Patricia Highsmith
MIRANDO AL ABISMO
Por Mª José Vilches Carrasco
A Patricia Highsmith no le gustaba destacar, y no deja de ser paradójico, pues destacó con luz propia por distintas razones; era corpulenta, desgarbada y fea, y su fealdad, hombruna y áspera, debió causarle verdaderos tormentos; era lesbiana, en años en que semejante condición se escondía con angustia de marginados; y la creadora de casi un centenar de novelas excepcionales, clásico entre los clásicos. Sus libros no dejan indiferente; pueden gustar o no, pero nadie puede leer una de sus obras y olvidar lo que ha leído. Tenía un magnetismo singular en el papel. Su estilo era austero, directo, sin alarde de florituras, casi periodístico, pero muy efectivo, de una claridad deslumbrante. Su primera novela, Extraños en un tren (1950), la situó directamente en la cúspide; mucho contribuyó, eso sí, Alfred Hitchcock, al trasladarla al cine un año después. Tenía veintipocos años, era su primera novela, y había nacido un mito.
En el prólogo de Los cadáveres exquisitos habla de un libro (The Human Mind de Karl Menniger) que encontró en la biblioteca de sus padres, y que leyó con profundo interés siendo adolescente. A él atribuye su interés por el tema y la psicología de sus novelas. Cuesta creer que la lectura de un libro pueda justificar la profunda –casi inédita– penetración psicológica de la autora. Más bien debió ser ese libro la pieza que completó el puzzle de su innato talento. Rosa Montero decía de ella que conocía los más oscuros abismos del alma humana; sus libros se apartaron del relato policíaco tradicional, desterró los sempiternos finales con el triunfo de la justicia y el bien, creó personajes inolvidables –nadie puede permanecer indiferente ante Tom Ripley- y mostró al mundo los recónditos escondites del mal y la locura. Sus asesinos no eran los tradicionales outsiders, eran gente corriente, amas de casa, escritores, policías, las personas anónimas y cotidianas que casi nunca protagonizan los libros. En realidad mostró al mundo la incómoda realidad de que un asesino subyace dentro de todos nosotros; que la frontera entre el delito y la legalidad puede cruzarse por cualquiera dándose las condiciones necesarias.
En Crímenes imaginarios, el protagonista fantasea con la idea de matar a su mujer; es, al cabo del tiempo, y en medio de una situación anómala, cuando cruza la barrera. Ese dulce mal nos lleva al descenso a los infiernos de un prometedor ingeniero, admirado por sus conocidos, cortés y amable, a quien la obsesión por una mujer inalcanzable termina por enloquecer. Sus criminales no son gente marginal, no son personas señaladas; hasta que la Highsmith les conduce a ello, han sido gente normal. Una humanidad oscura y tenebrosa, un criminal latente escondido debajo de cada alma; realidad muy incómoda, muy inadmisible para los americanitos enamorados del “sueño americano”. La Highsmith atacaba justo en la parte más sensible. Era notablemente misógina –sus personajes femeninos son aborrecibles casi siempre-, y sus temas recurrentes la culpa, la obsesión, la locura y, sobre todo, la existencia oculta, adormecida, pero latente, de un criminal en el alma de toda persona. Nada podía resultar más antipático al público norteamericano. Fue especialmente criticada por ello; y respondió exiliándose por voluntad propia de ese país de origen que encontraba postizo, en 1963.
En Europa la mentalidad que encontró fue muy distinta. Su producción más floreciente la escribió en su exilio. A pesar de eso, fue en Estados Unidos donde vio la luz su personaje más emblemático, Tom Ripley, nacido en A pleno sol (1955). Es una creación asombrosa, por muchos motivos. Ripley sí ha cruzado ya la barrera de lo ilegal. Con delitos de poca monta, con chapuceras estafas. No ha dado el gran salto. Herbert Greenleaf le conduce sin saberlo al camino del crimen. Le envía a Italia, a ver a su hijo, Dickie, con la intención de que convenza al joven de que regrese a Estados Unidos. La misión es un hallazgo para Ripley. Descubre cómo se puede vivir teniendo ingresos regulares. El estilo de vida de Dickie le seduce. Y cuando la relación con el joven está abocada a la ruptura, Ripley cruza la frontera. Toda la vida ha estado ahí la simiente. El esplendor de los días italianos junto a Greenleaf le precipita a su destino, y comete su primer crimen.
