domingo, 2 de marzo de 2014

Inés Santaeulalia / El último día de Paco de Lucía


El último día de Paco de Lucía


La familia se recluye en la guarida del artista frente al Caribe a la espera de que se produzca la repatriación del cuerpo


Este miércoles (26 de febrero) a la playa de Paco de Lucía solo le falta Paco de Lucía. Unos 20 turistas, en su mayoría estadounidenses, toman el sol sobre camas balinesas. Los vecinos del artista, también extranjeros, se bañan en una piscina privada encastrada sobre la arena. No se habían enterado de su muerte y reciben la noticia con cara de extrañeza, como si nunca hubieran sabido que vivían al lado de un mito. En Xpu-há, un lugar del Caribe mexicano a medio camino entre Playa del Carmen y Tulum, nadie repara en los carteles de “no pasar, propiedad privada” que protegen la finca del flamenco, como tampoco ven a Marta Poot, una amiga de la familia, sentada sobre la arena blanca llorando. “No vuelve a nacer otro Paco de Lucía”, dice.
El artista llegó a México el domingo. Venía de Cuba. En los últimos años le gustaba pasar temporadas en la isla. Decía que allí sus hijos, de 13 y ocho años, podían jugar en la calle como lo hacían antes los niños en España. Los que lo vieron dicen que estaba más delgado y que se le notaba un poco de ansiedad. Hacía dos semanas que había dejado de fumar. México era, lo fue hasta el último día, su retiro. En una playa de aguas turquesa construyó un paraíso al que se escapaba de vez en cuando para esconderse de las giras y de los focos. En medio de una espesa vegetación y con una salida directa al mar, el genio de Algeciras apenas abandonaba su casa.
El martes por la tarde Paco citó a su amigo Juan de Anyélica, de 46 años y afincado en México, pero nacido en Madrid y criado en Sevilla. También músico. Juan le llamó desde una pescadería en la que paró por el camino y el artista le pidió que comprara unos boquinetes para cenar. Pensaban pasar juntos otra de muchas noches de trabajo en el estudio. El flamenco tenía algo nuevo en la cabeza.
En Xpu-há el sol empieza a caer poco antes de las seis. Paco aún jugaba el martes a esas horas con su hijo Diego sobre la arena cuando empezó a sentirse mal. Fue con su esposa Gabriela al hospital de Playa del Carmen. Allí ya los esperaba Juan, con los boquinetes frescos en el coche. Paco se agarró a él para entrar y apenas podía hablar. Dice Juan que desde la camilla aún tuvo fuerzas para pedir a gritos un médico. Luego se desmayó. Las labores de reanimación duraron casi una hora, pero el maestro ya se había ido. Tenía 66 años.

El flamenco se refugiaba en la Riviera Maya huyendo de las masas, para desconectar de su otro mundo
La familia del artista se despidió de él en el hospital y desde entonces se han encerrado en su casa. Solo los más íntimos. Juan y su mujer Marta Poot, que aprovechan el atardecer para salir en silencio a ver el mar, Gabriela, la madre de esta y los dos niños. El cuerpo del guitarrista espera cerrado al público en una funeraria de Cancún para ser repatriado a España, que ya prepara los homenajes al último de sus genios muertos.
En la Riviera Maya no son muchos los que conocían a fondo al flamenco, que llevaba desde finales de los 80 visitando la zona, pero huyendo siempre de las masas y detrás de ese afán suyo de encontrar aquí la desconexión de su otro mundo. Su primera casa fue en Playacar, una zona exclusiva pegada a Playa del Carmen. Iván Ebergelyi, entonces gerente de la zona residencial, le ayudó a encontrarla. “La usó mucho, disfrutaba saliendo a pescar y cocinando el pescado con arroz”, cuenta.
En los casi 20 años que veraneó en la vivienda, los turistas y los hoteles se multiplicaron al ritmo que lo hicieron sus cada vez más numerosas visitas a México. Decididos a conservar su independencia, Paco y Gabriela se compraron un terreno más alejado. La casa la construyó un amigo español en 2002 y el artista plantó él mismo toda la vegetación de la finca, que ahora solo deja ver la techumbre de paja típica de la vivienda. Hasta horas antes de morir, el artista estuvo trabajando en el jardín.
Lejos del silencio de la vivienda, a la que no se acerca ni un curioso, los trámites para repatriar el cadáver ocupan desde la madrugada de la muerte al cónsul honorario de España en Cancún, Javier Marañón, sin dormir desde entonces. El único vuelo directo a Madrid sale el viernes y la opción de una escala es complicada. Dice Marañón que la mejor posibilidad es un avión privado que cuesta, según sus cálculos, unos 90.000 dólares. El flamenco tenía un seguro con la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), que se hará cargo del traslado. “Pero ya conoces a los seguros”, apunta el cónsul.
Cuando el cuerpo y la familia lleguen a España, lo que es silencio en México se convertirá en bullicio, tal y como fue en su vida. “Parece tan irreal que creo que en cualquier momento va a aparecer”, dice su amigo Juan a la puerta de su casa.
En Xpu-há anochece por primera vez sin el guitarrista.



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