jueves, 23 de mayo de 2024

Marianne Wiggins y la inagotable avidez del reverso del sueño americano


La escritora Marianne Wiggins retratada por su hija Lara Porzak


Marianne Wiggins y la inagotable avidez del reverso del sueño americano

Ambientada en California durante la Segunda Guerra Mundial, en esta titánica novela sobre una saga familiar que intenta protegerse de la degradación ecológica y bélica confluyen los grandes temas de la mitología estadounidense

Marta Rebón

20 de mayo de 2024

Si hubiera que resumir la novela de Marianne Wiggins (Lancaster, EEUU, 1947) con un poema, sería aquel de Emily Dickinson, que dice: "El agua se aprende por la sed; / la tierra, por los océanos atravesados; (...) el amor, por el recuerdo de los que se fueron". En 1896, el año en que se compusieron estos seis versos, la ciudad de Los Ángeles ya había descubierto los primeros pozos de petróleo, y circulaba el ferrocarril de la Southern Pacific. Pero lo que realmente permitió el crecimiento exponencial de la ciudad y su periferia -hoy convertida en megápolis- fue resolver el abastecimiento de agua, consolidado a principios del siglo pasado, en un territorio sediento, el californiano, poco preparado para la colonización masiva.



"En esta tierra solo hay espaldas mojadas. Desierto. Horrible desierto. ¿De dónde ha salido la ideal del desierto bonito? De las películas...", cuenta el narrador omnisciente. Pero, por supuesto, el preciado líquido viene de alguna de parte, como enseña el ciclo hidrológico, que no tiene en cuenta la mano del hombre, capaz de tergiversarlo. Y en este caso se trata del río Owens, que daba de beber al valle, uno de los más profundos del país, y el lago homónimo, que de resultas de la construcción de un acueducto que desvió el curso del río dejó el segundo "en rigor mortis": "El suelo cerca de lo que había sido la orilla ahora estaba duro como un hueso y cubierto de costras producto de la evaporación, vetusto como una hoyanca tapada con escarcha y cal".

LOS TORRENTES DE LA HISTORIA

como no hay acción humana sobre el medio que no tenga consecuencias, el nuevo erial, antes parada de aves migratorias, deviene un foco de toxicidad: "todo el material que se había depositado en el fondo, todas esas sales en suspensión y las cenizas del antiguo horno de fundición, todos esos líquidos vertidos, la mierda de los peces y las larvas de los insectos habían aforado a la superficie, para ser lanzados por los vientos predominantes que bajaban en tromba de las montañas por todo ese valle como una venganza".

Las propiedades de la sed narra la lucha de una saga familiar en este paraje moribundo en donde recalaron cuando uno de ellos Rocky (literalmente "rocoso", pero también, paradójicamente, "tambaleante") Rhodes, se dejó llevar por el pensamiento de dos mitos norteamericanos, Ralph Waldo Emerson y, sobre todo, Henry Thoreau, quien "conservaba la capacidad de encender las últimas débiles hilachas que pervivían en su juventud". La pareja, de origen francés, morirá prematuramente por la polio, dejando a Rocky al cargo, con ayuda de la hermana gemela, de sus dos hijos, también gemelos. Más que un nature writingde ficción, Wiggins hace confluir una gran cantidad de temáticas de la historia estadounidense que manan de esta geografía constructora de mitos tantos nacionales como íntimos.

De alguna forma es ella, Wiggins, la que drena del paisaje todo un mar de significados, en particular, del acto de preservar a los seres queridos, tanto el de la esposa fallecida -"si el recuerdo no debía apagarse, a él le correspondía mantenerlo vivo"- como el del hijo, que está destinado en Pearl Harbor cuando el ataque de la aviación japonesa. Aquello arrastró al país a la guerra -que se suma a la del agua- y las leyes de exclusión de los ciudadanos de origen nipón, que fueron recluidos en campos de internamiento como el que se proyecta en las inmediaciones del rancho de los Rhodes, el Manzanar, por el mero hecho de su origen.

El segundo es un apunte visual, porque la autora también compone espacialmente el texto en la página en blanco, lo cual es un soplo de aire fresco respecto al aspecto habitual de las maquetaciones. La autora juega con las versalitas, las cursivas, los puntos aparte, los sangrados, entre otros recursos, que otorgan un componente dinámico o fluido al texto. "Cuando escribo, veo cada página del libro como un lienzo y me gusta dar pinceladas de frases", confiesa en una entrevista reciente.

Wiggins saca todavía más sustancia del relato poniendo a un judío al frente de los trabajos de construcción del campo. Si es sobresaliente esta novela, dividida en secciones que se corresponden con las enseñanzas que otorga la sed ("el factor sorpresa", "la memoria", "el reconocimiento", "la frustración del deseo"... hasta once), lo es por cómo la narradora mezcla las historias personales con el paisaje -marca identitaria del país, aquí presente en los rodajes de wésterns- y los torrentes de la Historia, todo ello con otro hilo conductor, el de la comida. La cocina se convierte en otro espacio semántico, pues la madre muerta era una experta cocinera: "Porque, ante la muerte, qué otra cosa vas a hacer, adónde más vas a ir cuando tu madre se ha muerto salvo al corazón de la casa, a su centro nutricio (...) tú los sigues queriendo, pero los muertos no te pueden corresponder".




TRES PISTAS TRAS LAS BAMBALINAS

Tres apuntes finales sobre Las propiedades de la sed. El primero es una nota de la autora, a modo de advertencia sobre el lenguaje que nos encontraremos en el habla y que, a falta de más detalles, parece dar cuenta de los tiempos actuales. Al tratar los campos de internamiento para japoneses (los Japs, en inglés, aquí traducido como "japos" o "enemigos amarillos"), las consideraciones y el trato racistas impregnan los diálogos. Dada la tentación de "reescribir" los clásicos que ha habido por esta misma razón, se nos advierte que el lenguaje "incendiario" de ayer que hoy consideraríamos ofensivo o inapropiado ("insensitive"), "desde el punto de vista histórico, es exacto". Wiggins apuesta, pues, por el rigor y no por la corrección.

Y, para acabar, está la intrahistoria del manuscrito, circunstancia que resulta una confirmación de la primera frase de la novela, a modo de cabecera de un río desde el cual mana la historia: "No puedes salvar lo que no amas". El epílogo, firmado por la fotógrafa Lara Porzak, su hija, explica con gran sensibilidad lo que supuso salvar el manuscrito de Las propiedades de la sed de quedar inacabada después de que, en 2016, un infarto cerebral dejara a la escritora muy mermada física y cognitivamente, no solo porque ya no pudo escribir a mano, como era su práctica, sino porque borró el lenguaje y esta obra de su mente. Palabras recuperadas del lecho de la memoria que, como el lago de la novela, se había secado. Madre e hija convertidas en vasos comunicantes. Una suerte de milagro.


EL MUNDO



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