miércoles, 21 de abril de 2021

Hemingway / Ahora que me acuesto


Ernest Hemingway
Ahora me acuesto



Aquella noche estábamos acostado en el suelo de la habitación y se oía comer a los gusanos de seda. Los gusanos de seda se alimentan con hojas de morera y puede oírseles toda la noche, comer y hacer ruidos con ellas. Yo no quería dormir porque vivía hacía mucho tiempo sabiendo que, si cerraba los ojos alguna vez en la oscuridad y me dejaba llevar, mi alma saldría de su cuerpo. Había estado así durante mucho tiempo desde que una vez estallé en la noche y la sentí separarse y alejarse de mí, y luego volver.  Trataba de no pensar en ello, pero por la noche empezaba a sentirlo en el momento en que me iba a dormir y sólo podía detenerlo haciendo un gran esfuerzo. Y aunque ahora estoy bastante seguro de que no puede haberse separado de mí, aquel verano no estaba dispuesto a correr el riesgo de hacer el experimento.
Tenía distintas maneras de ocupar mi pensamiento mientras estaba despierto, tratando de no dormir. Recordaba un río donde solía pescar cuando era niño e imaginaba estar pescando a todo lo largo de él; pescaba muy cuidadosamente bajo todos los troncos, en todos los meandros de la ribera, en los agujeros hondos y en los trechos largos y poco profundos, a veces logrando truchas y otras perdiéndolas. Hacía una pausa al mediodía, para almorzar a veces, en un tronco tendido sobre las aguas, otras en una ribera alta, bajo un árbol; pero siempre comía muy lentamente, mientras miraba las aguas del río que corrían bajo mis pies. A menudo me quedaba sin carnada porque sólo llevaba conmigo diez lombrices en una lata de tabaco. Cuando las había empleado todas, tenía que buscar más, y a veces, resultaba muy difícil cavar agujeros en la ribera del río, donde los cedros ocultaban la luz del sol y no había hierba, sino sólo tierra pelada y húmeda. A menudo no podía encontrar lombrices. Siempre, sin embargo, encontraba alguna especie de carnada, pero una vez, en el pantano, no pude encontrar nada y tuve que cortar un pedazo de una trucha que había pescado y usarlo como carnada. 
A veces encontraba insectos en la pradera pantanosa, entre las hierba y bajo los helechos, y los usaba. Había escarabajos e insectos con las patas como tallos de la hierba; o larvas en los viejos troncos podridos, larvas blancas con cabecitas morenas y peludas que desaparecían en el agua en cuanto echaba el anzuelo, o carcoma bajo los troncos, donde a veces hallaba lombrices que desaparecían en la tierra en cuanto los levantaba. En una ocasión utilicé una salamandra que encontré bajo un viejo tronco. La salamandra era muy pequeña, limpia, ágil y de bonitos colores. Tenía unas patitas diminutas que trataban de aferrarse al anzuelo para desprenderse de él; desde aquella vez no cogí ninguna salamandra, aunque las encontraba muy a menudo. Ni tampoco grillos, por la manera cómo se debatían en el anzuelo. 
A veces el río corría por una pradera, y entre el pasto seco encontraba langostas y las usaba como carnada o, a veces las arrojaba al río para quedarme contemplándolas mientras flotaban nadando en las agua o haciendo círculos en la superficie, si las arrebataba la corriente, para luego desaparecer al emerger de las aguas alguna trucha. También pescaba en cuatro o cinco arroyos distintos en una misma noche, comenzando lo más cerca posible de su nacimiento y pescando corriente abajo.  Cuando terminaba demasiado pronto y el tiempo no había pasado, pescaba de nuevo a todo lo largo del arroyo partiendo desde donde desembocaba, corriente arriba, tratando de pescar todas las truchas que había perdido al bajar. Algunas noches yo mismo creaba los ríos y algunos de ellos resultaban maravillosos; era como estar despierto y soñando. Todavía recuerdo algunos de aquellos ríos y pienso que he pescado en ellos y se confunden con los que he conocido realmente. Les doy nombres, y, a veces, tengo que tomar el tren o caminar muchos kilómetros para llegar a ellos. 
