domingo, 10 de enero de 2016

Jean Rhys / Los tigres son más hermosos


Jean Rhys
BIOGRAFÍA
Los tigres son más hermosos

«Mein Lieb, Mon Cher, My Dear, Amigo», empezaba la carta: 
Me largo. Quería irme desde hace algún tiempo, como indudablemente sabes, pero estaba esperando el momento de tener valor para dar el paso que me expusiera otra vez al frío mundo. No me apetecía una escena de despedida. 
Dejando a un lado muchas otras cosas que es mejor olvidar, no tienes ni idea de lo harto que estoy de todas ésas falsas declaraciones de comunismo, y de todas las falsas declaraciones sobre todo lo demás, si vamos a eso. Todos vosotros sois exactamente iguales, comoquiera que os llaméis a vosotros mismos: Intocables. Os creéis indispensables, y os moriríais de languidez si no tuvierais alguien a quien mirar desde arriba e insultar. Me dio la sensación de que estaba rodeado de un montón de tigres tímidos que esperaban a saltar en cuanto apareciese alguien con algún problema o sin dinero. Pero los tigres son más hermosos, ¿no crees?

Tomaré el autobús de Plymouth. Tengo mis planes.

Vine a Londres cargado de esperanzas, pero todo lo que he sacado ha sido una pierna rota y suficientes abucheos para mis próximos treinta años de vida si llego a vivir tanto, Dios no lo quiera.

No creas que olvidaré tu amabilidad después de mi accidente, cuando tuve que vivir en tu casa y todo eso. Pero assez quiere decir basta.

Me he bebido la leche que había en la nevera. Estaba sediento después de la fiesta de ayer noche, pero si vosotros le llamáis a eso una fiesta yo le llamaría un funeral. Además, ya sabes lo poco que me gusta esa charlatanería (¡Freud! ¡ ¡San Freud!!). De modo que, amigo mío, compóntelas como puedas sin mí.

Adiós. Volveré a escribirte cuando vengan mejores tiempos.



HANS



Había también una posdata:

A ver si hoy escribes un artículo fantástico, pedazo de yegua mansa.


Mr. Severn suspiró. Siempre había sabido que Hans se iría tarde o temprano, pero entonces, ¿por qué aquel sabor en la boca, como si hubiese comido polvo?

Un artículo fantástico.
La banda tocaba en los Embankment Gardens. La misma canción de siempre. El mismo estribillo tierno de siempre. Cuando empezaron a asomar los carruajes, parte de la muchedumbre prorrumpió en vítores y un hombre gordo dijo que no veía nada y que iba a encaramarse a lo alto de una farola. Las figuras de los carruajes saludaban con inclinaciones a derecha e izquierda: las víctimas se inclinaban ante sus propias víctimas. Era la gran exhibición del sacrificio incruento, el recordatorio de que el sol brilla en algún lado, aunque no brille para todos.
-Parecía una figura de cera, ¿verdad? -dijo satisfecha una mujer...
Nada. No funcionaba.
Se asomó a la ventana y miró los carteles de la edición de mediodía de los vespertinos en el quiosco de enfrente. «FOTOS DEL JUBILEO-FOTOS-FOTOS» y «SE ACERCA UNA OLA DE CALOR».
Una mujer disoluta de mediana edad ocupaba el piso que había encima del quiosco. Pero aquel día sus ventanas con visillos de encaje, que normalmente no eran enemistosas, contribuían a aumentar la desolación que sentía. Y lo mismo las palabras «FOTOS-FOTOS-FOTOS».

A las seis el piso estaba cubierto de periódicos y comienzos arrugados y abandonados del artículo que escribía cada semana para un periódico australiano.
No encontraba la música. La música es lo importante, como todo el mundo sabe. La música es lo que otros llamarían el ritmo de la frase. En cuanto lo encontrara podría seguir escribiendo con la facilidad de un caballo al trote, diciendo todo lo que le pidieran.
«Pedazo de yegua mansa», pensó. Luego cogió uno de los periódicos y, como tenía manía estadística, empezó a contar los anuncios. Dos medicinas para el estreñimiento, tres para dolores y gases estomacales, tres cremas faciales, una sustancia nutritiva para la piel, un crucero a Marruecos. Al final de los anuncios por palabras, en letra pequeña: «A todos aniquilaré el día de mi Ira, dijo el Señor Dios, y nadie se librará de ella.» ¿Quién paga la publicación de estos anuncios?, ¿quién los paga?

