Edward Hopper |
LA CRISIS DEL CORONAVIRUS
La pintura de
Edward Hopper
y La Peste
de Camus,
como si fueran de hoy
En tiempos de cuarentena, recordamos dos obras que, de alguna manera, describen el escenario del aislamiento.
Mariana Mactas27 de marzo de 2020
Edward Hopper, el pintor del aislamiento
Se llama Sol de la mañana, y es un óleo pintado por Edward Hopper en 1952. Pero lo primero que transmite es casi lo opuesto a la idea feliz, emprendedora, del sol matinal. Sol de la mañana, como toda la obra del artista americano, es una imagen de la soledad. En estos días de gente sola encerrada en casa, las imágenes de Hopper se intercambian en redes sociales y grupos de WhatsApp. Sus pinturas, que capturaron la idea de la soledad contemporánea, nos describen y nos interpelan como si, a través del tiempo, estuvieran dirigidas a nuestro presente confinado.
Y si muchos se identifican con esa imagen en particular, que es la que da más vueltas, entienden que al asomarse a otros de sus cuadros más famosos, esos personajes mirando al infinito tienen en común el aislamiento. Es cierto, los de los bares serían imposibles hoy.
Así que ahí está su archifamoso Nighthawks, los Noctámbulos a los que alguien borró con el Photoshop para dejar la esquina aún más desolada. Una silueta en el balcón, otra mujer sola, sentada con una valija en un desangelado cuarto de hotel, con los hombros caídos, como sin ganas, porque no va a irse a ninguna parte. Otra está sentada en una mesa, con un vaso de algo como toda compañía, ni se ha sacado el sombrero.
Muchos tuvimos la suerte de ver la fantástica colección de la obra de Hopper en el Whitney Museum de Nueva York. Otros, con la misma suerte, se habrán encontrado con alguno de sus óleos colgados en otros museos. Y todos, seguramente, hemos visto reproducidas algunas de sus pinturas más emblemáticas. Descriptivas, detallistas, con una iluminación precisa, "psicológicas". Con muchos espacios vacíos, porque en ellas la gente está sola, o apenas acompañada por otros igual de solos, con la mirada perdida. En qué estarán pensando.
La Peste, de Albert Camus (1947)
Los franceses tenían razón. Era una buena idea acudir al texto de Camus, escrito diez años antes de ganar el Premio Nobel. Que no será su mejor novela, como decía hace unos días Mario Vargas Llosa, pero cuyas resonancias con nuestro momento actual hacen que parezca escrita ayer.
En Orán, Argelia, un médico llamado Bernard Rieux se enfrenta a una epidemia de peste que empieza con la aparición de ratas muertas y pronto empieza a matar personas. Tanto él como sus colegas, y sobre todo los habitantes, atraviesan distintas etapas de toma de conciencia y paso a la acción, mientras Rieux, rodeado de muertes en aumento, va a su vez atravesando un proceso personal de cansancio, desgaste y desapego.
Hay tantas semejanzas con la realidad de nuestro aquí y ahora que abruma, casi que se va subrayando toda. Los casos particulares, excepciones, que necesitan poder salir de la ciudad una vez se toma la decisión de cerrarla. Los que quedan lejos de los suyos. Los exilios interiores de los confinados. La incertidumbre y la responsabilidad de los que deben tomar decisiones y, finalmente, los gestos humanos que hacen a una solidaridad como esperanza.
Hay tanto para citar, si tiene la curiosidad por volver a leerla, que cuesta elegir un párrafo para no extender demasiado esta reseña. Acá va esta, sobre el componente de irrealidad del peligro que acecha:
La palabra "peste" acababa de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza.
Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: "Esto no puede durar, es demasiado estúpido." Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure.
La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas”.
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