Con Chavela se fue la voz que desgarraba
La cantante Chavela Vargas murió a los 93 años, en México, su patria adoptiva.
Y se fue.
La muerte la venía rondando desde hacía rato, pero ella -terca, acostumbrada a salirse con la suya- le dio la cara cuando se sintió lista, cuando había regresado a su México del alma, pisado de nuevo su casa -su choza- de Tepoztlán, saludado a sus perros y dado la venia a sus montañas.Se fue cuando, en el hospital donde agonizó, tuvo en su pecho el medallón de chamana que le habían dado los indios huicholes y, a su lado, el poncho rojo que se volvió su símbolo.
"SILENCIO. Aún no he envejecido", escribió en su cuenta de Twitter el pasado 9 de julio, después de dar un recital en Ciudad de México y a puertas de dar otro en Madrid. Ya cantaba sentada en su silla de ruedas y con la voz más rota que nunca. Pero seguía. ¡Quién podía detener a Chavela Vargas! A ella no la paró nadie, nunca. Con 93 años, solo pudo callarla la muerte. Ayer. La Señora Muerte, como le decía.
No la detuvo que le dijeran que cantaba tan mal que mejor no lo hiciera nunca. Chavela tenía 15 años y acababa de escapar de su tierra natal, San Joaquín de Flores, Costa Rica. Había vendido una gallina y dos pavos para conseguir un pasaje en un avión de hélice. No huía solo de un lugar, sino de una vida. De niña, María Isabel Carmen de Jesús Vargas Lizano aprendió bien lo que era no ser querida.
Nació con una enfermedad en los ojos, casi ciega, y sufrió de poliomielitis. Condenada a una silla de fierros armada por el herrero del pueblo, su cuerpo de niña se fue volviendo llagas. Los médicos no lograron nada. Fueron los indios, los chamanes, quienes la salvaron: la envolvían a diario en hojas de plátano y le frotaban sus ojos con sábila.
Su papá, Francisco, era un empleado mediocre que se gastaba el poco sueldo en atender a sus amantes y dejaba a sus cuatro hijos casi sin comer. A su mamá, Herminia, la propia Chavela la describió así: "Una señora vestida de negro que no me quiso". Cuando la pareja se separó, la mandaron a vivir al rancho de sus tíos y sus primos. Allá pasaba los días arriando ganado, recogiendo café, lavando pisos. De noche se paseaba por el campo con revólver al cinto y montada al pelo en un caballo. Su infancia era tan solitaria, contaba, que las armas le hacían compañía. Aprendió a usarlas para matar las culebras que a veces aparecían en el baño, que quedaba fuera del rancho.
Un día decidió que era momento de irse y buscó a su papá para que la ayudara. Le dijo que quería ser artista, cantar "como los mexicanos". Nadie más en su familia cantaba, ella lo hacía todo el día.
-Señor, ayúdeme, soy su hija -le dijo a su papá.
-Es mi hija, pero es rara. Me avergüenzo de usted. Voy a hacer que la encierren en un reformatorio hasta que se enderece o se muera.
Él y muchos le decían rara porque a ella le gustaban las mujeres. "Todos se dieron cuenta de que yo era homosexual desde muy niña, entre otras cosas porque andaba detrás de la hija de la cocinera", contaba entre risas Chavela. Sus papás la mandaban al cura del pueblo a ver si él podía hacer algo. Él la asustaba con excomulgarla y eso a ella solo le provocaba más carcajadas.
-Ya está bien -pensó-. Vendo unos animales y me voy.
Se fue de Costa Rica con un rencor que guardó por muchos años. "Mi pueblo es un buen sitio para montar un hotel de suicidas", dijo en una entrevista reciente. Llegó a México, la tierra que terminó por adorarla, pero que al comienzo también la templó.
Con ganas de ser cantante, buscó a productores musicales. Pero siempre salían con la misma respuesta: "No. Usted no sabe de eso". Eso se lo dijeron, entre otros, el compositor Ignacio Fernández Esperón y el mismísimo Jorge Negrete. Con hambre y sin techo, se empleó en lo que le saliera. Fue vendedora de ropa, empleada doméstica, chofer de una pareja millonaria.
De noche se iba a las cantinas y allá también se ofrecía como cantante. Otra vez: no. "Bueno, pero al menos aquí hay música y pachanga", decía, y se quedaba. En ese México nocturno y bohemio conoció a uno de los grandes compositores de la música ranchera (si no el más): José Alfredo Jiménez. A su lado recorrió todos los bares de la ciudad -sobre todo el Tenampa y El Greco- bebiéndose el tequila que existía. Todo. Andaban de farra en el Ford blanco de Jiménez (el 'caballo blanco' de su canción), que solía vararse. "El muy borracho de José Alfredo se quedaba sentado en el asiento. Decía ¡empuja, vieja, empuja! Y yo empujando a pata, a las 6 de la mañana", recordaba.
