miércoles, 3 de marzo de 2021

Emmanuel Carrère / Limónov II

 


Emmanuel Carrère
Limónov

2
    ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en él? Le había conocido al principio de los años ochenta, cuando se afincó en París, con la aureola del éxito de su novela escandalosa, El poeta ruso prefiere a los negrazos . En ella relataba la vida miserable y espléndida que había llevado en Nueva York después de emigrar de la Unión Soviética. Trabajos a salto de mata, supervivencia día tras día en un hotel sórdido y a veces en la calle, polvos heteros y homosexuales, curdas, robos y peleas: podría hacer pensar, por la violencia y la furia, en la deriva urbana de Robert De Niro en Taxi Driver , y por el ímpetu vital en las novelas de Henry Miller, cuya piel coriácea y placidez de caníbal poseía Limónov. El libro no era poca cosa, y su autor no decepcionaba cuando le conocías. En aquel tiempo estábamos acostumbrados a que los disidentes soviéticos fuesen barbudos serios y mal vestidos, que vivían en pisitos llenos de libros y de iconos y se pasaban noches enteras hablando de la salvación del mundo a través de la ortodoxia; y te encontrabas delante a un tipo sexy, astuto, divertido, que tenía a la vez el aire de un marino de juerga y de estrella del rock. Estábamos en plena onda punk, el héroe que él reivindicaba era Johnny Rotten, el líder de los Sex Pistols, y no tenía empacho en calificar a Solzhenitsyn de viejo gilipollas. Era refrescante, aquella disidencia new wave , y, a su llegada, Limónov había sido el niño mimado del mundillo literario parisino, en el que yo, por mi parte, debutaba tímidamente. Limónov no era un autor de ficción, sólo sabía contar su vida, pero era una vida apasionante y la contaba bien, con un estilo sencillo y concreto, sin afectaciones literarias y con la energía de un Jack London ruso. Después de sus crónicas de la emigración publicó sus recuerdos de infancia en la barriada de Járkov, en Ucrania, luego los de sus días de delincuente juvenil, y después los de poeta de vanguardia en Moscú, bajo Brézhnev. Hablaba de esta época y de la Unión Soviética con una nostalgia socarrona, como de un paraíso para hooligans espabilados, y no era raro que al final de una cena, cuando todo el mundo estaba ebrio menos él, que tenía un aguante prodigioso para el alcohol, hiciera el elogio de Stalin, lo que atribuían a su gusto por la provocación. Te cruzabas con él en el Palace, luciendo una guerrera de oficial del Ejército Rojo. Escribía en L’Idiot international , el periódico de Jean-Édern Hallier, que no era blanquiazul ideológicamente, pero que reunía a personajes anticonformistas y brillantes. Le gustaba la trifulca, tenía un éxito increíble con las chicas. Su desenvoltura y su pasado de aventurero nos impresionaban a los jóvenes burgueses. Limónov era nuestro bárbaro, nuestro gamberro: le adorábamos.


    Las cosas empezaron a cobrar un cariz extraño cuando se desplomó el comunismo. Todo el mundo se alegró menos él, que no tenía el menor aire de bromear cuando reclamaba el pelotón de ejecución para Gorbachov. Empezó a desaparecer para hacer largos viajes a los Balcanes, donde se descubrió con horror que combatía al lado de las tropas serbias, que era como decir, a nuestro juicio, de los nazis o de los genocidas hutus. En un documental de la BBC le vimos ametrallar Sarajevo asediado bajo la mirada benevolente de Radovan Karadžić, cabecilla de los serbios de Bosnia y criminal de guerra reconocido. Después de estas hazañas, Limónov regresó a Moscú, donde creó un partido político que llevaba el prometedor nombre de Partido Nacional Bolchevique. A veces, algunos reportajes mostraban a jóvenes con el cráneo rapado, vestidos de negro, que desfilaban por las calles moscovitas haciendo un saludo a medias hitleriano (con el brazo en alto) y a medias comunista (con el puño cerrado) y berreaban lemas como «¡Stalin! ¡Beria! ¡Gulag!» (sobrentendido: «¡Que nos los devuelvan!»). Las banderas que ondeaban imitaban las del Tercer Reich, con la hoz y el martillo en lugar de la cruz gamada. Y el energúmeno con una gorra de béisbol que gesticulaba con el megáfono en la mano, a la cabeza de aquellas columnas, era el muchacho divertido y seductor del que todos, algunos años antes, estábamos tan orgullosos de ser sus amigos. Producía un efecto tan extraño como descubrir que un antiguo compañero del liceo se ha convertido en una figura del hampa o ha saltado por los aires durante un atentado terrorista. Vuelves a pensar en él, remueves recuerdos, tratas de imaginar el encadenamiento de circunstancias y los resortes íntimos que arrastraron su vida hasta tan lejos de la nuestra. En 2001 se supo que Limónov había sido detenido, juzgado y encarcelado por causas bastante oscuras en las que se hablaba de tráfico de armas y tentativa de golpe de Estado en Kazajstán. Decir que no nos atropellamos unos a otros en París para firmar la petición que reclamaba su excarcelación sería quedarse corto.