A estas alturas del libro, el lector está completamente del lado de Ripley. Su único deseo, a medida que avanza la acción, es que se libre de la justicia. El desenlace del libro deja a Tom Ripley –a ese estafador de poca monta de las primeras páginas- impune de sus crímenes, y disfrutando de la fortuna de Dickie Greenleaf, heredada por un testamento a su favor escrito por él mismo.
Aquí no hay justicia. Las víctimas quedan sin vengar. No hay policías sagaces que vean entre la maleza. Ripley ha cometido el crimen –los crímenes- perfecto. Está tan a salvo que en la secuela, La máscara de Ripley, vive una existencia de millonario, casado con Heloise, una rica heredera. En los sucesivos libros, la lista de víctimas de Ripley va ascendiendo.
Sólo por ese personaje habría conseguido Patricia Highsmith el lugar de oro que ocupa en la literatura. Más que género policíaco, el suyo sería el género psicológico, por el perfecto estudio de la mentalidad humana, sin prejuicios, sin convencionalismos. Ripley no hubiera podido salirse con la suya de una manera tan perfecta en manos de otro escritor; sería un asesino más que al final paga sus delitos –porque la regla de oro del género así lo exige-. La Highsmith se apartó de la norma, y su originalidad reside ahí. Ripley no es un psicópata; tiene sentimientos, odia, ama. Es profundamente amoral, y carente de escrúpulos; sus crímenes no son aleatorios, no son injustificados. Dickie es un obstáculo para la vida que quiere llevar. El crimen lo comete tras meditarlo unas horas; no siente más tarde remordimiento alguno. En ese sentido, sí acerca su mentalidad a la del psicópata. También mata por supervivencia pura. Pero nos atrae: es el lado oscuro que hace lo que nos gustaría no hacer... pero sí recoger los frutos. Es difícil no sentirse fascinado por este personaje. Es una creación insólita, un personaje digamos perfecto. El lector le acompaña en todas sus aventuras con el deseo de que salga adelante, que no sea capturado, que tenga éxito. De alguna manera, igual que Hitchcock hizo de sus espectadores unos mirones en La ventana indiscreta, Patricia Highsmith hizo de sus lectores entusiastas cómplices de un asesino. El éxito de A pleno sol hizo continuar al personaje. Ripley protagonizó otras cuatro novelas de la autora, aunque sin el gancho de la primera –La máscara de Ripley, El amigo americano, Tras los pasos de Ripley y Ripley en peligro-.
En 1960 escribe Ese dulce mal –llevada al cine, como casi todas sus obras, con la supervisión de la autora-. Es un complejo estudio psicológico sobre la obsesión, tema recurrente en sus novelas. En este caso, David Kelsey, un joven y prometedor ingeniero, parece tener todo a su favor en la vida. Vive en una pensión donde se le aprecia, en su trabajo está muy bien considerado, dispone de bastante dinero, goza de la simpatía popular. Todos los fines de semana sale de la pensión para visitar a su madre, recluida en un sanatorio para enfermos crónicos. Tres páginas después el lector descubre que la situación es muy distinta. No hay tal madre, no hay tal sanatorio. Hay una casa aislada en medio del bosque, donde flota el fantasma de Annabelle, la mujer de quien Kelsey está locamente enamorado, y con cuya presencia imaginaria comparte Kelsey el fin de semana. A través de sus cartas sabemos que Annabelle está casada, y mantiene con Kelsey una amable amistad, que él interpreta de la peor forma posible. A medida que se avanza en el relato, las cosas se complican. Kelsey es el amante rechazado que acosa incesantemente a la mujer de sus sueños, negándose a admitir que la relación no pasará de la mera amistad. El asedio al que somete a la joven es insistente, obsesivo, claramente patológico. Annabelle en ningún momento se plantea mantener una relación amorosa con él, mientras que Kelsey no puede olvidarla. El resto de la gente que le rodea es tan sólo una comparsa de sombras que percibe vagamente en medio de la bruma de su obsesión. Hay un crimen accidental, una confusión de personalidades –otro tema que se repite en la obra de la Highsmith- y un rápido descenso a los infiernos de la locura. Es de los mejores estudios psicológicos de la autora, y de los más absorbentes.
