lunes, 11 de enero de 2016

Maldito seas, Sean Penn

Sean Penn
Ilustracióln de T. A.

Maldito seas, Sean Penn

Un cirujano supuestamente cercano a Joaquín Guzmán me contactó para que escribiera su vida. Todo resultó en nada y ahora Rolling Stone publica una entrevista que le hizo el actor


Joaquín Guzmán, antes de ser trasladado al Altiplano. / EDUARDO VERDUGO (AP)
Desde hace al menos tres años, Joaquín Guzmán Loera buscó que el mundo conociera su historia por propia boca. El año pasado dio una entrevista a Rolling Stone -que se acaba de publicar- y hace pocos días cayó prisionero por la imprudencia de producir una película, su último intento para propagandizarse. Antes, El Chapo quiso que alguien escriba la historia de su vida.
Un día de enero de 2012, cuando Washington DC era un pantano de humedad gélida, una editora amiga me llamó para tentarme con una oferta que no podía rechazar: El Chapo Guzmán, dijo, quería contar su vida y ella me había elegido a mí como su autor. Un cirujano plástico amigo de El Chapo había llamado de buenas a primeras a su compañía en busca de quien le abriera las puertas a la historia del narco más famoso del planeta. Podían haber elegido cualquier otra editorial, dijo, pero la fortuna —o la guía telefónica— quiso que la suya, Aguilar, comenzase con la letra A. El Chapo quería narrarse a sí mismo, cansado de que la Historia lo tuviera del lado de los malos y no como un bandido con corazón.
El libro debía escribirse en condiciones de espanto y absurdo. El inicio de la producción no tenía fecha fija porque dependía de cuándo Guzmán Loera quisiera o pudiera hablar. Cada uno de mis viajes sería a un aeropuerto a determinar, donde sería recogido por un grupo de hombres. No podía llevar teléfono celular ni computadora, el pasaporte quedaría con ellos y viajaría encapuchado a un destino incierto. En ese paraje remoto de México donde mi única compañía serían tipos armados con todo tipo de armas pero ninguna piedad, debería conversar con Guzmán Loera del tema que él quisiera, por el tiempo que fuera necesario y sujeto a su humor de mercurio. Menudo plan: desaparecería de la Tierra sin aviso y volvería a aparecer cuando el Chapo lo deseara.
Desde el principio dije a mi amiga que me interesaba escribir la historia según mi propia voz, no ser un escritor fantasma, pero del otro lado insistían en que la historia debía ser la voz y mirada del Chapo. Ante su necesidad de un amanuense, yo insistía, no sé con qué coraje o inconsciencia, en que no hay mejor historia que aquella apropiada por los extraños. Mi mujer estaba preocupada —nuestro hijo recién tenía tres años— y yo compartía sus nervios, pero los mezclaba en un cóctel promiscuo de excitación, famas posibles y veleidades de escritor pretencioso. La mayor parte de nosotros pasa su vida sin que un gran criminal toque a la puerta para contarte su vida a un brazo de distancia, de modo que decidí esperar por los hechos. El mal espanta al hombre pero atrapa al escritor.

