Por Lorena Machado Fiorillo *
Tan leída como solitaria, Patricia Highsmith nació por accidente –así se lo confesó su madre- el 19 de febrero de 1921 en Fort Worth (Texas) pero creció en Nueva York, ciudad de la que escaparía alguna vez para radicarse en Suiza. Lesbiana, alcohólica, gran fumadora, introvertida y tildada de misántropa, iba en contra del estereotipo femenino de los 50. En su ensimismamiento creó uno de los personajes claves de la literatura de suspenso: Tom Ripley, el psicópata protagonista de cinco de sus novelas y, a la larga, su alter ego, con el que se convirtió en una de las mejores escritoras de la época. A pesar del éxito en la literatura, su vida fue un vaivén de frustraciones que la dejaron sumida en la extrema soledad en los últimos años, en los que sólo la acompañaban sus caracoles y su gata Charlotte.
Bella en su juventud, se sintió abandonada por su madre a los 12, cuando le tocó irse a la casa de su abuela durante todo un año, tiempo que aprovechó para devorar los libros de la vasta biblioteca y encontrar, entre tantos ejemplares, ‘La mente humana’ de Karl Menninger, que sería el comienzo de su pasión por los desórdenes psicológicos. También leyó a Dostoyesvki, a Dickens y a Poe. Pero al regresar a la Gran Manzana debió enfrentarse con la realidad y aprender a vivir con su padrastro, Stanley, de quien tomó el apellido y al que le guardó un gran resentimiento. Así como lo haría con su madre desde que una confesión, donde ella aseguraba haber intentado abortarla, transformaría el vínculo en una relación tormentosa.
Aunque su vida familiar era casi una pesadilla, lo era más la culpa que la agobiaba por sus preferencias homosexuales, que llegaron a plasmarse en el bestseller ‘El precio de la sal’, un libro escrito a los 27 años, en el que contaba el amor entre dos mujeres –una joven vendedora y una divorciada- que construyen una historia con final feliz, algo sorprendente para ese momento en que el lesbianismo era objeto de condena. Lo hizo bajo el seudónimo de Claire Morgan y, muchos años más tarde, se reimprimiría con su verdadero nombre y el título de ‘Carol’. Sin embargo, habría sido su primera novela, ‘Extraños en un tren’, publicada en 1950, la que le daría prestigio en la socialité neoyorkina y aquella que sería llevada al cine por Hitchcock un año después.
La joven Patricia Highsmith
El encanto que generaba Highsmith en sus novelas y cuentos se basaba en desarrollar el suspenso desde el punto de vista del asesino y no del detective. Atrapaba rápidamente al lector en un juego de situaciones cotidianas en las que el crimen era válido y pertinente, algo que lo convertía en cómplice de la doble moral o en la mente que desentrañaba el rompecabezas. “Más bien simpatizo con los delincuentes, los encuentro interesantes. A no ser que resulten monótonos y estúpidamente brutales”, había dicho la escritora, que prefería mantener un mínimo contacto con los demás pues afirmaba que su imaginación funcionaba mejor hasta el punto de no soportar que la señora de la limpieza estuviera en su casa ya que podía coartar su inspiración.
El novelista británico Graham Green la apodó ‘la poetisa del miedo’ y señaló que “había creado un mundo propio, un mundo claustrofóbico e irracional, en el cual entramos cada vez con un sentimiento de peligro personal, con la cabeza inclinada para mirar por encima del hombro, incluso con cierta renuencia, pues vamos a experimentar placeres crueles, hasta que, en algún punto, allá por el capítulo tercero, se cierra la frontera detrás de nosotros, y ya no podemos retirarnos”.
Era obsesiva. Revisaba una y otra vez sus textos. Con esa técnica, llegaría al pedestal literario -3 premios- con la primera entrega de la saga: ‘El talento de Mr. Ripley’, que fue concebida en su viaje al Viejo Continente y en la que relataba cómo un joven suplantaba a otro, luego de asesinarle. Incluso la obra también sería llevada a la pantalla grande por René Clément y daría paso a cuatro novelas más con las que se ratificó como la maga de la novela negra.
Patricia Highsmith odiaba la televisión. Entre sus hobbies estaba el llenar hojas y hojas de su diario contando cada una de las perturbaciones, de los besos rechazados, de las personas que veía o con las pocas con las que se relacionaba para usarlas como sus musas. Todo un legado que se tejía en esas páginas y que llegaron a acumularse en 8 mil folios que se encuentran actualmente en los Archivos Literarios Suizos en Berna. Aquellos que un día salieron a la luz y dejaron entrever los detalles más íntimos de quien vivió escondida tras las letras.
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*Periodista de El Espectador y editora gráfica de El Magazín.
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