El grito de la lechuza(1962) tiene un argumento muy semejante al de Crímenes imaginarios (1965): una persona permanece oculta, mientras todo su entorno la da por asesinada, y un personaje central es acusado por todos como el asesino. Destaca el personaje de Jenny, claramente depresivo, de un temperamento crispado, que bordea el histerismo y la locura, pero al mismo tiempo poética hasta el lirismo.
1964: Aparece Las dos caras de enero. En esta ocasión, el ambiente del libro se traslada a Grecia. La Highsmith era una gran viajera, y una enamorada de Europa y sus monumentos clásicos. En este caso, y como ella misma refiere en su ensayo Suspense (1966), el primer propósito que tuvo para escribir esta novela era describir el palacio de Cnosos, que la había impresionado profundamente al visitarlo. Los personajes de esta obra son un estafador perseguido por la justicia en Norteamérica y su esposa, que se ocultan en Europa con una identidad falsa. Cuando están acorralados y van a ser descubiertos, un joven interviene y se convierte en cómplice de un crimen, creándose un incómodo triángulo de consecuencias fatales. En Cnosos muere la esposa, asesinada por accidente; y a partir de entonces, una especie de juego del escondite mortal enfrenta al viudo y al “amigo”. Es una novela trepidante, que nos lleva de viaje por media Europa, Grecia, París, siguiendo a estos dos enemigos mortales en su duelo.
El diario de Edith (1977) es una novela diametralmente opuesta, a la que muchos califican como su obra maestra, y que, dado el talante misógino de la autora, no deja de admirar, por el estudio perfecto, de gran delicadeza, de sutiles matices, de la personalidad femenina de su protagonista. Se desarrolla en Norteamérica, y su progreso es lento pero insidioso; el horror está camuflado, es sutil, se desliza bajo el argumento, en apariencia minimalista, hasta hacer explosión. Nuevamente, la sutileza de la Highsmith predomina. El diario de Edith se aparta de los thrillers trepidantes, estilo Las dos caras de enero o la saga de Ripley, para narrar una historia aparentemente tranquila, bajo la que se esconden bombas a punto de estallar. El progresivo descenso de Edith a la locura es lento, paulatino; tan sólo el lector va advirtiendo los sutiles detalles de su deterioro. En el centro de esa locura se encuentra el diario, a través del cual el lector asiste a la desintegración mental de la protagonista. Cuando comienza el libro, Edith es un ama de casa con una vida en apariencia resuelta, que va a mudarse desde Nueva York a un pueblecito de Pennsylvania. Las primeras pinceladas discordantes que nos advierten de que algo va mal se centran en Cliffie, el hijo. Es la manzana amarga, el eterno quebradero de cabeza de los padres. De hecho, es su fracaso en los exámenes de acceso a la Universidad lo que provoca que en el diario se produzca la “bifurcación”. Ese primer paso, como veremos, es decisivo; se abre así el camino hacia un mundo imaginario cuyo final es la locura. ¡Y de una manera muy simple! La autora nos lo cuenta con su sobrio estilo inconfundible. Edith escribe en el diario. Acaba de saber que su hijo no va a ir a la Universidad. Sabe que es algo irrevocable. Sus esperanzas –que no eran muchas, por otro lado- se extinguen. Y en la anotación de ese día decide fantasear, dejar que su imaginación resuelva el conflicto. Cliffie ha aprobado los exámenes con excelentes notas, todos están contentos, no hay nubes oscuras en el cielo. No es más que una anotación imaginaria, pero la autora desliza muy sutilmente el ominoso destino del que es preludio: “... Edith se sintió un poco inquieta... lo que acababa de escribir era mentira... Pero, ¿qué más daba? Y ella se sentía mejor después de haberlo hecho, un poco menos melancólica, casi alegre, de hecho.”
