domingo, 23 de enero de 2011

Patricia Highsmith / Protegiendo el secreto

Patricia Highsmith
Patricia Highsmith
PROTEGIENDO EL SECRETO
Por Enrique Vila-Matas


Releer suplementos literarios de antaño puede parecerse a profundizar en el rostro cansino de las ovejas que un día nos narcotizaron. Pero no todos los suplementos operaron siempre como somníferos, los hubo también dinámicos y estimulantes y leerlos hoy puede devolvernos de golpe a un cierto clima de entusiasmo que casi habíamos ya olvidado. Recuerdo un Babelia de primera generación (entonces llamado El País Libros) que abría con un reportaje ultramoderno sobre Roland Barthes, visto no como un pensador únicamente, sino como un pensador y un frecuentador de discotecas. Eran tiempos en los que, como veníamos de mojigatas épocas de cerebro plano, todo lo que parecía nuevo nos creaba la sensación de estar alejándonos de la sempiterna gravedad de nuestro paisanaje.
Ayer di con un El País Libros (3 de agosto de 1980) que dedicaba tres páginas a una entrevista a una “desconocida” llamada Patricia Highsmith. Lo hallé perdido en un viejo tomo de filosofía, y estaba ya totalmente ambarino, sin duda aburrido de haber permanecido olvidado tantas décadas, y más aún en un tomo tan severo. Nada más encontrarlo, recordé de inmediato la Gran Sensación -así con mayúsculas- que en su momento me causaron aquellas tres páginas ligeras y heterodoxas, tan desprovistas del polvo de lo metafísico. En ellas, la desconocida era entrevistada por Óscar Ladoire y Fernando Trueba, a los que les decía cosas que entonces a nosotros -pasajeros todavía del túnel estalinista- nos chocaban: “No soy muy popular en Estados Unidos, lo sé, y me da igual. Escribo para divertirme”.
¿Para divertirse? No era frecuente escuchar eso en un escritor, y menos en un entorno de viejas baladas familiares, porque el suplemento lo completaban severos artículos sobre Hoyos y Vinent y Xavier Zubiri, reseñas de libros de León Trotski y Salvador de Madariaga. En aquel duro entorno casi iraní, aquella desconocida que decía en el suplemento que escribía para divertirse parecía la vedette francesa que caía despistada en un pueblo castellano en Nunca pasa nada de Juan Antonio Bardem: “Más leída en Francia, Inglaterra y Alemania que en su país de origen, prácticamente desconocida en España, Patricia Highsmith es la maestra indiscutible de un género que parece pertenecerle, un género donde lo cotidiano y lo psicológico no son sino un anzuelo…”.
El género era el de la “novela policiaca”, que, según contaban Ladoire & Trueba, acababa de conocer un boom editorial en España, “con el regreso de algunos clásicos, el descubrimiento de otros y el injusto olvido de los no favorecidos por la lotería editorial”. Precisamente esa mención a los olvidados les permitía introducir, por primera vez en España, el nombre de la escritora americana que vivía sola en el pueblecito francés de Montcourt, en la región de Seine-et-Marne, donde, refugiada del mundanal ruido, soñaba crímenes.
Aquella entrevista no habría sido la misma sin la tensa descripción inicial de un viaje por carretera hasta la emboscada finca de la creadora del asesino Ripley. La descripción de Ladoire & Trueba, releída hoy, sigue recordándome a la de Eça de Queiroz en “El misterio de la carretera de Sintra”. Era una narración que iba creando un clima de intriga, muy adecuado para ir acercándonos al Lugar del Crimen, como habría podido llamarse perfectamente la casa de la escritora: “Para llegar a Montcourt hay que atravesar multitud de carreteras de segundo orden y cruzar el río Loing. Este y los bosques que lo rodean se nos antojan sembrados de cadáveres. Se diría que a quien vamos a visitar en realidad es a Tom Ripley, el asesino de Dickie Greenleaf, aquel inseguro joven americano…”.
No hacía mucho que Wim Wenders había adaptado con éxito al cine “El amigo americano”,basado en una novela de Highsmith, Ripley’s game. Aquella entrevista del dinámico dúo Ladoire & Trueba la completaba la curiosa inclusión de un recuadro conteniendo la bibliografía de Highsmith íntegramente en inglés, lo que me permitió imaginar una obra tan enigmática como fabulosa. La exótica bibliografía, que parecía querer indicarnos que todavía estaba por publicar entre nosotros la obra entera de aquella señora genial, le abrió sin duda el paso en estas tierras y en noviembre de 1981 aparecían ya dos libros en Anagrama: “La máscara de Ripley” y “Apleno sol” (El talento de Mr. Ripley).
