martes, 21 de mayo de 2024

Manuel Vicent / “Estoy llegando al final del río”

 

El escritor Manuel Vicent, en su casa en Madrid a principios de mayo.SAMUEL SÁNCHEZ


Manuel Vicent: “Estoy llegando al final del río”

De la canción que tocaba su padre al violín y marcó su vida a la muerte de su hijo Mauricio. El escritor publica su libro más autobiográfico


Paco Cerdá

17 de mayo de 2024

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Manuel Vicent dice que la vida, como el violín, solo tiene cuatro cuerdas: naces, creces, te reproduces y mueres. Su literatura se asemeja más al fuelle de un acordeón, que pliega y despliega el tiempo para crear, con finísimas variaciones, una misma melodía: la memoria fermentada. Arte tejido en el telar de los recuerdos.

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Me presento en casa de Manuel Vicent con un objeto, una canción y una sola pregunta en el cuaderno.

El niño de La Vilavella ya tiene 88 años. Sus ojos color mediterráneo, encaramados sobre dos bolsas llenas de una pena y muchos sueños, siguen impresionando. La barba de chivo es una marca, casi ex libris,de su rostro. Habla como remataba a puerta en su infancia el valencianista Mundo: golpe suave y demoledor. Sentados en el estudio donde escribe y duerme —por tanto: piensa y sueña en la misma estancia— se hace el silencio. Suena la canción. Es el intermedio de La leyenda del beso. Bastan las cuatro primeras notas. La voz se le quiebra.

—En la mucosa más íntima de mi cerebro está inscrita esta canción. Yo tenía dos años. Iba a gatas. Mi padre estaba refugiado, como un topo, en el piso superior de la casa. Escondido en plena Guerra Civil. Y cuando se iban los militares que se habían incautado de la casa, mi padre tocaba el violín. Siempre tocaba esta canción, tal vez la única que sabía. Y cuando a la caída del sol bajaba esta melodía por la escalera, yo gateaba y miraba arriba. Esa canción me ha sustentado más que cualquier idea de infierno o de paraíso. Esa canción es la base de mi vida.

Le doy el objeto. Lo destapa. Es una pastilla de Heno de Pravia. Con ese jabón le lavaba la cara su madre en la posguerra. Vicent sonríe, cierra los ojos, lo acaricia con la nariz y emite un veredicto de lirismo incomparable: “¡Es la hostia!”.

—Hay un momento breve, entre que naces y creces, en el que estás en la misma longitud de onda que la naturaleza. Es el estadio paradisiaco que precede a querer ser como Dios. Tus sentidos corporales forman un nudo, y luego entiendes que la vida no consiste más que en ir desenredando lentamente ese nudo. Esa primera memoria sensorial marca más que nada.

—¿Cree que ha sido una persona en exceso sentimental?

—Sí, aunque no me guste demostrarlo. Toda la vida he hecho lo posible por no manifestar mis sentimientos. Ese ha sido uno de mis fallos: no ser espontáneo. Me he comido muchos sentimientos. Tal vez, si los hubiera manifestado, habría sido más feliz. La literatura ha sido una válvula de escape.

La pregunta anotada en el cuaderno es cómo fermenta la memoria en su literatura. El proceso por el cual transforma los recuerdos en novelas y columnas.

Manuel Vicent piensa un instante. Está rodeado de libros y de un retrato que le hizo El Roto. Por la ventana asoma el jardín donde florece mayo con prunos, membrilleros, adelfas y glicinas.

—El yo no es más que memoria, y la literatura no es más que memoria transformada por la imaginación. Debe pasar el tiempo para que la imaginación deforme estéticamente el pasado. La memoria se tiene que pudrir para germinar en literatura, igual que se pudre cualquier semilla.

3

El nuevo libro de Manuel Vicent se titula Una historia particular. Son 200 páginas de emoción. Un viaje que comienza en el tiovivo donde daba vueltas y soñaba ese niño, aquel país.

Entonces la patria era el Cara al sol con un brazo estirado en el patio y un bocadillo de atún en la otra mano. La infancia eran las acequias donde bañarse desnudo entre naranjos y pan con chocolate. Y el verano era el viento en la cara de la Vespa.

“Me he comido muchos sentimientos. Tal vez, si los hubiera manifestado, habría sido más feliz”

El primer beso era la magia que sucedía junto al mar mientras el vocalista cantaba Arrivederci, Roma. El baile era el olor a lavanda de una chica con falda floreada y el Only You en el picú. Y la noche de San Juan era el croar de ranas, sardinas asadas y unas risas adolescentes que desconocían los problemas.

