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Hasta que Anna Politkóvskaia fue abatida en la escalera de su inmueble, el 7 de octubre de 2006, sólo las personas que se interesaban de cerca por las guerras de Chechenia conocían el nombre de esta periodista valiente, adversaria declarada de la política de Vladímir Putin. De la noche a la mañana, su cara triste y resuelta se convirtió en Occidente en un icono de la libertad de expresión. Yo acababa entonces de rodar un documental en una pequeña ciudad rusa, pasaba frecuentes temporadas en Rusia, y por eso, cuando saltó la noticia, una revista me propuso que tomase el primer avión a Moscú. Mi misión no era investigar el asesinato de Politkóvskaia, sino más bien recoger las declaraciones de personas que la habían conocido y amado. Así pues, pasé una semana en las oficinas de Nóvaia Gazeta , el periódico del que ella era la reportera estrella, pero también en las de las asociaciones de defensa de los derechos humanos y de los comités formados por madres de soldados muertos o mutilados en Chechenia. Las oficinas eran minúsculas, pobremente iluminadas y dotadas de ordenadores vetustos. Los activistas que me recibían allí eran también muchas veces personas de edad y su número era patéticamente exiguo. Es un círculo pequeño en el que todo el mundo se conoce y en donde no tardé en conocer a todo el mundo, y ese círculo pequeñísimo constituye prácticamente la única oposición democrática en Rusia.
Además de algunos amigos rusos, conozco en Moscú a otro círculo reducido, compuesto por expatriados franceses, periodistas u hombres de negocios, y cuando por la noche les contaba mis visitas del día sonreían con cierta conmiseración: los demócratas virtuosos de quienes les hablaba, esos militantes de los derechos humanos, eran sin duda personas respetables, pero la verdad era que a todo el mundo le importaba un bledo. Libraban un combate perdido de antemano en un país que se preocupa poco por las libertades formales, con tal de que cada cual tenga derecho a enriquecerse. Por otra parte, nada divertía o irritaba tanto, según el carácter de la persona, a mis amigos expatriados como la tesis extendida en la opinión pública francesa de que el asesinato de Politkóvskaia habría sido encargado por el FSB —la policía política que en tiempos de la Unión Soviética se llamaba KGB— y más o menos por el propio Putin.
—Espera —me dijo Pável, un universitario franco-ruso reciclado en los negocios—, ya no se puede seguir diciendo cualquier cosa. ¿Sabes lo que he leído, creo que en el Nouvel Obs ? Que es extraño que a Politkóvskaia se la carguen, como por casualidad, el día del cumpleaños de Putin. ¡Como por casualidad! ¿Te das cuenta del grado de gilipollez al que hay que llegar para escribir con todas las letras eso de como por casualidad ? ¿Te imaginas la escena? Reunión de crisis en el FSB. El jefe dice: chicos, habrá que devanarse los sesos. Pronto será el cumpleaños de Vladímir Vladímirovich, hay que encontrar un regalo que le guste. ¿Alguien tiene alguna idea? La gente se exprime el coco, una voz se alza: ¿y si le lleváramos la cabeza de Anna Politkóvskaia, esa mosca cojonera que no hace más que criticarle? Murmullos de aprobación entre los presentes. ¡Eso sí que es una buena idea! Manos a la obra, chicos, tenéis carta blanca. Perdona —dice Pável—, pero yo no me trago esa escena. Como mucho, en una recreación rusa de Gángster a la fuerza . Pero no en la realidad. La realidad es lo que ha dicho Putin y ha escandalizado tanto a las almas bellas de Occidente: el asesinato de Anna Politkóvskaia y el follón que se ha armado al respecto causan muchísimo más daño al Kremlin que los artículos que ella escribía en vida en un periódico que nadie leía.
