bill, que también se esforzaba por conservarse consciente.
Al volver con el leño, Nick golpeó y volcó una cacerola en la cocina. Entonces dejó su carga en el suelo y recogió el recipiente.
Después echó un poco más de agua con el balde que estaba junto a la mesa. Se enorgulleció de su fuerza. Había sido concienzudamente eficaz.
Regresó con el leño. Bill se levantó de la silla y le ayudó a echar la leña al fuego.
—Es un trozo enorme —dijo Nick.
—Lo he estado guardando para los días fríos. Un leño como éste dura toda la noche.
—Y todavía quedarán brasas para encender el fuego por la mañana —agregó Nick.
—Por descontado —convino su amigo. Estaban llevando la conversación a un plano elevado.
—Tomemos otra copa —dijo el visitante.
Bill se arrodilló en el rincón, frente al armario, y sacó una botella cuadrada.
—Es escocés.
—Voy a buscar más agua.
Nick volvió a la cocina. Hundiendo el cucharón en el agua fría del balde, llenó la jarra. Al regresar al living, pasó frente a un espejo que había en el comedor y se detuvo. Su rostro estaba raro. Sonrió ante la cara reflejada en el espejo, y ésta le devolvió la sonrisa. Después hizo un guiño y siguió su camino. No era su rostro realmente, pero eso no tenía im-portancia.
Bill ya había servido el whisky.
— ¡Qué manera de beber! Es demasiado —dijo Nick.
—Para nosotros, no, Wemedge.
—Brindaremos por la pesca.
—De acuerdo —dijo Nick—. Por la pesca, señores.
—Por la pesca. Nada más.
—La pesca. Por eso brindamos.
—Es mejor que el baseball.
—No se pueden comparar. ¿Cómo es posible que hayamos hablado de baseball hace un rato?
—Fue un error. El baseball es un deporte de brutos.
Luego vaciaron sus vasos.
—Ahora bebamos a la salud de Chesterton.
—Y de Walpole —intervino Nick.
Nick sirvió el whisky y Bill el agua. Los dos se miraron. Se encontraban muy guapos.
—Por Chesterton y Walpole, señores —dijo Bill.
—Eso mismo, señores —brindó su amigo.
Bebieron de nuevo y Bill volvió a llenar los vasos. Estaban sentados frente al fuego, en las sillas grandes.
—Fuiste muy sensato, Wemedge.
— ¿Qué quieres decir?
—Me refiero a ese asunto de Marge,
—Creo que sí —dijo Nick.
—Era lo único que podías hacer. Si no hubieses roto con ella, ahora estarías en tu casa devanándote los sesos y pensando cómo conseguir dinero suficiente para casarte.
Nick no dijo nada.
—Al casarse, el hombre se convierte en un esclavo —continuó Bill—. Se queda sin nada. Sin nada, ¡maldición! Está arruinado para el resto de su vida. Por otra parte, ya has visto esos tipos que se casan, ¿eh?
Nick no dijo nada.
—Al verlos, te das cuenta en seguida. Tienen ese aspecto grosero propio de los casados. Están acabados. Nunca volverán a ser lo que fueron.
—Claro —asintió Nick.
—Es probable que haya sido desagradable la ruptura, pero ya pasará cuando te enamores de alguna otra. Enamórate, pero no dejes que te quiten la personalidad.
—Sí.
—Si te hubieses casado con ella, te hubieras casado con toda la familia. Acuérdate de su madre y del tipo que se casó con ella.
Nick hizo un gesto afirmativo.
— ¿Te gustaría tenerlos siempre en tu casa e ir a cenar a la suya los domingos? ¿Y que la madre le dijese continuamente a Marge lo que tiene que hacer y cómo tiene que comportarse?
Nick guardó silencio.
—De buena te libraste, ¡maldición! —prosiguió Bill—. Ahora ella podrá casarse con cualquiera de su misma clase y ser feliz. No puedes mezclar el aceite con el agua, ni tampoco estos asuntos. Sería peor que si yo me casase con Ida, la que trabaja en la casa de Stratton. Aunque es posible que le gustara.
Nick no dijo nada. El efecto del whisky ya había pasado y se quedó solo. Bill no estaba allí. No estaba sentado frente al fuego, ni iría mañana a pescar con Bill y su papá. No estaba borracho. Todo había pasado. Lo único que sabía era que había perdido a Marjorie. Eso era lo que importaba. Sólo eso. Tal vez no la volvería a ver nunca. Nunca, probablemente. Todo había pasado. Todo había terminado.
—Tomemos otro vaso —dijo Nick.
Bill llenó los vasos y él echó un poco de agua.
