miércoles, 14 de abril de 2021

César Aira / “Mi formación proviene toda del cómic y de novelas como Sandokán”

 



“Mi formación proviene toda del cómic y de novelas como Sandokán”

El escritor argentino publica 'Prins', su novela 101, otra variación sobre una obra de Borges


Laura Fernández
24 de abril de 2018

César Aira, el lunes en Barcelona.
César Aira, el lunes en Barcelona. CARLES RIBAS

Harto de escribir, un famoso autor de novela gótica, decide ocupar en otra cosa todo el tiempo que empleaba en ello. Está hastiado de la fama, del dinero y de su castillo de infinitos pasadizos y en perpetua expansión, pero teme que todo ese vacío, el mundo que se abre después de la escritura para un autor que no ha hecho otra cosa, sea demasiado insoportable. Así que, primero, elabora un listado de todo lo que podría hacer: dedicarse a la cerámica, o a la filatelia, aprender a tocar un instrumento... El viejo nombre que alguien eligió para una colección de novela infantil (El rey del opio) le hizo decidirse finalmente por el opio, la evasión, la reconstrucción, fantasmagóricamente feliz, de la realidad. “De todas las ocupaciones posibles, se decide por la más absurda: la de la alucinación”, sentencia el autor de las desventuras de tan famoso escritor de novela gótica; nada menos que el siempre elocuente César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949).

El punto de partida de su novela número 101, Prins (Literatura Random House), es el mismo, admite, que el del famoso relato de Jorge Luis Borges Pierre Menard, autor del Quijote, o parecido, porque, dice: “Siento que todo lo que escribo son variaciones sobre Borges”. Y pone otro ejemplo: El santo, novela que publicó en 2015, es su versión, mejor, su variación, de El sur, el relato que el clásico argentino consideraba el mejor entre los suyos. Pero en Prins hay algo más. Su inadvertido interés por la novela gótica. “Me di cuenta de que había leído todos los clásicos del género, y fascinado por la receta que empieza a repetirse desde Los misterios de Udolfo —el malísimo caballero que tiene encerrada a una doncella en su castillo—, me dije: ¿por qué no lo intento? Pero tomando distancia, haciendo que el narrador fuese un novelista de ese mismo género, que había escrito todos los clásicos del género, un Pierre Menard de lo gótico”, explicó Aira ayer en Barcelona.

No hay una sino dos mujeres encerradas en la mansión que no deja de crecer, una llave atrapada en un armatoste de opio que te devuelve a la Antigüedad, un autobús —el 126—, y la sensación, demoledora, de que se ha escrito todo lo que se debería, y aún queda vida por vivir, pero va a ser una vida vacía, sin alma, porque va a dejarse de escribir. “¿Qué hacer cuando ya has escrito todo lo que querías? No es mi caso, pero puedo entender el miedo al vacío. De hecho, convivo con ese miedo a diario. No sé qué hacer con tanto tiempo. No soy capaz de escribir durante ocho horas al día, como algunos escritores. Yo escribo durante media hora, en mi cuaderno, y luego no sé qué hacer con tanto tiempo. A veces cojo el autobús —el 126 o el 132—, voy a ver a algún amigo, leo, veo una película”, dice. El asunto del opio es otra cosa. “Lo que persigue el narrador es la felicidad. Una vez escuché decir que el opio es el mejor antidepresivo que existe. Si la humanidad lo hubiera sabido utilizar bien, habríamos sido más felices, pero el resultado fue desastroso”, añade.

Como toda novela de Aira, Prins deforma la realidad hasta que alcanza la condición de sueño —o pesadilla—, un realismo onírico que está hecho del cruce entre Proust y Kafka, pero sobre todo de Borges, y todas las novelas de aventuras y los tebeos con los que creció. “Proust es el mito autobiográfico, el cómo construir un mundo alrededor de una persona, y sus sueños, y Kafka, el gran transformador de la realidad. El caso es que toda mi formación proviene del cómic, en concreto, de los de Superman de los años cincuenta, y de las novelas de aventuras: me leí los 21 tomos de Sandokán entre los 10 y los 12 años, fue mi primera gran lectura. Luego pasé a Superman, y me fascinó la capacidad de sus guionistas para crear conflicto en una historia en la que el protagonista era capaz de todo, cualquier cosa. La intelectualidad de aquella edad de plata de los superhéroes me permitió pasar de la viñeta a Borges, sin escalas, y ahí me quedé”, confiesa.

Realista a su modo

Aira, incómodo a ratos siempre que tiene al otro delante, cualquier otro, cree que no hay otro misterio en su genio que el de disfrutar escribiendo. “El único secreto es el del placer de escribir”, dice, cuando se le menciona que esta es su publicación 101 —hay en marcha un álbum conmemorativo, con portadas y extractos de las 100 que la preceden—, y añade que le cuesta superar las 70 páginas, siempre, “es una tarea infernal”, dice, y que sigue escribiendo a mano, sin plan, porque quiere que la escritura siga siendo “algo físico”. También, que hubo una época en que quiso ser como Georges Simenon —al que considera “uno de los grandes novelistas del siglo XX”— y limitarse a continuar las aventuras de Barbaverde, delicioso superhéroe existencialista que creó en 2008, pero que no pudo ser. Considera su literatura, “realista”, porque, dice, todo el mundo lo es a su modo, pero, añade, “con el realismo hay que experimentar”, y eso es lo que hace. Y lo que piensa seguir haciendo.

¿Y qué le parece que Patti Smith adore todo lo que publica? “Me enteré gracias a mi traductora al inglés. Se la encontró en una fiesta y le habló del libro, porque acababa de salir, y ella le dijo que lo sabía, que ya lo había leído dos veces. Fue a verme a un congreso en Dinamarca. Yo tengo un disco suyo, Horses, en una primera edición que ahora debe valer lo suyo”.

EL PAÍS

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