Releo la entrevista y observo que los visitantes de la señora de Montcourt analizan con agudeza los métodos utilizados por ella para escribir algunos de sus libros. Le dicen, por ejemplo, que Ripley comete grandes torpezas, mata impulsivamente, no prepara sus crímenes, los elabora después, cuando dedica todo su esfuerzo a la forma de camuflarlos. Creo yo también que uno de los encantos de Ripley radica en su sofisticada máquina de confeccionar laberintos para no ser descubierto. Pero Highsmith no está por la labor de ser analizada y, tratando de proteger el secreto de su talento, interrumpe la disertación de los entrevistadores:
-A veces no entiendo exactamente las preguntas. No las preguntas de ustedes, sino todas las preguntas. No acostumbro a reflexionar sobre mi trabajo, a dar opiniones definitivas.
Falso. No fue tan alérgica a las reflexiones. Escribió unas estupendas notas recogidas en Suspense, notas de una apabullante sencillez y quizás construidas con la envidiable simpleza de quien sobre su oficio reflexiona lo justo, en realidad lo justo para no entrar en una deriva intelectual innecesaria, seguramente para no revelar de verdad cómo ha hecho sus libros… A veces con su falsa inocencia recuerda las actitudes no intelectuales de Simenon, que también buscaba divertirse cuando escribía. En realidad, tanto ella como él vienen de Chéjov. Y los dos coinciden en la forma simple pero enigmática, de llegar al corazón de las historias después de haber pasado por el hallazgo de un comienzo banal. En Suspenseprecisamente Highsmith habla de esos acontecimientos insignificantes que pueden poner en marcha una narración: “En todo hay el germen de una idea: en un niño que cae sobre la acera y derrama el helado que lleva en la mano; en un señor de aspecto respetable que está en una verdulería y, furtivamente, se mete una pera en el bolsillo sin pagarla”.
Aquella tarde, sin embargo, ante sus visitantes españoles, como seguramente ante todos los que le hacían preguntas, no estaba dispuesta a soltar prenda y se hizo la inocente y quizás jugó – como Ripley – a camuflar sus delitos, si los hubiere. Su conducta, vista ahora treinta años después, pone en marcha una narración; la historia de una mujer que no está dispuesta a revelar el sencillo secreto de su arte a nadie. Esa actitud de Highsmith me recuerda a Simenon cuando, con ganas de jugar (de divertirse, en definitiva) se mostraba totalmente perplejo con André Gide, que no paraba de escribirle cartas, llenas de preguntas, casi todas sobre sus mecanismos creativos. Según Simenon, “durante toda su vida Gide tuvo el sueño de ser un creador y no un filósofo, y yo era exactamente su opuesto, y creo que estaba interesado en mí por ese motivo”. Simenon tampoco le dio pistas fiables a Gide sobre su proceso creativo y éste murió -ahí habría también una buena historia para una novela- sin saber cómo se podía ser tan sencillote y al mismo tiempo tan extremadamente creativo.
Desde el primer momento, lo que envidié de Highsmith fue que supiera ser una escritora tan astutamente simple. Es muy posible que por eso guardara ese suplemento de aquel 3 de agosto. Haberlo ahora reencontrado puede ayudarme en mi camino. Highsmith me parece alguien que se dedicó siempre a proteger su secreto, suponiendo que lo tuviera, porque cabe sospechar que su único secreto era el poder de su imaginación: “Una calle miserable en alguna parte, llena de cubos de basura, chiquillos, perros vagabundos, es tan fértil para la imaginación como una puesta de sol en Sunion, donde Byron grabó su nombre en una de las columnas de mármol del templo de Apolo”. Dicho de otra forma: todo en esta vida es tan misterioso como la carretera de Sintra, y todo es novelable. Y sencillo. Qué envidia. Envidia sana, claro, pero también dolorosa.




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