Pero algunas noches no puedo pescar, me quedo despierto y rezo una y otra vez y trato de rezar por todas las gentes que he conocido. Eso lleva una gran cantidad de tiempo, porque si tratamos de recordar a toda la gente que hemos conocido, partiendo de la primera cosa que recordamos -que en mi caso es el desván de la casa donde nací y el pastel de bodas de mi padre y de mi madre dentro de una caja de hojalata que colgaba de una de las vigas, y, en el desván, cántaros de víboras y otros animales que mi padre había coleccionado cuando era joven y había conservado en alcohol, de modo que el lomo de las víboras y los otros especímenes, expuestos a la luz, se habían tornado blancos-, si tratamos de recordar hasta entonces recordamos a muchísimas personas. Si rezamos por todas ellas diciendo un Avemaría y un Padrenuestro por cada una, nos llevará mucho tiempo y, finalmente, se hará de día y luego podremos dormir, si estamos en algún lugar donde podamos dormir de día.
Esas noches trataba de recordar todo lo que me había ocurrido desde antes de ir a la guerra y desde allí retrocedía, de un hecho a otro hasta que sólo podía recordar aquel ático de la casa de mi abuelo. Luego, comenzando desde allí, recordaba hasta que llegué a la guerra. 
Recordé que después de haber muerto mi abuelo, nos mudamos de aquella casa a una nueva, diseñada y construida por mi madre. Muchas cosas que no íbamos a llevar fueron quemadas en el patio trasero y recuerdo aquellos cántaros del desván que fueron arrojados al fuego y cómo reventaban con el calor y las llamas que salían del alcohol. Recuerdo las víboras quemándose. Pero en aquello no había personas, sólo cosas. No podía recordar siquiera quién quemaba las cosas y continuaba hasta que llegaba la gente, y luego me detenía y rezaba por ellas.

Con respecto a la casa nueva, recuerdo cómo mi madre estaba siempre limpiando. En una ocasión, cuando mi padre estaba fuera, de caza, hizo una limpieza completa en el sótano y quemó todo lo que no debía estar allí. Cuando regresó mi padre y bajó de su jardinera y desenganchó el caballo, el fuego ardía todavía en el camino que pasaba al lado de la casa. Salí a recibirle y al darme su escopeta vio el fuego.
-¿Qué es eso? -preguntó.
-He estado limpiando el sótano, querido -dijo mi madre desde la puerta de la casa. Mi padre miró el fuego y dio un puntapié a algo. Luego se inclinó, y lo recogió de entre las cenizas. 
-Busca un rastrillo, Nick -me dijo.
Fui al sótano y subí un rastrillo con el que mi padre registró cuidadosamente las cenizas. Encontró hachas de piedra, pétreos cuchillos para desollar cueros cabelludos y muchas puntas de flecha. Todo había quedado ennegrecido y descascarillado por el fuego. Mi padre lo recogió muy cuidadosamente y lo extendió sobre la hierba al lado del camino. Su escopeta de caza con la funda de cuero y su morral se hallaban sobre el pasto, donde yo los había dejado al descender él de la jardinera.
-Lleva la escopeta y el morral a la casa, Nick, y tráeme algunos periódicos -dijo.
Mi madre había entrado. Tomé nuevamente la escopeta -que era muy pesada, y me golpeaba las piernas al caminar- y los dos morrales, y me dirigí a la casa pasando por delante del fuego.
-Llévalos de uno en uno -dijo mi padre-. No trates de cargar demasiado de una vez.
Dejé los morrales, tomé la escopeta y volví con un periódico de los que mi padre tenía en su escritorio. Extendió sobre el diario todos los utensilios de piedra, ennegrecidos y desconchados, y los envolvió.
-Las mejores puntas de flecha se han hecho pedazos -murmuró.
Se dirigió hacia la casa con el paquete de papel de diario y yo me quedé sentado al lado de los dos morrales. Después de un rato entré con ellos. Al recordar todo aquello sólo había encontrado a dos personas, de modo que recé por ellas.