Chavela cantaba los temas que Jiménez componía y se iban juntos a darles serenatas a sus respectivas novias. En un medio manejado por voces masculinas (Jiménez, Negrete, Pedro Infante, Agustín Lara, entre otros), Vargas fue abriéndose campo precisamente por su personalidad.
-La mala fama ayuda mucho -decía.
Su voz empezó a sonar poco a poco. Sorprendía esa mujer que llegaba a cantar descalza, con pantalón, poncho, tabaco y tequila. A veces iba con pistola, y entre tema y tema le daba por disparar. En la década de los 50 comenzaron a buscarla tanto el público anónimo como los personajes famosos. Con frecuencia era contratada en Acapulco, entonces el centro de la bohemia refinada de los artistas de Hollywood. Fue una de las invitadas a la boda de Elizabeth Taylor y Michael Todd, fiesta brava de la que ella solo terminó por acordarse de un detalle: "Amanecí con Ava Gardner".
Empezó a surgir la famosa leyenda negra de La Vargas (como le gustaba que le dijeran). No había cosa que dejara de hacer si era lo que quería. Cuando un diario mexicano anunció una noche de eclipse de luna, ella pensó que quería verlo desde un ángulo distinto: lo hizo desde un paracaídas. Pero no iba a ninguna parte sin su tequila. "Me resultaba necesario", contó.
Así como pasó con José Alfredo Jiménez y Álvaro Carrillo, otros grandes compositores empezaron a considerarla para sus temas. Agustín Lara, por ejemplo, escribía canciones para María Félix que terminaban siendo de Vargas. Se sentían complacidos con su interpretación. Lara la quería mucho, a pesar de que ella una vez le quitó una novia. "Ay, las mujeres me han dado en la torre. En la mera torre, mano -decía-. Siempre me han dejado. Pero no importa. Nadie se muere de amor: ni por falta ni por sobra".
A una mujer, precisamente, Chavela le escribió una de las pocas canciones que salieron de su pluma: María Tepozteca, que entre sus versos dice: Ten cuidado, María, que si la noche es nuestra no se queda quieta. Otra historia de amor la vivió en Cuba. Antes de la revolución, viajó a La Habana para una corta presentación y se quedó dos años. Allá encontró su himno, Macorina:
...Y yo sin saber qué hacer
de aquel olor a mujer,
a mango y a caña nueva.
Ponme la mano aquí,
Macorina,
ponme la mano aquí.
Hace pocos meses, en sus trinos, Chavela contó sobre esta canción: "Macorina existió. Fue una mulata cubana preciosa. La conocí y le dije: te voy a llevar por el mundo, el mundo entero sabrá tu nombre". "Y cumplí mi promesa. Llevé a Macorina por todos lados a través de mi canción. Ella, antes de morir, pudo oír su himno y sonreía". "Su nombre era María Calvo Nordase, y fue la primera mujer que manejó un carro en Cuba". "El poeta Alfonso Camín le había hecho un poema que yo tomé y lo convertí en mi himno". "Cuando estrené Macorina, México se espantó, por eso de "ponme la mano aquí". Fue un escándalo". "Me vetaron gracias a las damas de la liga de la decencia. Para ellas yo era el diablo vivo". "Por esa prohibición, mi música se difundió muchísimo más, por toda América. Gracias por eso, señoras decentonas".
* * *
-¿Quién es ella? La de la camisa blanca, ¿quién es?
La pregunta la hacía la pintora Frida Kahlo. La mujer de la camisa, Chavela. Un amigo la había llevado a una fiesta en la Casa Azul de Coyoacán, la casa de Frida y de su esposo, el pintor Diego Rivera. Esa noche nació una relación eterna. Chavela vivió un año donde Frida, con ella y con Diego. A veces no había dinero ni para la comida. Pero se reían. Y creaban. "Ella fue uno de mis grandes amores", dijo de Frida. De la pintora se conoció una carta escrita a mano en la que hablaba del amor y la pasión que sentía por Chavela.
Algo tenía La Vargas, algo más allá de su forma de cantar, que no era otra cosa que su propia vida. Les ganó la batalla a las otras voces femeninas que entonces se dividían el público, entre ellas Lucha Villa o Lola Beltrán. Porque lo suyo era otra cosa. No cantaba con mariachis: era su voz y un par de guitarras. No daba conciertos, era un ritual. "Mi forma de interpretar puede llamarse 'el sabor del amor y del dolor' ", explicaba Chavela. Con ese sabor, inmortalizó grandes temas como La llorona, Cruz de olvido, Luz de luna, Macorina, El último trago, El andariego y más y más y más. Su repertorio alcanzó a sumar 500 temas.
