‘El padrino’ gana el Oscar de los Oscar
El filme es votado por los lectores como el mejor de los que han obtenido el Oscar a mejor película en las 86 ediciones del premio
EL PAÍS Madrid 27 FEB 2014 - 16:44 CET
Ni el genio de Billy Wilder en El apartamento ni la pionera Alas, que inauguró la locura de los Oscar. El Padrino, de Francis Ford Coppola, ha sido votado por los lectores de EL PAÍS como el Oscar de los Oscar, el mejor filme entre los premiados a mejor película en los 85 años de vida del galardón hollywoodiense. Con el 52,98% de los votos, El padrino (1972) se ha impuesto a El apartamento (1960) apoyada por el 24,93% de los votantes, y a Alas (1927) con el 22,09% de los votos.
El padrino ganó el premio a mejor película en 1972, en la 45ª gala de los Oscar. Además, se llevó la palma en las categorías de mejor actor (Marlon Brando) y guion adaptado (Mario Puzo, autor de la novela que dio origen al filme, y Francis Ford Coppola). Nada comparable, en realidad, con el éxito de la segunda parte de la saga, El padrino II, que en 1974 se llevó seis estatuillas de las 11 a las que optaba: película, dirección, guion (Puzo y Coppola), actor de reparto (Robert de Niro), banda sonora (Nino Rota y Carmine Coppola) y dirección artística. El cierre de la historia de la familia Corleone, sin embargo, no fue premiado con los favores de la Academia, y se fue de vacío en 1990, pese a que optaba a siete Oscar.
A la película, apertura de la saga de Coppola, no le han faltado distinciones por parte del público. En 2008, por ejemplo, fue votada la mejor película de la historia por la revista Empire, tomando en consideración la opinión de 10.000 lectores, 150 profesionales de Hollywood y 50 críticos. En 2012, los lectores de este periódico la eligieron como mejor pelicula de la historia del cine.
Este es el artículo que escribió sobre ella el crítico de cine Jordi Costa, hace dos días.
El padrino: Nunca te pongas en contra de la familia
por Jordi Costa
La cabeza de caballo ensangrentada que descubre el productor cinematográfico Jack Woltz (John Marley) en su lecho, al despertar, se erigió en una de las imágenes icónicas de la película que hizo de Francis Ford Coppola el cineasta más rico de su generación. Depositada por orden del consejero Tom Hagen (Robert Duvall) para conseguirle un papel en Hollywood a Johnny Fontane (Al Martino), la cabeza cortada era una alusión directa a las injerencias de la mafia en una industria del espectáculo que, entre otras cosas, utilizó al crimen organizado como uno de sus grandes temas desde que Josef von Sternberg rodase su fundacional La ley del hampa (1927). Durante la producción y el rodaje de la película de Coppola, la Asociación de Amistad Italoamericana, a cuyo mando estaba el capo mafioso Joe Colombo, intentó impedir el acceso a algunas localizaciones y amenazó de manera directa tanto al director como al productor Robert Evans. Un foco de tensión más en un proceso creativo que fue largo y tenso y durante el cual nadie parecía apostar por lo que aguardaba al final del camino: una obra maestra que marcaría un radical punto y aparte en el tratamiento de la Mafia en el cine.
Tras años de tradición en los que la figura del gángster cinematográfico permanecía encerrado en las dinámicas narrativas de la ascensión y caída –la saga mafiosa como versión perversa del sueño americano, El Padrino, a partir del best-seller de Mario Puzo, se adentraba en un territorio inédito: la intimidad del clan de poder, con su crepuscular figura patriarcal gestionando sus favores como un Papa criminal, bajo la luz tenebrista de un Gordon Willis que se ganó el apodo de Príncipe de la Oscuridad por su arriesgada dirección de fotografía. Aquí ya no había caída y castigo, sino una mirada obsesiva a los códigos internos de un universo claustrofóbico, puente entre el Viejo y el Nuevo Mundo, con la lealtad como concepto rector y la traición como pecado capital. Coppola dibujó la Mafia como una realeza en la sombra, con sus protocolos internos; articulando, a partir de los conceptos de herencia y línea sucesoria, una narrativa de la corrupción y la degradación del ideal como destino trágico inevitable.
El contraste entre la celebración de la boda y las reuniones de Don Vito Corleone (Marlon Brando) en el interior de su despacho y el montaje paralelo entre el bautizo y la masacre ordenada por el heredero al trono Michael Corleone (Al Pacino) fueron dos de las colosales pruebas de fuerza que orquestó un Francis Ford Coppola que llegó al proyecto sin confianza en el mismo: su supuesta vocación comercial suponía para él una traición a sus principios como cineasta que se contemplaba a sí mismo como autor capaz de formular la respuesta americana a la Nouvelle Vague. Sus credenciales como director hasta el momento tampoco suponían una total garantía para su valedor Rober Evans, que más tarde se atribuiría los méritos de El Padrino por sus sugerencias en la fase de montaje. Tampoco confiaban los productores ni en un Marlon Brando que arrastraba fama de huracán incontrolable, ni en un Al Pacino que no parecía tener carne de estrella. Todos se equivocaron. El Padrino permanece.
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