«Siempre esta perpetua amenaza encubierta», pensó. «Todo se basa en ella. Repugnante. ¿Qué dirán? Y al final de la página ves lo que te va a ocurrir como no te sometas. Te matarán y no podrás escapar. Amenazas y burlas, amenazas y burlas...» Y desolación, abandono y periódicos arrugados por toda la habitación.

El único consuelo tolerado era el dinero con el que compraría el cálido resplandor de un trago antes de la comida, y luego la carcajada del Jubileo. Jubiloso-Jubileo-Júbilo... Las palabras daban vueltas en su cabeza, pero no conseguía que adquiriesen una forma.
«Si no quiere salir, no saldrá», le dijo a su máquina de escribir antes de lanzarse escaleras abajo, contando los escalones a medida que descendía.
Después de dos whiskies dobles en su bar de siempre, el Tiempo, que había estado arrastrándose tan pesadamente durante todo el día, empezó a ir más aprisa, empezó a galopar.
A las siete y media Mr. Severn paseaba Wardour Street arriba y abajo entre dos mujeres jóvenes. La de cosas que hace uno de rebote.
A una de ellas la conocía bastante bien, a la más gorda. Iba a menudo a ese bar y a él le gustaba charlar con ella, y a veces le aguantaba las borracheras porque era una chica de buen carácter y nunca le hacía sentirse nervioso. Ese era su secreto. Si el mundo fuera justo, su epitafio debería decir: «Nunca puse nervioso a nadie..., al menos adrede.» Una chica predestinada al fracaso, desde luego, y precisamente por ese mismo motivo. Pero era agradable charlar con ella y, generalmente, también mirarla. Se llamaba Maidie, Maidie Richards.
A la otra no la había visto hasta entonces. Era muy joven, tenía una sonrisa verdaderamente resplandeciente y un acento que Mr. Severn no acababa de reconocer. Se llamaba Heather No-sécuántos. En medio del ruido del bar le pareció que decía Hedda.
-¡Qué nombre tan raro! -había observado él.
-No he dicho Hedda, sino Heather. ¡Hedda! Antes muerta que tener un nombre así.
Era una chica aguda, brillante, serena: no había nada de fofo en ella. Fue ella la que había sugerido ir a tomar esta última copa.
Las chicas se pusieron a discutir. Cada una de ellas había enlazado un brazo en uno de los de Mr. Severn, y discutían por encima de él. Llegaron a Shaftesbury Avenue, dieron media vuelta y volvieron a recorrer Wardour Street.