Algunas noches ni siquiera podía recordar mis oraciones. No podía ir más lejos de "así en la tierra como en el cielo" y empezaba de nuevo, siendo absolutamente incapaz de pasar de allí. Luego me veía obligado a reconocer que no podía recordarlas y dejaba de rezar para hacer otra cosa. Esas noches trataba de recordar por el nombre a todos los animales del mundo y luego las aves y los peces y los países y las ciudades y, luego, las clases de alimentos y los nombres de todas las calles de la ciudad de Chicago, y, cuando ya no podía recordar nada más, me limitaba a escuchar. Y no recuerdo una sola noche en que no se pueda escuchar algo.  Si hubiera tenido una luz no habría temido dormirme porque sabía que el alma sólo me abandonaría en la oscuridad. Por supuesto, entonces, muchas veces dormía donde había luz y me dormía en seguida porque casi siempre estaba cansado y a menudo tenía mucho sueño. Estoy seguro también de que muchas veces me dormí sin darme cuenta, pero nunca lo hice sabiéndolo. Esta vez pude oír claramente comer a los gusanos de seda en la noche y allí estaba tendido con los ojos abiertos, escuchándolos.
Sólo había otra persona en la habitación y también estaba despierta. Le oí durante un largo rato. No podía quedarse tan quieto como yo, tal vez porque no tenía tanta práctica en estar despierto. Estábamos tendidos sobre unas mantas echadas sobre paja y, cuando se movía, la paja hacía ruido, pero a los gusanos de seda no los atemorizaba ningún ruido y seguían comiendo.  Había ruidos en la noche a siete kilómetros detrás del frente, pero eran distintos de los pequeños ruidos que se oían dentro de la habitación, en la oscuridad. Luego se movió otra vez. Yo me moví también, para que supiera que estaba despierto.  Había vivido diez años en Chicago. Lo alistaron como soldado al volver a visitar a su familia y me lo asignaron como ordenanza porque hablaba inglés. Me pareció que escuchaba y me moví nuevamente entre las mantas.
-¿No puede dormir, signor Tenente? -preguntó.
-No.
-Yo tampoco puedo dormir.
-¿Qué te pasa?
-No sé. No puedo dormir.
-¿Te sientes bien?
-Sí. Me siento bien. No puedo dormir, es todo.
-¿Quieres charlar un rato? -pregunté.
-Seguro. ¿De qué se puede hablar en este maldito lugar?
-El lugar es bastante bueno -dije yo.
-Seguro -dijo-. Está bien.
-Cuéntame acerca de Chicago -dije.
-Oh -dijo-. Ya se lo conté todo ese día.
-Cuéntame cómo te casaste.
-Ya se lo conté.
-Esa carta que recibiste el lunes, ¿era de ella?
-Sí. Me escribe continuamente. Está ganando dinero allá.
-Vas a tener una casa linda cuando vuelvas.
-Seguro. Lleva bien las cosas. Está ganando un montón de dinero.
-¿No crees que los despertemos si hablamos? -pregunté.
-No. No pueden oír. De cualquier manera, duermen como cerdos. Yo soy distinto -dijo-. Soy nervioso.
- Habla en voz baja -le dije-. ¿Quieres fumar?
Fumamos en la oscuridad.
-Usted no fuma mucho, signor Tenente.
-No. Estoy fumando menos.
-Bueno -dijo-, no hace bien y supongo que llega un momento en que no se echa de menos. ¿Oyó decir alguna vez que los ciegos no fuman porque no ven el humo?
-No lo creo.
-Yo creo que es mentira -dijo-. Lo oí en alguna parte. Usted sabe las cosas que dicen.
Nos quedamos callados y escuché el ruido de los gusanos de seda.
- ¿Oye esos malditos bichos? -preguntó-. Se los puede oír masticar.
- Es curioso -dije.
- Dígame, signor Tenente, ¿hay alguna razón por la que no puede dormir? Nunca lo veo dormir. Desde que estamos aquí no lo he visto dormir ninguna noche.
- No sé, John -dije-. Estuve mal la primavera pasada y a la noche siento molestias.
-Igual que yo -dijo-. No debí haber venido a esta guerra. Soy demasiado nervioso.
-Es posible que mejoremos.
-Dígame, signor Tenente, ¿por qué se metió en esta guerra, de cualquier manera?
-No lo sé, John. En ese momento tenía ganas de hacerlo.
-Tenía ganas -dijo-. Esa es una buena razón.
-No deberíamos hablar tan fuerte -dije.
-Duermen como cerdos -dijo-. No entienden inglés, de cualquier modo. No saben nada. ¿Qué va a hacer cuando termine la guerra y vuelva a Estados Unidos?
