domingo, 31 de enero de 2016

Svetlana Alexiévich / La guerra no tiene rostro de mujer / Reseña

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El método Alexiévich
Por EDMUNDO PAZ SOLDÁN
Puede que algún día la bielorrusa Svetlana Alexiévich, reciente ganadora del premio Nobel de literatura, se quede sin ningún habitante de los países de la extinta Unión Soviética por entrevistar, simplemente porque ya los entrevistó a todos. Exagero, por supuesto, pero solo así se da uno idea de la magnitud de su proyecto. Su primer libro,La guerra no tiene rostro de mujer (recién publicado en español por Debate), supuso más de quinientas entrevistas; a eso se suman los cientos de entrevistas para Voces de Chernóbil (Debolsillo), y, por supuesto, las que sirvieron de base para sus libros sobre la guerra de Afganistán y sobre el hombre post-soviético.
En las primera páginas de La guerra no tiene rostro de mujer la escritora habla de su método. Es obvio que no se trata de algo tan sencillo como ponerle una grabadora al entrevistado y dejar que hable; una eximia entrevistadora como ella debe permitir que la gente entre en confianza para que así pueda bajar luego la guardia: "paso largas jornadas en una casa o en un piso desconocidos, a veces son varios días. Tomamos el té, nos probamos blusas nuevas, hablamos sobre cortes de pelo y recetas de cocina. Miramos fotos de los nietos. Y entonces..." De una en una, las voces se conjuran para armar un monumento, en el que, bajo el arco de la gran historia, resuenan los detalles mundanos: la mujer que al ser enviada a la guerra decide llevarse una maleta llena de bombones o la que, enamorada de un teniente de su unidad muerto en combate, le da un beso cuando lo están enterrando.
Alexiévich llama "historiografía de los sentimientos" a lo que hace. Pero no hay que pensar en sentimientos en abstracto; si algo tiene la escritora bielorrusa es un proyecto político explícito: en La guerra no tiene rostro de mujer, su objetivo, cumplido con creces, no solo es el de dar visibilidad a todas esas mujeres -cerca de un millón-- que lucharon en el frente y luego fueron borradas del relato nacional, sino también contar la segunda guerra mundial de una manera menos grandilocuente y heroica que la de las autoridades soviéticas, de modo que la narrativa no se enfoque en la gran victoria sino en las pequeñas historias de esas mujeres para quienes la guerra fue también su juventud.
Se puede objetar que la visión que tiene Alexiévich de los géneros a veces es tradicional: "la pasión del odio", el deseo de matar, la acción, pertenecen a los hombres, mientras que para las mujeres "la guerra es ante todo un asesinato" y en su recuerdo de esos días terribles hay "olores, colores... un detallado universo existencial". En gran parte puede estar en lo cierto; el problema es la esencialización (la francotiradora María Ivánovna Morózova, con 75 muertes en su haber, cuenta que tuvo que obligarse a matar; seguro que hubo hombres que también mataron por obligación pero no pudieron confesarlo por la adherencia a ciertas expectativas de género).
Los libros de Alexiévich son tan abrumadores, tan agotadores -en más de un sentido-- que es mejor leerlos de a poco: cuatro o cinco testimonios una noche, un par de días de descanso... Así, uno puede maravillarse de tanto detalle magistral: en Voces de Chernóbil, la mujer que, en el hospital, ve cómo a su marido, bombero la noche de la explosión, "le salen por la boca pedacitos de pulmón"; en La guerra no tiene rostro de mujer, el relato de las cinco chicas de Konákovo, tan felices y camaradas en la guerra, y luego devastadas por la muerte: solo una volvió viva a casa ("Shura era la más guapa de todas... fue reducida a cenizas... Tonia hizo de escudo para el hombre que amaba. Él sobrevivió"). Con tantas anécdotas esclarecedoras y observaciones fascinantes, Alexiévich se muestra como una gran despilfarradora: en cada página nos regala material para más libros.

(La Tercera, 21 de noviembre 2015)

EL PAÍS


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