-Te juro que está en esta calle erijo Heather-. El «JimJam». ¿No has oído hablar nunca de él?
-¿Estás segura? -dijo Mr. Severn.
-Claro que lo estoy. Está en la acera de la izquierda. No sé cómo, pero debemos haberlo dejado atrás.
-Bueno, pues yo estoy harta de caminar arriba y abajo buscándolo -dijo Maidie-. Además, es un agujero cochambroso. No tengo ningún interés especial en ir, ¿y tú?
-Tampoco -dijo Mr. Severn.
-Ahí está -dijo Heather-. Hemos pasado dos veces por delante. Le han cambiado el nombre, eso es lo que ocurría.
Subieron por una estrecha escalera de piedra y en el primer rellano un hombre de cara cetrina salió de detrás de unas cortinas corridas y les lanzó una mirada asesina. Heather sonrió.
-Buenas tardes, Mr. Johnson. He traído a un par de amigos conmigo.
-¿Son tres? Eso serán catorce chelines.
-¿No costaba media corona la entrada? -dijo Maidie tan agresivamente que Mr. Johnson la miró con sorpresa y explicó: -Esta noche es especial.
-En cualquier caso, esa orquesta es una mierda -observó Maidie cuando entraron en la sala.
Una mujer anciana con gafas de aro de acero atendía el mostrador. El mulato que tocaba el saxofón se inclinó hacia delante y gritó alegremente.
-Tocan tan fatal -dijo Maidie cuando el grupo se sentó a una mesa que estaba junto a la pared- que cualquiera diría que lo hacen a propósito.
-Deja ya de gruñir -dijo Heather-. El resto de la gente no está de acuerdo contigo. Este sitio se llena todas las noches. Además, ¿por qué tendrían que tocar bien? ¿Importa mucho?
-Ajá -dijo Mr. Severn.
-Si quieres saber mi opinión, me importa un comino. La gente habla sin saber lo que dice.
-Exacto -dijo Mr. Severn-. Todo es una ilusión. Una botella de cerveza de jengibre -pidió al camarero.
-Tenemos que tomarnos una botella de whisky -dijo Heather-, si a ti no te importa. ¿Verdad que no?
-Claro, claro, nena -dijo Mr. Severn-. Sólo estaba bromeando... Una botella de whisky -le dijo al camarero.
-¿Les importa pagar ahora? -preguntó el camarero cuando les llevó la botella.
-¡Qué caro! -dijo Maidie frunciéndole el ceño osadamente al camarero-. Qué más da, me parece que en cuanto le haya pegado unos tragos me habré olvidado de todos mis problemas.
Heather hizo un puchero con los labios:
-A mí muy poquito.
-Bien, vamos a emborracharnos -dijo Mr. Severn-. Toquen Dinah -le gritó a la orquesta.
El saxofón le miró y le dirigió una sonrisa disimulada. No lo vio nadie más.
-Siéntese y tome un trago, ¿no? -le dijo Heather a Mr. Johnson cogiéndole de la manga cuando pasaba junto a la mesa.
Pero él le respondió altivamente:

-Lo siento, pero creo que en este momento no puedo -y siguió su camino.
-Es curiosa la actitud de esta gente con la bebida -observó Maidie-. Primero te hacen beber todo lo que pueden y luego se ríen a tus espaldas por haber bebido tanto. Pero por otro lado, si tratas de dejar de beber y no pides nada, se comportan con la mayor grosería. Sí, pueden llegar a ser muy groseros. La otra noche fui a un sitio donde tocan música, el International Café. Pedí un whisky y me lo bebí bastante aprisa porque tenía sed y estaba triste y todo eso. Entonces pensé que tenía ganas de escuchar música -allí no tocan tan mal, dicen que son húngaros- y de repente un camarero empieza a gritar: «Vamos a cerrar. Ultima copa.» «¿Puede darme un poco de agua?», le dije. «No estoy aquí para servirle agua», dijo él. «Aquí no se viene a beber agua», me dijo, así, sencillamente. Y a gritos. Todo el mundo se quedó mirándome.
-¿Y qué esperabas? -dijo Heather-. ¡Pedir agua! No tienes ni el más mínimo sentido común. No, no quiero más, gracias -dijo poniendo la mano sobre el vaso.
-¿No confías en mí? -preguntó Mr. Severn, con una sonrisa concupiscente.
-No confío en nadie. ¿Por qué? Pues, porque no quiero que me den ningún chasco.
-Esta chica es el colmo de la sofisticación -dijo Maidie.
-Prefiero ser sofisticada que tan condenadamente fácil de convencer como tú -replicó Heather-. ¿Verdad que no te importa que me levante un momento para hablar con unos amigos que he visto allí?
-Admirable -dijo Mr. Severn mientras la miraba cruzar la sala-. Admirable. Desdeñosa, elegante y además con una gota de sangre negra, si no me equivoco. Precisamente mi tipo. Uno de mis tipos. ¿Cómo es que no...? Ah, ya lo tengo.
Sacó un lápiz amarillo del bolsillo y empezó a escribir en el mantel:
Fotos, fotos, fotos... Caras, caras, caras... De hiena, de cerdo, de cabra, de mono, de loro. Pero no de tigre, porque los tigres son más hermosos, ¿no crees?, como dice Hans.
-Tienen un lavabo de señoras precioso -estaba diciendo Maidie-. He estado charlando con la mujer; es amiga mía. La ventana estaba abierta y daba la sensación de que la calle estuviera fría y pacífica. Por eso he tardado tanto.
-¿No te parece que Londres cada día es un sitio más raro? -dijo Mr. Severn con voz velada-. ¿Ves esa mujer alta que está allí, la del traje de noche con el escote en la espalda? Desde luego, tengo mi propia teoría sobre los trajes de noche con escote en la espalda, pero no es el momento de exponerla. Bien, pues, ese pastelito tiene que estar en Brixton mañana por la mañana a las nueve y cuarto para dar una clase de música. Y su mayor ambición es conseguir un puesto de camarera en un transatlántico que haga la ruta de Sudáfrica.
-Bueno, ¿y qué tiene eso de malo? -dijo Maidie.
-Nada, pensaba solamente que es un poco contradictorio. No importa. ¿Y ves a esa pareja que está en el mostrador, esa encantadora pareja de negros? Pues cuando estaba a su lado, esperando que me dieran otra copa, trabé conversación con ellos. El hombre me cayó simpático, así que les pedí que vinieran a mi casa algún día. Cuando les di mis señas la chica preguntó inmediatamente, «¿Eso cae en Mayfair, no?». «Por Dios Santo, no. Está en el más oscuro y cochambroso rincón de Bloomsbury.» «No he venido a Londres para visitar barrios bajos», dijo ella con el más perfecto, cuidado, punzante, claro y destructor acento inglés. Luego me dio la espalda y se llevó al hombre al otro extremo del mostrador.
-Las chicas siempre lo captan todo en seguida -afirmó Maidie.
-¿Te refieres al clima social de una ciudad? -dijo Mr. Severn-. Sí, imagino que sí. Pero hay hombres que tampoco son precisamente lentos. Bien, bien, los tigres son más hermosos, ¿no crees?
-Parece que no te ha estado yendo del todo mal con el whisky, ¿eh? -dijo Maidie algo incómoda-. ¿De qué tigres estás hablando?
Mr. Severn volvió a dirigirse a la orquesta a voz en grito:
-Toquen Dinah. Estoy harto de esa condenada canción que insisten en tocar. Todo el rato la misma. No me van a engañar. Toquen Dinah, como ella no hay ninguna. Esa sí que es una buena canción de las de antes.
-No grites tanto -dijo Maidie-. Aquí no les gusta que te pongas a gritar. ¿No ves cómo te está mirando Johnson?
-Que mire.
-Cállate. Ahora nos manda un camarero a advertirnos.
-En este local se prohibe pintar dibujos obscenos en los manteles -dijo el camarero al acercarse.
-Váyase al infierno -dijo Mr. Severn-. ¿De qué dibujos obscenos está hablando?
Maidie le dio un codazo y sacudió violentamente la cabeza en sentido negativo.
El camarero quitó el mantel y les llevó otro limpio. Mientras lo alisaba hizo un gesto serio y lanzó una mirada severa a Mr. Severn:
-En este local se prohibe pintar toda clase de dibujos en los manteles -dijo.
-Pintaré todo lo que me dé la gana dijo Mr. Severn en tono desafiante.
E inmediatamente dos hombres le agarraron del cuello y le empujaron hacia la puerta.
-Déjenle en paz -diijo Maidie-. No ha hecho nada. Son ustedes unos gallinas.
-Calma, calma -dijo Mr. Johnson, sudoroso-. No hace falta hacerlo así. Os he dicho siempre que no os propaséis.
Cuando le arrastraban frente al mostrador Mr. Severn vio a Heather que miraba la escena con ojos lagrimosos y desaprobadores y su rostro alargado por la sorpresa. Mr. Severn le dirigió una horrible mueca.
-¡Dios mío! -dijo Heather, y apartó la mirada-. ¡Dios mío!
Fueron solamente cuatro los hombres que les empujaron escaleras abajo, pero cuando llegaron a la calle parecía que fueran catorce, y todos aullaban y les abucheaban.
«Vamos a ver, ¿quiénes son todos estos?», pensó Mr. Severn. Entonces alguien le golpeó. El hombre que le había golpeado era exactamente igual al camarero que había cambiado el mantel de su mesa. Mr. Severn le devolvió el golpe con toda su fuerza y el camarero, si es que era el camarero, cayó tropezando contra la pared y se desplomó lentamente hasta el suelo. «Le he derribado», pensó Mr. Severn. «¡Le he derribado!»
-¡Jiú-jú! -chilló imitando al cazador de zorros-. ¿Cuánto ofrecen por la yegua mansa?
El camarero se levantó, dudó un momento, se lo pensó dos veces, dio media vuelta y en lugar de darle a él le pegó a Maidie.
-Cierra el pico, maldita ramera -dijo alguien cuando ella se puso a blasfemar, y le dio una patada. Tres hombres cogieron a Mr. Severn, le arrastraron hasta la calzada y le dejaron tendido en medio de Wardour Street. Y allí se quedó, muy mareado, escuchando los gritos de Maidie. Para él la pelea había terminado.
-¡Calla ya! -gritaba la gente alrededor de ella.
Pero luego se abrió el corro para dar paso, servil y respetuosamente, a dos policías.
-¡Eh, carabobos! -chilló Maidie desafiante-. ¡Desgraciados! Yo no estaba haciendo nada. El tipo ese me ha tirado de un tortazo.
¿Cuánto os paga Johnson cada semana por hacer esto?
Mr. Severn se levantó, pero seguía sintiéndose muy mareado. Oyó una voz:
-Ha sido ése. Ese de ahí. Fue él quien empezó todo el jaleo.
Dos policías le cogieron por los brazos y le hicieron caminar. Maidie, también entre dos policías, marchaba delante, llorando.
Cuando pasaron por Picadilly Circus, vacía y desolada, Maidie gimió:
-He perdido un zapato. Tengo que volver a recogerlo. No puedo andar sin él.
El más viejo de los policías parecía querer forzarla a seguir, pero el más joven se detuvo, recogió el zapato y se lo dio con una mueca sonriente.
«¿Por qué tiene que llorar?», pensó Mr. Severn.
-Hola, Maidie. Anímate. Anímate, Maidie -le gritó.
-A callar -dijo uno de sus policías.
Pero cuando llegaron a la comisaría Maidie ya había dejado de llorar, según comprobó con satisfacción Mr. Severn. Maidie se empolvó la cara y empezó a discutir con el sargento que estaba sentado a la mesa.
-¿Quiere que la vea un médico? -le dijo el sargento.
-Desde luego que sí. Es escandaloso, verdaderamente escandaloso.
-¿Quiere también usted que le vea un médico? -preguntó el sargento, fríamente educado, mirando a Mr. Severn.
-¿Por qué no? -contestó Mr. Severn.
Maidie volvió a empolvarse la cara y gritó:
-Dios salve a Irlanda. Al diablo todos los soplones y todos los payasos y compañía.
«Solía decirlo mi padre», dijo por encima del hombro cuando la soltaron.