—Si no lo hubieras hecho, ahora no estaríamos juntos —manifestó Bill.
Era cierto. Al principio había pensado volver a su casa y conseguir trabajo. Pero después resolvió quedarse en Charlevoix todo el invierno, para estar cerca de Marge. Ahora no sabía qué iba a hacer.
—Y tampoco podríamos ir a pescar mañana —continuó Bill—. Pero veo que has seguido el buen camino.
—No pude evitarlo.
—Lo sé. Así se resuelven las cosas.
—Ocurrió todo de un modo repentino. No sé por qué causa. No pude evitarlo. Fue como esos vendavales de tres días que dejan los árboles sin hojas.
—Bueno, ya pasó. Eso es lo que interesa.
—Yo tuve la culpa.
—No importa de quien sea la culpa.
—Supongo que no.
Lo cierto era que Marjorie se había ido y que quizá no volviera a verla nunca. Recordó que le había hablado del viaje que harían juntos a Italia y de cómo se divertirían en todos aquellos sitios. Ya no existía nada de todo aquello.
—Lo importante es que todo ha terminado. No te imaginas, Wemedge, cuánto me preocupaste con ese asunto, pero te comportaste bien. Comprendo que su madre está apenada, ya que había dicho a mucha gente que estabais comprometidos.
—No estábamos comprometidos.
—En todas partes decían que lo estabais.
—Perdóname, pero te repito que no estábamos comprometidos.
— ¿Acaso no ibais a casaros?
—Sí. Pero no estábamos comprometidos.
— ¿Y qué diferencia hay? —preguntó Bill con ganas de precisar.
—No sé, pero hay cierta diferencia.
—Pues yo no la veo.
—Es igual —terminó Nick—. Emborrachémonos, entonces.
—Bueno —convino Bill—. Pero una borrachera de verdad.
—Y después iremos a nadar —y Nick vació su vaso. Luego dijo—: Lo lamento mucho por ella, ¡maldición! Pero, ¿qué podía hacer? ¡Bien sabes cómo era su madre!
—Era terrible.
—De repente, terminó todo, igual que un vendaval. Aunque no debería hablar más de este asunto.
—Tú no has sido —explicó Bill—. Yo inicié la conversación, y ahora la he terminado. No volveremos a hablar de este asunto. Tampoco tienes que pensar en eso, pues podrías cometer el mismo error.
En realidad, Nick no había pensado en eso. ¡Le pareció todo tan categórico! Pero esto era sólo un pensamiento, y entonces se encontró mejor.
—Claro —dijo—. Siempre existe ese peligro.
Ahora se sentía feliz, puesto que comprendía que no había nada irrevocable. Podría ir a la ciudad el sábado por la noche. Era jueves.
—Queda siempre una oportunidad.
—Tendrás que cuidarte —le aconsejó Bill.
—Me cuidaré.
Se sentía feliz. No había terminado nada. Nada se había perdido. Iría a la ciudad el sábado. Estaba más alegre, como antes de que Bill empezara a hablar de aquel asunto. Todavía era posible una solución.
— ¿Qué te parece si sacáramos los fusiles y nos fuésemos al promontorio a buscar a tu padre?
—Me parece muy bien.
Bill descolgó las dos escopetas de la percha y abrió una caja de cartuchos. Nick se puso la chaqueta y los zapatos. Éstos, de tan secos, estaban duros. Todavía le duraba la borrachera, pero tenía la cabeza despejada.
— ¿Cómo te encuentras? —preguntó Nick.
—A las mil maravillas. Te llevo un poco de ventaja —Bill estaba abrochándose el jersey.
—No se gana nada con emborracharse.
—No. Salgamos.
Afuera continuaba el vendaval.
—Con esto se caerán todos los pájaros —dijo Nick.
Después se dirigieron al huerto.
—Esta mañana vi una perdiz —expresó Bill.
—Tal vez la encontraremos ahora.
—Es que con este viento no se puede tirar.
Allí, al aire libre, el asunto de Marge ya no era tan trágico. Ni siquiera muy importante. El vendaval se lo llevaba todo.
—Viene directamente del lago —dijo Nick.
Oyeron el sonido de una escopeta.
—Es papá. Debe de estar en el pantano.
—Abreviemos el camino por aquí.
—Vamos por la pradera, a ver si cazamos algo —propuso Bill.
—Bueno —aceptó su amigo.
Ningún detalle tenía ahora importancia. El viento vació la cabeza de Nick. Además, podría ir a la ciudad el sábado a la noche. Fue un acierto no haber dicho nada de esto.
(“The Three-Day Blow”, 1925)
In Our Time (New York: Boni & Liveright, 1925)
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