Así de simple se produce la caída de Edith. Lógicamente, esa primera “bifurcación” no reviste la severidad que más adelante cobra. Es un mecanismo de defensa contra el desánimo, sin mayor consecuencia. Es un “juego”. Pero los juegos, en la literatura de la Highsmith, tienen la peculiaridad de ser muy peligrosos. Muchas de las novelas de la autora han iniciado la acción con juegos imaginarios –El cuchillo, Crímenes imaginarios-. En El diario de Edith la tragedia se gesta a años vista, y de una manera soterrada. Con una prosa austera y lúcida, la autora va narrando los sucesivos golpes que la vida propina a Edith. Su relación conyugal se tambalea seriamente y se desploma; en el naufragio su marido se casa con otra, una mujer mucho más joven, y no se molesta en buscar un nuevo acomodo para George, su tío, que vive en la casa familiar casi desde que se trasladaron a ella. Edith soporta años de cuidados, de bandejas subidas al enfermo, de sábanas de hule para la incontinencia, de medicinas, en medio de una soledad yerma, donde no resulta consuelo alguno Cliffie, su hijo, que vagabundea metiéndose en problemas, con trabajos esporádicos y una afición excesiva al alcohol. A esa primera anotación falsa en su diario le han seguido otras; Edith escapa a una intolerable realidad, donde se mantiene anormalmente erguida, sumergiéndose en otro mundo imaginario donde su hijo cosecha éxito tras otro, está casado, tiene hijos y una vida familiar próspera que la sirve de consuelo. Tras una anotación imaginaria, vemos a Edith en el mundo real, de atmósfera tensa y cargada, asfixiante, luchando contra los problemas; la vemos firme, sosteniendo sola todas las cargas; el lector advierte, a través de ese diario anormal y patológico, de qué manera esa vida está minándola, conduciéndola a la locura, con mayor claridad que los demás personajes, aunque luces de alarma se enciendan de vez en cuando, como la escena en que Melanie, su tía, menciona que ve en ella “una tirantez” que no le gusta nada. Inmisericorde, el destino la castiga una y otra vez. La claustrofóbica atmósfera del libro resulta agobiante. Poco a poco, la caída de Edith va acelerándose, que el lector presagia como inminente; tras páginas y páginas de ominosa lectura, los abismos se abren ante ella. Pero no por menos esperado deja de sobrecoger el desenlace.