En cuanto le encerraron en una celda, Mr. Severn se tumbó en el catre y se quedó dormido. Cuando le despertaron para que le viera el médico ya estaba completamente sobrio.

-¿Qué hora es? -preguntó el médico. 

¡Con un reloj encima de su cabeza, el muy tonto! 
Mr. Severn contestó fríamente: 
-Las cuatro y cuarto.
-Camine en linea recta. Cierre los ojos y apóyese en un solo pie -le pidió el médico, y el policía que contemplaba su exhibición soltó una vaga sonrisilla burlona, como los colegiales cuando el maestro castiga a un chico de los que no despiertan simpatías.
Cuando regresó a su celda Mr. Severn no consiguió dormir. Se tumbó, estuvo mirando el asiento del inodoro y pensó que al día siguiente tendría un ojo morado. En su cabeza seguían girando atormentadoramente palabras y frases sin sentido.
Leyó las inscripciones de las mugrientas paredes: «Asegúrate de que tus pecados sabrán dónde encontrarte. B. Lewis.» «Annie es una buena chica, una de las mejores, y no me importa que lo sepa todo el mundo. (firmado) Charlie S.» Otro había escrito: «Dios mío, sálvame, que perezco.» Y debajo, «sos, sos, sos (firmado) G.R.»
«Muy apropiado», pensó Mr. Severn. Sacó su lápiz del bolsillo y escribió, «sos, sos, sos (firmado) N.S.», y puso la fecha.
Luego se tendió de cara a la pared y, a la altura de sus ojos, leyó, «Morí esperando».