    Yo no sabía que había salido de la cárcel, y sobre todo me dejó estupefacto reencontrarle allí. Tenía un aspecto más intelectual, menos rockero que antaño, pero seguía poseyendo la misma aura, imperiosa, enérgica, palpable incluso a cien metros de distancia. Dudé de si ponerme en una cola de gente que, visiblemente emocionada por su presencia, se acercaba a saludarle con respeto. Pero hubo un momento en que mi mirada se cruzó con la suya y, como no pareció reconocerme y como tampoco sabía muy bien qué decirle, desistí.
    Turbado por este encuentro, volví al hotel y allí me aguardaba otra sorpresa. Al repasar una serie de artículos de Anna Politkóvskaia, descubrí que dos años antes había seguido el proceso de treinta y nueve militantes del Partido Nacional Bolchevique, acusados de haber invadido y destrozado la sede de la administración presidencial con gritos de «¡Fuera, Putin!». Por este delito les habían sentenciado a largas penas de cárcel y Politkóvskaia les defendía con voz alta y firme: eran jóvenes valientes, íntegros, los únicos o casi los únicos que inspiraban confianza en el futuro moral del país.
    Yo no salía de mi asombro. El caso me había parecido zanjado, inapelable: Limónov era un fascista horrible que dirigía a una milicia de skinheads . Ahora bien, resulta que una mujer unánimemente considerada una santa después de su muerte hablaba de él y de ellos como si fueran héroes del combate democrático en Rusia. La misma opinión tenía en Internet Elena Bónner. ¡Elena Bónner! La viuda de Andréi Sájarov, gran sabio, gran disidente, gran conciencia moral, premio Nobel de la Paz. A ella también le parecían muy bien los nasbols , como aprendí entonces que llaman en Rusia a los miembros del Partido Nacional Bolchevique. Ella decía que quizá tuvieran que pensar en cambiar el nombre de su partido, malsonante para algunos oídos: por lo demás, eran gente estupenda.
    Unos meses más tarde supe que se formaba, con el nombre de Drugaia Rossía, la otra Rusia, una coalición política compuesta por Gary Kaspárov, Mijaíl Kasiánov y Eduard Limónov: es decir, uno de los más grandes ajedrecistas de todos los tiempos, un ex primer ministro de Putin y un escritor al que no convenía frecuentar, según nuestros criterios: un curioso trío. A todas luces había cambiado algo, quizá no el propio Limónov sino el lugar que ocupaba en su país. Por eso, cuando Patrick de SaintExupéry, al que había conocido como corresponsal del Figaro en Moscú, me habló de una revista de reportajes cuyo lanzamiento preparaba y me preguntó si tendría un tema para el primer número, respondí sin pensarlo: Limónov. Patrick me miró con los ojos como platos: «Limónov es un malhechor.» Dije: «No lo sé, habría que ver.»
    —Bien —zanjó Patrick, sin pedir más explicaciones—, pues ve a ver.
    Me costó poco tiempo encontrar la pista, obtener su número de móvil a través de Sasha Ivánov, un editor de Moscú. Y en cuanto lo tuve tardé poco en marcarlo. Dudaba sobre el tono que debía adoptar, no sólo con él, sino con respecto a mí mismo: ¿yo era un viejo amigo o un investigador sospechoso? ¿Le hablaría en ruso o en francés? ¿Le tutearía o le trataría de usted? Me acuerdo de estas vacilaciones pero no, curiosamente, de la frase que pronuncié cuando él descolgó, en mi primer intento e incluso antes del segundo tono de llamada. Tuve que decir mi nombre y, sin el menor titubeo, respondió: «Ah, Emmanuel. ¿Qué tal?» Desprevenido, farfullé que bien: nos conocíamos poco, no nos habíamos visto durante quince años, esperaba tener que recordarle quién era yo. Al instante, él prosiguió:
    —Estuvo en la ceremonia en el Dubrovka, el año pasado, ¿no?
    Me quedé sin habla. Yo le había mirado largamente desde cien metros de distancia, pero nuestras miradas sólo coincidieron un instante y nada por su parte, ni una breve pausa ni un arqueo de cejas, había dado a entender que me había reconocido. Más tarde, una vez recuperado de mi estupefacción, pensé que Sasha Ivánov, nuestro amigo editor, podía haberle anunciado mi llamada, pero yo no le había dicho nada a Ivánov de mi presencia en el Teatro Dubrovka y el misterio, por tanto, subsistía intacto. Comprendí más adelante que no era un misterio, sino simplemente que Limónov tiene una memoria prodigiosa y un control de sí mismo no menos portentoso. Le dije que quería escribir un largo artículo sobre él y aceptó sin más que fuera a pasar dos semanas a su lado, «salvo», añadió, «si me meten en la cárcel».


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