Esa vida iba creciendo. Estudiar Derecho era el olor a incienso mezclado con canto gregoriano antes de clase. La tecnocracia era el tren borreguero con el recluta Vicent en un largo viaje al fin de la noche de su madre, que murió con el nombre de su hijo en los labios antes de que él llegara a tiempo. Aterrizar en Madrid era anhelar escribir en La Codorniz, que desafiaba la censura con aquel parte meteorológico: “Gobierna en toda España un fresco general procedente de Galicia”. La noticia de la muerte de aquel general —conocida por la radio de un Morris verde— era el sonido de la libertad. Y el perfume de la Transición era el gas lacrimógeno a las puertas del concierto de Raimon.

La vida fue pasando. Los 45 en el espejo eran ese extraño velo en la mirada que aflora al marcharse la juventud. Cumplir 75 fue ver arder la Puerta del Sol el 15-M y creer llegado el tiempo de leer a Montaigne. Los perros y sus enseñanzas han sido siempre la medida de una vida. Lara: gozar sin culpa. Nela: la locura anarquista. Tobi: el hedonismo. Lindo Ron: la lealtad. Y Perdita. Y Lía. Y tantos perros. Ahora tiene a Blacky Cía. Envejecer, dice Manuel Vicent, es darse cuenta de que uno llorará el adiós de muchas perras hasta que, al final, siempre habrá una perra que llore por ti. Envejecer es también ver la vida como en Cinema Paradiso: primero, las aventuras inolvidables de niño; años después, la llamada que informa de que ha muerto Alfredo o aquel niño que te cogía la mano en la fila del colegio.

Todas esas historias, contadas por Manuel Vicent en las páginas de Cultura de este periódico, cambian de piel y tono en este libro. La vida fermentada en literatura. La memoria personal destilada en memoria íntima de un país.

4

Manuel Vicent ha firmado 3.012 artículos en EL PAÍS. El primero es de julio de 1977: una crónica literaria de la sesión inaugural de las primeras Cortes democráticas. Asalta una frase de aquel primerísimo Vicent: “El discurso de la Corona ha sido más o menos el que se esperaba, un bálsamo aromado, un vaho democrático de eucaliptus que igual podría servir para curar el empacho de Fraga que el sarpullido de Carrillo”.

 Manuel Vicent, en su casa en Madrid a principios de mayo. SAMUEL SÁNCHE


Ha pasado casi medio siglo. Otro rey ocupa el trono; Vicent continúa en su silla de enea. Dice que en las columnas busca avivar tres sensaciones en el lector. Que piense. Que mire la realidad desde otro ángulo. Que no se amargue el domingo.

5

La escritura de Manuel Vicent ha sido investigada por Raquel Macciuci, profesora de Literatura Española en la Universidad Nacional de La Plata. Ella ha escrito el largo estudio introductorio a su novela Contra Paraíso (Cátedra). Allí habla de su poética de contrastes y paradojas bajo una sugerente etiqueta: “La estética del oxímoron”. Macciuci habla de las antítesis de Manuel Vicent: un espíritu mediterráneo que habita en la meseta; un escritor lírico de periódicos; un hombre criado en valenciano que escribe en castellano; un autor que ilumina lo ordinario con una luz extraordinaria; que tiene una vocación urbana y a la vez exalta la naturaleza y lo más atávico; que empezó con un estilo abigarrado y evolucionó hacia un clasicismo cada vez más desnudo; que aúna lo grotesco y lo ilustrado; que habla de dioses como humanos y de humanos como dioses.

6

La entrevista continúa en esta casa cercana a la estación de Chamartín que antes perteneció al cineasta Mario Camus.

Qué obsesiones tiene el apolíneo Vicent.

Qué tristezas empapan al vitalista Vicent.

En Una historia particular se entrevé su obsesión por adelantar. Por superarse y destacar en dos frentes: ser buen articulista, ser buen novelista. Una obsesión por vivir deprisa. La ambición. Ya no.

—Llega un momento en la vida en que descubres que la felicidad está en la renuncia. En ir despojándote de aquello que te sobra. A eso enseña el espejo, cuando refleja tu deterioro físico, y enseña también el mar. Cuando navegas, bajo la quilla asoma el abismo. Tú peleas con la caña y la vela frente a la adversidad, buscando el límite contra el abismo. El mar te enseña que hay poderes superiores que no conviene desafiar. Pero es que, además, yo nunca he sido valiente. De niño, nunca fui el jefe del grupo. Susurraba las ideas, pero no me atrevía a encabezarlas. Jamás me peleé con un niño. Quizá por eso siempre me han dicho que allá por donde paso nunca soy uno de los nuestros. Ese rechazo a entregarme a una causa, a un sistema, deriva de una independencia un tanto anárquica.

—Otros han cambiado mucho. Usted parece el mismo de siempre.

—¡Y el primero que se sorprende soy yo! A lo mejor es porque no creo en nada. Y al no creer en nada, creo en todo. Pienso igual que cuando tenía 18 años. Nunca he cambiado de bando, pero es porque nunca he tenido bando, lo cual facilita mucho las cosas. Solo soy un demócrata.