Mientras permanecía sentado en la furgoneta de la prisión, antes de que partiera el vehículo, oyó que alguien silbaba The Londonderry Air, y una chica que hablaba y bromeaba con los policías. Tenía una voz grave y suave. Inmediatamente se le ocurrió la palabra que mejor la describía: una voz sexy.

«Sexo, sexy», pensó. «¡Qué palabra tan ridícula! ¡Qué saldo!»
«Lo que hace falta -decidió- es un montón de palabras nuevas, de palabras que signifiquen algo. Ahora sólo hay una palabra que significa algo, muerte; y además, para ello tiene que ser mi propia muerte. Tu muerte no significa gran cosa.»
-Ah, si fuera un pájaro y tuviese alas -dijo la chica-, podría escapar volando...
-Y quizás te derribarían de un tiro -contestó uno de los policías.
«Debo estar soñando», pensó Mr. Severn. Trató de localizar la voz de Maidie, pero no volvió a oírla.
Entonces la furgoneta se puso en marcha.
El viaje hasta Bow Street le pareció muy largo. En cuanto salió de la furgoneta vio a Maidie, que tenía aspecto de haberse pasado la noche llorando. Ella se llevó la mano al cabello como para disculparse.
-Me dejaron sin el bolso. Es horrible.
«Ojalá hubiese sido Heather», pensó Mr. Severn. Trató de sonreír de manera agradable.
«Pronto habrá terminado todo esto, basta con que nos declaremos culpables.»
Y todo terminó rápidamente. El magistrado apenas les miró, pero por motivos que él debía saber, les multó a cada uno con treinta chelines, lo cual suponía que tenían que telefonear a algún amigo, conseguir que un mensajero especial se presentara con el dinero, y soportar una espera interminable.

Eran ya las doce y media cuando por fin salieron a la calle. Maidie permaneció quieta un momento, vacilante, y con peor aspecto que nunca bajo aquella luz lívida y amarillenta. Mr. Severn llamó a un taxi y se ofreció a llevarla a su casa. Era lo mínimo que podía hacer, pensó. Y también lo máximo.

-¡Qué ojo te han dejado! -dijo Maidie-. ¿Duele mucho?
-Ahora no me duele nada. Me siento asombrosamente bien.
El whisky debía ser bueno.
Maidie se miró en el espejo partido de su bolso.
-¿Verdad que tengo un aspecto terrible yo también? De todos modos, no tiene remedio. No consigo nunca arreglarme la cara cuando llego a estos extremos.
-Lo siento.
-Me sentía muy mal por culpa del tortazo y la patada que me dio aquel tipo, y luego por la forma que tuvo el doctor de preguntarme cuántos años tenía. «Esta mujer está muy borracha», dijo. Pero no lo estaba, ¿verdad que no?... Bueno, y cuando volví a mi celda, lo primero que vi fue mi nombre escrito allí. ¡Dios, qué susto me llevé! Gladys Reilly, así es como me llamo en realidad. Maidie Richards me lo he inventado yo. Y mi nombre me miraba cara a cara desde la pared: «Gladys Reilly, 15 de octubre de 1934... ». Además, detesto que me encierren. Cada vez que pienso en la gente a la que encierran para muchos años me estremezco de pies a cabeza.
-Ya -dijo Mr. Severn-. A mí me pasa lo mismo. Morí esperando.
-Yo preferiría morir deprisa, ¿y tú? -También.
-No conseguía dormir y todo el rato estaba acordándome del doctor cuando me dijo de aquella manera, «¿Cuántos años tiene usted?», y todos los policías se partían de risa como si fuera un chiste. Supongo que no se divierten mucho por lo general. Por eso cuando volví no podía parar de llorar. Y cuando me he despertado me había desaparecido el bolso. La vigilante me prestó un peine. No era tan antipática. Pero estoy harta... ¿Recuerdas la habitación en la que estaba esperándote mientras telefoneabas pidiendo dinero? -dijo Maidie-. Había una chica preciosa.
-¿Ah sí?
-Sí, una chica muy morena, bastante parecida a Dolores del Río, pero más joven. Pero no son las bonitas las que triunfan..., oh no, todo lo contrario. Esa chica, por ejemplo. No hubiera podido ser más bonita; era encantadora. E iba vestida maravillosamente bien, con una chaqueta y una falda negras, y una blusa blanca encantadoramente limpia y un sombrerito blanco y unas medias y unos zapatos encantadores. Pero estaba asustada. Estaba tan asustada que temblaba de pies a cabeza. No sé muy bien cómo, pero se adivinaba que no va a ser capaz de soportar las cosas. No, no basta con ser bonita... Y había otra, una con las piernas grandes y peludas y sin medias, sólo sandalias. Creo que las mujeres que tienen pelos en las piernas tendrían que ponerse medias, ¿no crees? O hacer algo para arreglarlo. Pero no, ella no hacía más que reír y bromear, y se notaba que sería capaz de superar todo lo que le cayese encima. Tenía una cara grande, roja y cuadrada, y las piernas esas tan peludas. Pero le importaba todo un rábano.
-Quizás la clave consista en ser sofisticada -sugirió Mr. Severn-, como tu amiga Heather.
-Oh, ella... Tampoco conseguirá arreglárselas. Es demasiado ambiciosa, quiere demasiadas cosas. Es tan punzante que acaba pinchándose a sí misma, podríamos decir... No, la clave no está en ser bonita ni en ser sofisticada. Más bien en... adaptarse. Precisamente eso. Y no sirve de nada querer adaptarse, hay que haber nacido con esa mentalidad.
-Está clarísimo erijo Mr. Severn. Adaptarse al cielo lívido, a las casas feas, a los policías burlones, a los letreros de los escaparates de las tiendas.
-También hay que ser joven. Hay que ser joven y capaz de disfrutar una experiencia como ésta..., más joven que nosotros -dijo Maidie cuando el taxi aparcaba.
Mr. Severn se quedó mirándola, demasiado escandalizado para poder enfadarse.
-Bien, adiós.
-Adiós -dijo Mr. Severn dirigiéndole una mirada negra e ignorando la mano que ella le tendía. «Más joven que nosotros», ¡sin duda!