-Me voy a conseguir un empleo en la redacción de un diario.
-¿En Chicago?
-Tal vez.
-¿Ha leído los artículos de ese tipo, Brisbane? Mi mujer los recorta y me los manda.
-Claro que sí.
-¿Lo conoce personalmente?
-No, pero lo he visto.
-Me gustaría conocer a ese hombre. Es un gran escritor. Mi mujer no sabe leer bien inglés pero recibe el diario, como cuando yo estaba en casa y recorta los artículos de fondo y la página deportiva y me los manda.
-¿Cómo están tus hijas?
-Están bien. Una de las chicas ya está en cuarto grado. Sabe, signor Tenente, si no tuviera hijos no sería su ayudante. Me hubieran destinado al frente.
-Me alegro de que tengas hijos.
-También yo. Son chicas magníficas pero quiero un varón. Tres chicas y ningún varón. Así no vale.
-¿Por qué no tratas de dormirte?
-No, ahora no puedo dormir. Estoy completamente despierto, signor Tenente. Pero me preocupa que usted no pueda dormir.
-No te aflijas. Ya lo haré.
-Un muchacho joven como usted, sin poder dormir.
-Ya lo haré. Lleva tiempo, eso es todo.
-Tiene que mejorarse. Un hombre no puede continuar si no duerme. ¿Le preocupa algo? ¿Tiene la mente ocupada por algo?
-No. John, creo que no.
-Tiene que casarse, signor Tenente. Entonces no estaría preocupado.
-No sé.
-Tiene que casarse. ¿Por qué no busca una italiana linda, con mucho dinero? Podría conseguirse cualquiera. Es joven y bien parecido y tiene buenas condecoraciones. Lo han herido un par de veces.
-No hablo el idioma lo suficientemente bien.
-Lo habla muy bien. Al diablo con el idioma. No tiene que hablarles. Cásese con una.
-Voy a pensarlo.
-Conoce algunas chicas, ¿no?
-Seguro.
-Muy bien, pues se casa con la que tiene más dinero. Aquí, de la manera en que las educan, todas resultan buenas esposas.
-Lo pensaré.
-No lo piense, signor Tenente. Hágalo.
-Está bien.
-Un hombre tiene que casarse. Nunca se va a arrepentir. Todos los hombres deberían casarse.
-Está bien -dije-. Vamos a tratar de dormir un poco.
-Muy bien, signor Tenente. Lo intentaré. Pero acuérdese de lo que le dije.
-No lo olvidaré -dije-. Ahora durmamos un poco, John.
-Está bien -dijo-. Espero que duerma usted, signor Tenente.
Le oí revolverse entre las mantas colocadas sobre la paja y luego se quedó muy quieto y escuché su respiración regular. Comenzó a roncar durante largo tiempo y luego dejé de escucharlo y oí comer a los gusanos de seda. Comían con firmeza, revolviendo las hojas de morera. Tenía algo nuevo en qué pensar y yacía en la oscuridad con los ojos abiertos recordando a todas las muchachas que había conocido y qué clase de esposas podrían haber sido. Era algo interesante que pensar y durante un tiempo desplazó a la pesca de truchas y a las oraciones. Finalmente, sin embargo, volví a la pesca, porque hallé que podía recordar perfectamente todas las corrientes de agua y siempre había algo nuevo que recordar respecto a ellas. Mientras que las muchachas, después de haber pensado en ellas algunas veces, empezaron a hacerse confusas y no podía recordarlas; por fin, su recuerdo se hizo tan borroso que todas parecían casi la misma y dejé de pensar en ellas en seguida. Pero continué con mis oraciones. Rezaba a menudo por John, durante la noche. Su clase fue retirada del servicio activo antes de la ofensiva de octubre. Me alegré de que no estuviera allí, porque hubiera sido una gran preocupación para mí. Vino a verme al hospital de Milán varios meses más tarde y le desilusionó mucho que no me hubiera casado y sé que no le hubiera gustado saber que, hasta ahora, no lo he hecho. Iba a volver a los Estados Unidos. Tenía mucha confianza en el matrimonio, pues sabía que el matrimonio lo arreglaba todo.

Men Without Women
(Nueva York: Scribner's Sons, 1927.)



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