Mar de fondo (1981) es más cercano a novelas como Crímenes imaginarios que a El diario de Edith. La situación planteada es nuevamente un matrimonio que naufraga. Vic Van Allen y Melinda llevan varios años casados, y tienen una hija, Trixie. La pareja se lleva bien, en apariencia. Ella es abierta y descaradamente infiel con cada jovencito que aparece por el pueblo donde viven. Él es tolerante, y se muestra siempre exquisitamente cortés y atento, no sólo con su mujer, sino con los sucesivos amantes que va conociendo, porque Melinda, en vista de la apática actitud de su marido, no tiene reparos en llevarles a casa a cenar o a tomar unas copas, en infernales veladas donde el marido sufre el rosario de humillaciones a que le somete la situación. Todo el vecindario asiste con verdadero escándalo a las aventuras de esta esposa extravagante, mostrando hacia Vic no el típico desdén, sino compasión y simpatía. La paciencia casi sobrehumana de Vic al final se agota. Cuando comienza la novela, por primera vez en años, da un paso adelante para frenar el adulterio de su mujer. Ese primer paso es irrevocable, y conduce a los demás. Los años de aguante, de vivir situaciones intolerables, de respirar el aire denso de la compasión general, acaban por pasar factura. Y como casi siempre en las novelas de la autora, un paso, en apariencia sin importancia, desencadena un vendaval. El lector contempla con estupor a este marido inactivo, este cornudo consentidor y patético, y a medida que va profundizando en su relación marital adivina, anticipa, que el estallido de este hombre tranquilo y pacífico hasta la exageración va a ser terrible. Abiertas las compuertas del odio acumulado durante años, Vic se convierte en un asesino, y lo que es más estremecedor, un asesino que a los ojos de sus vecinos es incapaz de matar una mosca. No hay mejor coartada que gozar de una reputación intachable ante todo el mundo. El lector sabe que Vic ha dado finalmente el paso crucial, y presencia el inmenso valor de la imagen preconcebida que se tiene del personaje.
Nuevamente, el proceso psicológico que convierte a Vic de un marido resignado y pacífico en un asesino es perfecto hasta el más mínimo detalle. El primer paso no es una explosión de furia incontenible; lleva años conteniéndose, con la máscara puesta, con la cortesía hecha costumbre, y lo que hace es sugerir al último amante de su mujer que es el asesino de Malcolm McRae, cuyo asesinato aún está por resolver. No hay una intención concreta en Vic cuando hace semejante afirmación. Ni siquiera pretende asustar; es una especie de broma macabra, un comentario burlón, del que no espera consecuencias. Pero de hecho sí las tiene. Muestra de la catadura moral de los amantes de Melinda, que parece tener un talento especial para liarse con los hombres más vulgares que conoce, es el hecho de que su conquista de ese momento desaparece, aterrado. El abandono supone para Melinda un fuerte golpe, pero más aún para Vic, que se encuentra con que una actuación irreflexiva suya ha conseguido detener el enésimo idilio de su mujer. Tras ese incidente, la actitud de Melinda se hace beligerante, pero durante unos meses Vic nota una notable mejoría en su vida, desterrados los amantes parásitos que beben su licor y se aposentan en su casa, al amparo de su mujercita. Su comentario ha dado resultados inesperados pero muy beneficiosos.
No dura mucho. Finalmente se descubre al verdadero asesino de McRae, y Melinda vuelve a las andadas. Sin embargo, en esta ocasión, la actitud de Vic ha variado; su capacidad para afrontar las veleidades de su mujer está seriamente dañada. Los meses de calma han roto con su impasibilidad, y algo ha cambiado en su interior. No puede reanudar su vida de tolerante cornudo. Y en un arranque imprevisto –imprevisto hasta para él mismo- asesina a DeLisle, el nuevo amante de su mujer. Pero la suerte le sonríe, pues su crimen reviste apariencias de accidente, y Vic sale impune. No ante Melinda. Ella sabe perfectamente que su marido ha matado a DeLisle. Y a partir de entonces se inicia una terrible e insidiosa guerra entre marido y mujer. Sin embargo, Vic, el marido consentidor, resulta un rival formidable. Todo el pueblo –casi todo el pueblo, mejor dicho- está a favor de él, y las furibundas acusaciones de Melinda son acogidas con indignación. En ese momento, Melinda sabe que ha perdido la guerra: nada ha podido frente a la gran reputación de su marido, y la falta de pruebas. Y por enésima vez, conoce a otro hombre.
Éste parece el definitivo. Melinda quiere divorciarse, pero ya nada es como antes: su marido se escapa a su comprensión, es impredecible: Vic es un hombre sentenciado. Ha dado el paso definitivo, sus manos se han manchado de sangre; ese terrible hecho le sacude hasta lo más íntimo. Las compuertas del odio, de los rencores, del resentimiento, de tantos años sufriendo calladamente con la imagen de hombre impasible, dejan brotar incontenible un océano, que arrastra a este hombre al abismo... junto a su ligera y detestable esposa.