Yo escuchaba a Pável y a sus amigos, en los hermosos apartamentos que la gente como ellos alquilan por un ojo de la cara en el centro de Moscú, defender al poder diciendo que, en primer lugar, las cosas podrían ir mil veces peor y, en segundo, que los rusos se conforman: ¿en nombre de qué leerles la cartilla? Pero escuchaba también a mujeres tristes y consumidas que a lo largo del día me contaban historias de secuestros perpetrados por la noche con coches sin matrícula, de soldados torturados no por el enemigo sino por sus superiores, y sobre todo de injusticias. Era esto lo que resurgía una y otra vez. Que la policía o el ejército estén corrompidos entra dentro de lo habitual. Que la vida humana tenga poco valor entra dentro de la tradición rusa. Pero lo que no soportaban ni las madres de los soldados ni las de los niños masacrados en la escuela de Beslán, en el Cáucaso, ni los parientes de las víctimas del Teatro Dubrovka, era la arrogancia y la brutalidad de los representantes del poder cuando simples ciudadanos se arriesgaban a pedirles cuentas, la convicción de que actuaban con impunidad.
Recuerden, fue en octubre de 2002. Todas las televisiones del mundo lo mostraron durante tres días. Terroristas chechenos habían tomado como rehenes a todo el público del teatro durante la representación de una comedia musical titulada Nord-Ost . Las fuerzas especiales, descartando toda negociación, resolvieron el problema lanzando gases que afectaron tanto a los rehenes como a sus captores, una firmeza por la que el presidente Putin les felicitó calurosamente. Se cuestiona el número de víctimas civiles, que gira en torno a ciento cincuenta, y a sus parientes les consideran cómplices de los terroristas cuando preguntan si no se podría haber intentado otra manera de solucionar el conflicto y de tratarles, tanto a ellos como a su congoja, con un poco menos de negligencia. Desde entonces se reúnen cada año para una ceremonia conmemorativa que la policía no se atreve a prohibir tajantemente, pero que vigila como si fuese una concentración sediciosa, que es, de hecho, en lo que se ha convertido.
Yo asistí a una de ellas. Diría que habíadoscientas o trescientas personas en la plaza delante del teatro, y a su alrededor otros tantos OMON, que son el equivalente ruso de nuestros CRS, [1] y similarmente equipados con cascos, escudos y pesadas porras. Empezó a llover. Se abrían paraguas por encima de las velas que, con sus pantallas de papel para proteger los dedos de la cera ardiente, me recordaron los oficios ortodoxos a los que me llevaban de niño en Pascua. Sustituían a los iconos unas pancartas con las fotos y los nombres de los muertos. Las personas que portaban las pancartas y las velas eran los huérfanos, los viudos y las viudas, los padres que habían perdido a un hijo, algo para lo cual, al igual que en francés, no existe una palabra en ruso. No había acudido ningún representante del Estado, como señaló con una cólera fría un representante de las familias que pronunció unas palabras: las únicas en toda la ceremonia. Nada de discursos, de consignas ni de cánticos. Se limitaron a permanecer de pie, en silencio, con la vela en la mano, o hablando bajo, en grupitos, entre las murallas de OMON que habían acordonado el perímetro. Al mirar alrededor reconocí varias caras: además de las familias enlutadas, estaba allí el mundillo en pleno de oponentes a los que yo entrevistaba desde hacía una semana, e intercambié con algunos de ellos gestos con la cabeza que indicaban una conveniente aflicción. En lo alto de los escalones, delante de las puertas cerradas del teatro, una silueta me pareció vagamente conocida, pero no conseguía identificarla. Era un hombre que llevaba un abrigo negro y sostenía una vela, como todos los demás, rodeado de varias personas con las que hablaba a media voz. En el centro de un corro, apartado del gentío, pero dominando y atrayendo las miradas, daba una impresión de importancia, y extrañamente pensé en el jefe de una banda de malhechores que asistiese protegido por su guardia al entierro de uno de sus hombres. Yo sólo veía tres cuartas partes de su perfil, y del cuello levantado de su abrigo asomaba una perilla. Una mujer que estaba a mi lado también se había fijado y le dijo a su vecina: «Ha venido Eduard, menos mal.» Él volvió la cabeza, como si la hubiese oído a pesar de la distancia. La llama de la vela ahondó sus facciones.
Reconocí a Limónov.
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