Los años 60 estuvieron llenos de contratos, de dinero, de carros lujosos (tuvo uno de los primeros Jaguar que se vieron en el DF, pero lo estrelló de frente a un árbol), de amplias casas. Pero les siguieron unos 70 de infierno. Vargas no podía más con su alcoholismo. Llegaba a tumbos a los recitales. Dejaron de contratarla y ella cayó en una depresión que la redujo a su habitación. Una de las pocas veces que salió lo hizo para visitar a su amigo José Alfredo cuando murió, en noviembre de 1973. Chavela apareció en la funeraria con una botella de tequila. Se acercó al ataúd y empezó a beber y a cantar. Muchos pensaron que era una loca y trataron de sacarla. La mujer de Jiménez los detuvo: Chavela tenía el derecho ganado a hacer lo que estaba haciendo.
Perdió todo. Tuvo que irse a vivir a la casa de su empleada, Marta. Ni los amigos volvieron a visitarla porque ella los mandaba al diablo. "Déjenme loca", les gritaba. Se desapareció tanto, que llegaron a pensar que había muerto. Tanto que una vez la cantante argentina Mercedes Sosa les pidió a sus fans que si pasaban por México pusieran flores en la tumba de Chavela.
Hasta que llegó el día en que se planteó lo siguiente: "O me pego un tiro, o me quito esta borrachera para siempre". Las ganas de vivir la llevaron a elegir lo segundo. Le pidió a Marta que le sirviera el último tequila, se lo bebió hasta el fondo. Y a partir de ese momento, ni uno más.
Tenía 70 años y su nombre casi estaba en el olvido. Pero faltaba más. A comienzo de los 90, dos artistas mexicanas, Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez, que tenían el bar El Hábito en el barrio Coyoacán, la convencieron de volver a escena. Chavela empezó a ir los viernes a cantar allí. Algunos iban solo a ver si de verdad estaba en sano juicio, otros no tenían idea de quién era ella. Llegaba sobria y con dos horas de anticipación para calentar la voz. Y no lo hacía a la manera habitual, no: Chavela calentaba soltando alaridos como de mujer poseída. Luego salía y cantaba. Pero ese no sería su camino de vuelta.
Su resurrección llegó con España. En 1992, el editor español (y fan suyo) Manuel Arroyo la visitó en su casa y le propuso cantar en Madrid y Sevilla. Un cómplice más la esperaba al cruzar el continente: el cineasta Pedro Almodóvar, que terminó por ser su "alma gemela". Con el temor de un posible fracaso, Chavela llegó y cantó en teatros emblemáticos, como el Lope de Vega. Y triunfó. Almodóvar terminó por convertirla en otra de sus "chicas" e incluyó temas suyos en sus películas (Luz de luna, en Tacones lejanos, y una breve aparición en La flor de mis secretos). De su mano, regresó triunfante a México. "Es muy difícil cantarle al amor. Chavela lo hace de forma transparente. Cuando ella abre los brazos, no hay escenario suficientemente grande para contenerla", dijo al presentarla por primera vez en el Teatro de Bellas Artes de Ciudad de México.
España se volvió su segunda casa. El público encontraba en ella la misma sinceridad, el mismo desgarro, de sus artistas flamencos. Le dieron la Gran Cruz de Isabel la Católica, compraban sus discos, se hizo amiga del cantautor Joaquín Sabina, quien le compuso una canción, Por el bulevar de los sueños rotos, que dice que las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas.
De esa manera volvió convertida en la 'chamana mayor' de una generación de artistas y de un público nuevo. Cuando cumplió 90 años, fue declarada Ciudadana Distinguida de México. Fue al Olympia, de París, al Carnegie Hall, en Nueva York, decenas de ciudades volvieron a pedir su presencia. A Colombia regresó en el 2004, con un conciertazo en Corferias. Vargas solía recordar sus antiguas visitas al país y los lazos de amistad que creó con algunos colombianos, entre ellos Gabriel García Márquez y Alfonso López Michelsen.
El mes pasado, después de su visita a Madrid para presentar su nuevo álbum en homenaje a Federico García Lorca, Chavela empezó a ver más débil su salud. En años pasados le habían diagnosticado insuficiencia renal y, en una ocasión, pasó por el quirófano por una oclusión intestinal. Desde hace más o menos un lustro, dejó de caminar. Un día intentó levantarse, y no pudo. "Es la vida, cobrándome su sueldo", dijo. Se acomodó a su silla y a permanecer con sus gafas oscuras. Así llegó a Madrid, el pasado julio, "a pagar una deuda de amor".
De regreso a casa, una arritmia cardiaca, una bronconeumonía y su falla renal descompensada, la enviaron a la clínica. Ya había advertido que no quería ni un segundo de vida artificial (porque artificial y Chavela no combinan). De manera que, ante la gravedad de su estado, solo fue esperar a que la chamana le dijera que sí a la muerte. Quería morirse un martes, un día aburrido en el que no pasa nada, decía. Pero lo hizo un domingo.
-No me hable de usted -me pidió un día-. Le hice caso.
Hoy también:
-Que te vaya bonito, Chavela.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Redacción EL TIEMPO
Redacción EL TIEMPO
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