Otros ámbitos
Tras este repaso a sus novelas más destacadas, conviene no olvidar a la Highsmith autora de relatos. Es una maestra en la novela, pero no hay que desdeñar los relatos breves, muchos de ellos genuinas obras maestras. “Donde las dan...” es una pequeña joya, un magistral cuento que en pocas páginas condensa el deterioro de la relación amorosa de la pareja protagonista culminando con un final escalofriante. “Tener ancianos en casa” es una variante irónica, ligeramente humorística, de lo peligroso que puede resultar meter extraños en el hogar; resulta cómico que los enemigos sean aquí una pareja de ancianitos frágiles pero nada desdeñables. En el pulso de poder que se juega en la casa, sólo un desliz de los ancianos libera al matrimonio protagonista de una situación abocada al desastre... convirtiéndolos, por otra parte, en “asesinos”, por omisión. La justicia poética le encantaba a la Highsmith. “El buscador inquietante” nos presenta a un hombre con una “extraña” manía: traba amistad con mujeres para robarles algún objeto, por puro fetichismo. Ese pasatiempo “inofensivo” acaba desembocando en el crimen. “Espantoso despertar” describe con crudeza la vida de una familia desunida, minada por los maltratos y la frustración. “Despacio, despacio, a merced del viento”, por su parte, plasma en palabras el odio denso, vitriólico y terrible, de un temperamento vengativo.
Casi todos los relatos cortos de Patricia Highsmith adolecen de una tensión palpable, unas veces más sutil, otras expuesta con toda su crudeza; pero en el fondo de todos ellos reside lo mismo, la bestia oculta y dormida que espera los resortes oportunos para aparecer. Esa y no otra fue la filosofía de la Highsmith: todos tenemos el mal dentro de nosotros, todos somos capaces de matar, todos tenemos un abismo negro dentro. Absolutamente todos.
Encasillar a Patricia Highsmith en la literatura policíaca es, por tanto, un error de bulto. Quien se haya familiarizado con su obra sabe perfectamente que incluso en las novelas “policíacas” que escribió se apartaba de los cánones tradicionales. El crimen en el universo de la Highsmith no está planeado con gran anticipación, ni hay detectives sagaces, ni abundantes sospechosos, ni una explicación final donde se colocan todas las piezas del puzzle. En muchas ocasiones el crimen se comete por un impulso, nada premeditado –Ese dulce mal, Las dos caras de enero-, aunque la situación se haya gestado durante largo tiempo –Mar de fondo-. En ocasiones es absolutamente casual –El temblor de la falsificación-. Para el lector no hay lugar a la sorpresa final. El lector sabe perfectamente lo que está pasando, es testigo de los crímenes. Y que haya un cadáver no quiere decir en absoluto que sea una novela policíaca. Nada tiene que ver con el género obras como El diario de Edith, Gente que llama a la puerta o el relato “Tener ancianos en casa”. De hecho, en su producción se ven novelas y relatos de distintos estilos. Se podrían englobar en un “género” aparte los títulos donde aunque haya crímenes no hay estilo policíaco, como los mencionados antes; luego se encontrarían aquéllos en los que un encuentro casual o un malentendido desata una vorágine trepidante de acontecimientos: Rescate por un perro, El grito de la lechuza, Extraños en un tren, El cuchillo, la saga Ripley, El juego del escondite, Crímenes imaginarios. En otro “género” tendríamos obras más pausadas como El diario de Edith, Ese dulce mal, Gente que llama a la puerta, Mar de fondo, La celda de cristal.