Están las obsesiones. Y están las tristezas. Su hijo Mauri dejó esta vida hace 342 noches. No había cumplido los 60. Alguien como Manuel Vicent, cuya escritura brilla por celebrar la vida, ¿cómo soporta esa tristeza

El escritor Manuel Vicent, en su casa en Madrid a principios de mayo. SAMUEL SÁNCHEZ


—Ahora estoy muy tocado. Lloro más. Por las tardes me pongo música. Canciones que me recuerdan otros tiempos. Y ahora me siento flojo frente a los recuerdos. A veces, incluso me excito buscando el placer morboso de comprobar hasta qué punto puedo resistir una canción sin llorar. Eso es porque uno está llegando al final del río y, en su desembocadura, las aguas dejan de ser turbulentas y describen curvas suaves. Pero me gusta que en esa desembocadura haya muchos pájaros, gaviotas, patos. Y de pronto, todo ese enredo psicológico se cura con la llamada de un amigo.

7

Uno de esos amigos es Joan Manuel Serrat.Él ha cantado el Mediterráneo; Vicent lo ha contado. Le planteo al cantante de Poble Sec qué Mediterráneo ha aprendido de Manuel Vicent. Serrat responde con un poema. Dice así:


El mar Mediterráneo de Vicent

desborda la paleta de Sorolla

y borracho de azahar en primavera

nos asalta y nos pega un revolcón.


Duerme la siesta, con moscas, a la

sombra,

mecido en el temblor de los obenques.

Por allí Ulises naufragó cien veces

y otras cien veces volvió a levantarse.


Lo han llamado de muchas maneras

quienes de mano en mano levantaron

ese país de espuma perezosa,

madre capaz de albergarles a todos:

el mar que inunda los ojos de Manuel,

el mar de mis mayores, el mar mío.

8

Antes de que saque una cerveza y unas papas, Manuel Vicent hablará de monos y hablará de basura.

Del mono dirá lo siguiente: que el hombre dejó de ser mono cuando se ensimismó; cuando, en vez de estar pendiente de los estímulos exteriores, se miró a sí mismo. En ese momento tuvo conciencia y memoria. En el mundo de hoy, dirá Manuel Vicent, estamos alterados por todo lo que viene de fuera. La aceleración y la alteración permanente, propia del simio en una jaula, son la cultura del presente. Como decía Schopenhauer, no es que el hombre venga del mono, es que vamos al mono. Y si bien lo miras, dirá Vicent, convertirse en mono tampoco está tan mal.

De la basura dirá lo siguiente: que de la conversación pública ha salido siempre la mejor filosofía. En torno a una mesa, o debajo de una higuera, o en las letrinas de Éfeso. Pero hablando. Y después de hablar, lo que quedaba en el aire era aquello que fermentaba. Lo que alimentaba a poetas, a científicos, a moralistas. En cambio hoy, lo que queda en el aire público es basura. Y la estamos respirando todo el tiempo. La vamos haciendo sangre de nuestra sangre.

“Nunca he cambiado de bando, pero es porque nunca he tenido bando. Solo soy un demócrata”

9

Manuel Vicent tiene otra casa de escritura: la editorial Alfaguara. Publica allí desde 1966, dos años después de su fundación. Hace unos meses, por el 60º aniversario de la editorial, Juan Cruz conversó con 42 autores del sello. El volumen no venal, Érase una vez Alfaguara, lo abría Vicent, el decano, autor de títulos importantes. Tranvía a la Malvarrosa: su gran hit, un viaje iniciático a la Valencia sensual de posguerra. Son de mar: una historia adictiva de náufragos y pasiones. Retrato de una mujer moderna: el redescubrimiento feminista de Concha Piquer. Aguirre, el magnífico: un lienzo del duque de Alba y su país. Ava en la noche:veladas evocadoras en el despertar tardofranquista. Y así, cuarenta y tantos libros más.

Le pregunta su antiguo editor cuál fue su mejor momento para escribir. Vicent responde que sucedió un día, en Ítaca, al pie de un olivo milenario.

—Allí saqué mi libretita y me dije: estoy en el mejor momento de mi vida y en el lugar más excelso de la historia de la literatura. Me dispuse a escribir… y no se me ocurrió nada.


10

Es el último minuto de nuestra charla. Sobre la mesa refulge la portada de Una historia particular, con un niño de sonrisa angelical. Tiene los ojos cerrados y escucha el murmullo del mar a través de una caracola.

—Allá al fondo veo a ese niño que iba a la escuela, sonando los lápices en la bolsa. Veo al maestro y el dictado, veo la posguerra y el padre autoritario. Veo la oscuridad, los curas, el miedo que te metían en la médula.

—¿Y qué le diría a aquel niño?

—Atrévete. Eso le diría: atrévete. Atrévete a ir al infierno.

Una historia particular. Manuel Vicent. Alfaguara, 2024. 208 páginas. 18,91 euros.


EL PAÍS 

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