La ciudad, un poema
La urbe como desarraigo o refugio, hilo del XXIV Festival Internacional que cierra hoy en el Palau de la Música la Barcelona Poesía
Carlos Geli
Barcelona, 16 de mayo de 2018
La ciudad como lugar de desarraigo, faltado de patria y vínculos; o como identidad; o como lugar de huida y posterior retorno; o como refugio de un desplazamiento; o como territorio de preguntas; o, más sencillamente, como encarnación de un cansancio... Todas esas miradas o sensaciones sobre la urbe funcionan como hilo conductor de los versos de los cinco poetas que conforman el cartel del ya XXIV Festival Internacional de Poesía de Barcelona, que se celebra esta noche en el Palau de la Música y que pone el broche final a Barcelona Poesía, la semana dedicada al género organizada por el Consistorio, bajo la dirección de Mireia Calafell y Àngels Gregori.
“La ciudad me produce una sensación carcelaria: proyecto dudas y desamparos en esa estructura externa, en ese paisaje exterior, que en cambio me sirve para mirarme adentro”, se definía ayer mismo Maria Cabrera (Girona, 1983), hoy voz claramente al alza: la autora de La ciutat cansada (2017, premio Carles Riba) es ella misma rapsoda de grupos como Vladivostok o El Pèsol Feréstec, mientras los Manel o Sílvia Pérez Cruz han musicado sus poemas.
LAS HISTORIAS NEGLIGIDAS DEL BARDO PALESTINO
“La poesía es la única ciudad posible para un poeta”, dice con una sonrisa triste el palestino nacido en 1978 en Jerusalén Najwan Darwis, poeta y periodista, con su obra (Nada más que perder; No eres poeta en Granada...) traducida a más de 20 idiomas, quinto bardo invitado hoy al festival Internacional de Poesía de Barcelona. No puede poner otro rostro: no hace ni 24 horas de la matanza de más de medio centenar de compatriotas por parte de Israel tras las protestas por el traslado de la embajada judía a Jerusalén. Ruinas, bombas, refugiados o expulsiones pespuntean sus versos. “Haifa o Jaffa ahora son colonias, no ciudades; es una experiencia singular vivir colonizado... Los poetas buscamos historias negligidas por los otros. Esas historias, el lenguaje y la geografía conforman la razón de ser de un poeta”.
Quizá porque nació en Buenos Aires (1942) y desde las primeras dictaduras militares fijó su residencia en EE UU, la argentina Marta Ana Diz prefiere (espera estar haciendo, en realidad) pensar su vida “como extranjería, no como exilio: es la condición del arte ser extranjero”, sostiene, porque cree que “el hábito, la costumbre, se lo come todo”, fagocitación imposible si uno no vive estable. “Me prenden dos o tres palabras, un ritmo...”, dice sobre la génesis de su poesía (Piedras rosadas); “poetisa de los finales perfectos”, como la define Francisco Brines, sobre la urbe lo tiene claro: “Nunca se puede volver: la ciudad siempre es otra porque tú eres otro; eso de volver queda lindo para el tango”.
Hollie McNish (Reading, Reino Unido, 1983) nunca ha vivido en una gran ciudad, pero su lírica recoge la vida en gueto o las quejas de sus compatriotas por la apertura de tiendas por paquistaníes o chinos o el impacto de la publicidad: transita por ella. “Escribir poesía es mi forma de diario personal; no tengo un léxico extenso, mi poesía es normal, simple, como sólo puede serlo cuando escribes para tí; cuando eso no guste, buscaré otro trabajo”, asegura con un hilo de voz quien, en cambio, ha obtenido en su país, desmintiéndola, el prestigioso premio Ted Hughes por su libro de memoria poética Nobody Told Me.
Sencilla también parece la poesía del polaco Adam Zagajewski (1945, Lwów, hoy Ucrania), candidato al Nobel y premio Princesa de Asturias 2017. Pero es engañoso: busca, como dicen Calafell y Gregori, “el peso de la vida, quizá porque ha perdido dos patrias, pero porfiaba por una tercera, la poesía es su país y su ciudad”. Un tiempo creyó, al principio, que “la poesía se basaba en la política, pero era un campo muy limitado y lo dejé; ahora he vuelto por el lamentable gobierno ultranacionalista en el poder hoy en mi país”, dice. En cualquier caso, entiende la poesía como “el arte de la contradicción, cómo árboles o pájaros, la naturaleza, convive con la urbe..., esa tensión entre mal y belleza, la crueldad cotidiana... el sufrimiento no tiene fronteras... Mi máxima ambición es no perder los límites de esta contradicción”, deja caer con ritmo lento, casi cansino, y más de una vez con los ojos cerrados, el autor de Asimetría.
“No quería trasponer un espectáculo sino crear uno propio, quería ver cómo la ciudad escribe el cuerpo, como esa marabunta de sonido y gente muchas veces no deja oírte a ti mismo demasiado bien”, comenta Marina Mascarell, encargada de la dirección escénica y de la coreografía del Festival. Esta vez, parecen todas voces demasiado fuertes como para que la ciudad pueda ahogarlas.
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