En las novelas de Patricia encontramos diferentes tipos de psicología. Por un lado estarían los obsesivos –el David Kelsey de Ese dulce mal, el temperamental Greg de El grito de la lechuza, el padre fanático de Gente que llama a la puerta-. Luego, personas a quienes el desgaste que les causa una determinada situación les convierte en bombas de relojería; en ocasiones llegan al crimen –como el Vic de Mar de altura- y en otras, a la locura –Edith-. También tenemos los que a base de imaginar determinadas situaciones acaban viéndose abocados a ellas, como el protagonista de El cuchillo o Crímenes imaginarios. En el claustrofóbico mundo de la Highsmith acabamos encontrándonos todos. Caminamos en el filo de la navaja sin saberlo. A veces el estallido se produce a base de aguantar durante muchos años situaciones límite. En otras ocasiones, camuflado en un incidente sin importancia, nos espera una bomba. Nadie está a salvo. El crimen y la locura ya no son patrimonio exclusivo de los outsiders; todos podemos caer en él. Es un mensaje aterrador.
Autodestrucción. Esa es otra de las claves de las novelas de la autora. ¿De qué manera se puede llegar a ella? Muchas. A través del matrimonio –Mar de fondo, Crímenes imaginarios, El cuchillo-. Por una obsesión llevada al límite –El grito de la lechuza, Ese dulce mal, Gente que llama a la puerta-. Por un ambiente cargado y claustrofóbico –La celda de cristal- o por soledad –El diario de Edith-. No siempre llega la policía a interrogar. No siempre hay una investigación criminal. En ocasiones, el crimen está ahí, pero nadie, salvo el lector, que lo ha presenciado, lo sospecha: Tom Ripley suplanta a Dickie Greenleaf, y nadie sabe que en realidad ha muerto; George, el tío de Brett, ha sido asesinado, pero salvo Brett, nadie lo sospecha; Vic Van Allen ha asesinado al amante de su mujer en una piscina, pero todo el mundo cree que ha sido un accidente. En el fondo todo radica en lo mismo: las dificultades de relación entre las personas. Es innegable que los matrimonios que retrata Highsmith no son lo que aparentan la mayoría de las veces. Suelen ser un caldo de cultivo excepcional para la irrupción de la violencia. A veces, el divorcio no soluciona las cosas, como en el caso del protagonista de El grito de la lechuza, cuya mujer persigue a su exmarido con una saña obsesiva –la misma, de hecho, que padece Greg hacia Jenny-. No suele haber buenas relaciones; los matrimonios felices son escasos en su producción.
Otro punto a destacar en los personajes de Patricia Highsmith es la ausencia de “perdedores”, al menos en la forma tradicional. El único que sí lo es, aunque entre comillas, porque ha asumido su estilo de vida y lo acepta, es Cliffie, el hijo de Edith. El otro que podría ser, Tom Ripley, empieza siéndolo, pero el crimen le conduce directamente al éxito. Los demás están en buena posición, casi siempre, en el momento de iniciarse la acción. David Kelsey es un ingeniero competente –candidato al Premio Nobel, según sus amigos-. Vic Van Allen es dueño de una editorial. Edith Howland compagina sus labores de ama de casa con sus actividades en un periódico local como articulista de editoriales. Son personas asentadas, con empleos bien retribuidos que les permiten vivir con holgura –salvo a la pareja protagonista de Crímenes imaginarios, ciertamente; para cualquier regla hay excepción-. Comen en restaurantes a menudo, tienen una activa vida social, acuden a fiestas y las dan ellos, participan en la vida de la comunidad. Son parte integrante de la sociedad. A través de ellos conocemos a sus amigos; las amistades son muy importantes en la literatura de esta autora. Hasta David Kelsey, rumiando la obsesión que le llevará al crimen y a la locura, se relaciona con sus vecinos de pensión, cena con su jefe, con West y Effie. No digamos la activa vida social que lleva la pareja protagonista de Mar de fondo, incluso la de Crímenes imaginarios. Los amigos están ahí no sólo para animar la función, sino para animar o para desacreditar. Son muy escasos los personajes de la autora que estén aislados y no participen de sus amistades. En ocasiones son éstas las que dan la voz de alarma, como en el caso de Edith.