Doscientos noventa y seis pasos por Coptic Street. Ciento veinte tras doblar la esquina. Cuarenta escalones hasta su piso. Doce pasos una vez dentro. Dejó de contar.
Su sala de estar tenía buen aspecto, pensó, a pesar de los periódicos arrugados. Era uno de sus mejores momentos: la luz era perfecta, aquella suma de colores y formas incoherentes se convertía en un todo que incluía la pared de ladrillos blanco-amarillentos en la que estaban sentadas algunas palomas del Museo Británico, el tubo de desagüe plateado, las chimeneas de las más fantásticas formas imaginables, redondas, cuadradas, en punta, ésa tan especial con un misterioso agujero en medio a través del que te miraba el cielo gris acerado, los árboles solitarios, y todo ello enmarcado por las cortinas de hule plateado (fue idea de Hans), y después, girando la cabeza, vio las xilografías de Amsterdam, los sillones tapizados de zaraza y el jarrón con las flores marchitas reflejados en el largo espejo.
Un caballero anciano con sombrero de fieltro y bastón cruzó frente a la ventana. Se detuvo, se quitó el sombrero y el abrigo y, poniendo en equilibrio su bastón sobre la punta de la nariz, dio unos pasos adelante y atrás, expectante. No ocurrió nada. Nadie pensó que el espectáculo valiera un solo penique. Volvió a ponerse el abrigo y el sombrero y, llevando el bastón de forma respetable, desapareció doblando la esquina. Y mientras lo hacía también desaparecieron las frases atormentadoras: «¿Quién va a pagar? ¿Les importa pagar ahora? Morí esperando. Morí esperando. (¿O decía morí odiando?) Solía decirlo mi padre. Fotos, fotos, fotos. También hay que ser joven. Pero los tigres son más hermosos, ¿no crees? SOS, SOS, SOS. Si fuera un pájaro y tuviese alas podría escapar volando, ¿no es cierto? Y quizás te derribarían de un tiro. Pero los tigres son más hermosos, ¿no crees? Hay que ser más joven, más joven que nosotros...» Otras frases, suaves y rápidas, las desplazaron.
Lo importante es el ritmo, la cadencia de la frase. Ya estaba.
Se miró a los ojos en el espejo, luego se sentó a la máquina y con gran aplomo tecleó, «JUBILEO...».

Jean Rhys
Los tigres son más hermosos



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