Como si estuviese tocado por el espíritu de Flannery O’Connor, El Chapo había decidido asumir que sólo él podía escribir el guión de su propia existencia
Siguieron varios meses del cirujano esfumándose con regularidad para volver a aparecer con nuevos SMS desde un teléfono nuevo. En ocasiones, el tipo nada más escribía para decir que el proyecto continuaba. Mi editora y yo nos acompañábamos en la ansiedad de los padres primerizos, pero un día, al cabo de unos seis meses, sus SMS se acabaron tan inesperadamente como comenzaron. En una última comunicación, el cirujano dijo que suspendía los contactos por cuestiones de seguridad. Supusimos entonces que los militares del gobierno de Felipe Calderón atraparían pronto a Guzmán Loera, pero el cerco recién estrangularía un año y medio después de nuestras conversaciones, cuando la Marina, ya bajo el mando del presidente Peña Nieto, cazó a El Chapo en Sinaloa casi al mismo tiempo en que la revista Forbes lo incluía en su lista de millonarios y famosos.
Me olvidé del caso por un tiempo y cuando ya había comenzado a convencerme de que nada más sucedería, a fines de 2014 un colega muy joven me contó una historia similar a la de mi editora: un médico que era testigo protegido de la DEA en Estados Unidos y decía ser cercano a Guzmán Loera le dijo que quería contar la historia de ambos, pero nada pasó y el proyecto cayó en el mismo vacío sideral donde flotaba la aventura del cirujano plástico. Un tiempo después el Chapo escaparía de una prisión federal para esconderse quién sabe dónde, hundiendo al gobierno mexicano en el descrédito y la burla hasta que apareció la Procuraduría General de la República con una historia, literalmente, de película.
Como un actor de tablado pobre, ansioso por atrapar el único papel importante de su vida, un Guzmán Loera embrutecido por las torpezas que provoca la vanidad descontrolada, habría salido a buscar a la desesperada actores y directores para ponerse a sí mismo ante el escrutinio de Hollywood. Como si estuviese tocado por el espíritu de Flannery O’Connor, El Chapo había decidido asumir que sólo él podía escribir el guión de su propia existencia. Ahora su historia ya no sería narrada sino vista y él sería el productor y mandamás de todo un equipo que contaría la leyenda de un tal Joaquín Guzmán Loera.
En medio, sabemos ahora, Sean Penn aterrizó con Kate del Castillo en una sierra ignota de México y habló siete horas con el Chapo. Su historia, con mensajes encriptados y una avioneta que escapaba radares, empequeñece mi travesía imposible y engrandece mi derrota, pero hace sobre todo increíble la determinación de Guzmán Loera por volverse propagandista de sí mismo. Y es comprensible: todos deseamos ser aceptados. Con su libro y su película, el Chapo quería limpiar su legajo de las maldiciones ajenas, peinarse como el chico bueno de la foto. Que el mundo entendiera que aquel criminal brutal era un bandido romántico amado en su tierra. La vanidad no es ajena a nadie con dos piernas ni nueva entre los hampones. Donnie Brasco, el agente encubierto del FBI que vivió seis años con la familia Bonanno, decía que los gángsters adoraban verse en las películas retratados como generales listos e inteligentes como filósofos. El Padrino de Coppola enorgullecía a los mafiosos de New York porque su delicadeza y clasicismo técnico presentaba la vida en la mafia como un universo violento, sí, pero también capaz de glamour y refinamiento. El hijo de John Gotti tocó la cúspide de esa superficialidad desesperada por ser y encajar cuando celebró su matrimonio en el Helmsley Palace de Manhattan junto a doscientos cuarenta invitados en una bacanal romana de pasta, medallones de ternera, langostas de Maine y kilos de fruta fresca.
La avidez de Guzmán por contar su vida requiere de nuestra complicidad. Películas como Buenos muchachos o Casino o series como Los Soprano tocan nuestras canciones. El libro Film, Television and the Psichology of the Social Dream habla de Vito Corleone como un hombre resuelto, astuto, inteligente y determinado, dispuesto a vivir la vida de manera realista y en sus propios términos antes que a sucumbir a la miseria de trabajos insignificantes y la amenaza de la miseria. Ese costado enjundioso no parece desdeñable para quien vive molido a palos por la vida, aún cuando quien lo inspire sea un arquetipo de la mafia como Corleone o el Chapo.
Y luego está aquello que a mí mismo me atrapó, ese tironeo de repelencia y seducción de estos tipos malditos que nos muestran cómo podría ser la vida si tuviéramos menos escrúpulos. En libro o película, El Chapo, un pequeño Darth Vader mexicano, confiaba en nuestra avidez y nuestra piedad para hacer, de su historia, la Historia. Como debía ser, vía Sean Penn y Rolling Stone, el Chapo se la regaló a Hollywood.
Diego Fonseca es un periodista y escritor argentino.



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