Libros de la talla de los mencionados no podían pasar desapercibidos al mundo del cine. De hecho, prácticamente todas sus novelas han sido adaptadas a la gran pantalla, con mayor o menor fortuna, casi siempre por directores europeos, y la propia Highsmith comentaba que sus adaptaciones favoritas eran la de Extraños en un tren y la exquisita A pleno sol (René Clement, 1960), en la que destaca especialmente la brillantez en la elección del casting, dando unos perfectos Tom Ripley y Dickie Greenlaf en la piel de Alain Delon y Maurice Ronet.
Alain Delon como Tom Ripley |
Especulando...
Como hicieran antes y después que ella, también Highsmith dedicó un ensayo a describir cómo es el proceso de gestación de sus novelas; es un libro que se lee con suma facilidad, escrito con sencillez y encanto, pero que demuestra lo imposible que resulta definir con palabras la magia que los buenos escritores saben generar. Highsmith cuenta de dónde salieron los incidentes o detalles que le dieron la idea para determinadas novelas, su proceso de narración, consejos para autores noveles...; pero no describe, ni puede, a pesar de su maestría, dónde se genera, dónde se produce el chispazo del genio. Lo que no se puede describir ni contar es el talento.
Leer a Patricia Highsmith es disparar el nivel de adrenalina. El lector que se mete en la piel de los personajes llega un momento en que vive, casi de forma literal, las situaciones límite a que se enfrentan esos alter ego de ficción, pues la prosa de la autora secuestra al lector y le mete en la piel del personaje para que sufra la situación casi literalmente. En muchos momentos se siente el mismo azoramiento, la misma violencia, que el personaje. Ya metidos en la piel de Tom Ripley, su enfrentamiento con Freddie se vive como propio; la confrontación del protagonista de El buscador inquietante con sus dos víctimas cara a cara nos produce la angustia de momentos en que nos hemos visto puestos en evidencia; la agobiante atmósfera de la casa de Edith nos resulta perturbadora. Nadie se ha acercado, como Patricia Highsmith al abismo, y lo ha mirado tan intensamente para describirlo tan bien como ella, y nadie, salvo ella, ha sabido mostrarnos lo estrecha, lo ligera y lo sutil que es la línea que separa el crimen de nosotros. No se crea a salvo, nos dice desde su literatura, por llevar una vida ordenada y apacible, por creerse lejos del peligro: nadie es inmune, porque está dentro de nosotros, esperando. Lo único que podemos esperar es que el resorte adecuado no se pulse.
Bibliografía de libros analizados
Extraños en un tren (Strangers on a Train), 1950. Editorial Anagrama, Barcelona, 1990. Colección Compactos de Anagrama, num. 11
A pleno sol (The Talented Mr. Ripley), 1955. Barcelona, Editorial Anagrama, 1989
Ese dulce mal (This Sweet Sickness), 1960. Alianza Editorial, Madrid, 1997
El grito de la lechuza (The Cry of the Owl), 1962. Salvat Editores, Barcelona, 1994
Las dos caras de enero (The Two Faces of January), 1964. Alianza Editorial, Madrid, 1995
Suspense, cómo escribir un relato de ficción (Plotting and Writing Suspense Fiction), 1966. Barcelona, Editorial Anagrama, 1986.
El diario de Edith (Edith’ Diary), 1977. Barcelona, Editorial Anagrama, 1982
A merced del viento (Slowly, Slowly in the Wind), 1979. Editorial Espasa Calpe, Madrid, 1993. Colección Austral Selección
Mar de fondo (Deep Water), 1988. Barcelona, Editorial Anagrama, 1988
Los cadáveres exquisitos (Selección de relatos). Barcelona, Editorial Anagrama, 1991.
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