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Dos jóvenes fornidos con el cráneo rapado, vestidos con vaqueros y cazadoras negras y calzados con botas militares, vienen a buscarme para conducirme hasta su jefe. Atravesamos Moscú en un Volga negro con los cristales ahumados y yo casi me esperaba que me vendasen los ojos, pero no, mis ángeles guardianes se contentan con inspeccionar rápidamente el patio del inmueble, luego el hueco de la escalera y por último el rellano que da acceso a un piso pequeño y oscuro, amueblado como una vivienda okupa, donde otros dos cabezas rapadas matan el tiempo fumando cigarrillos. Uno de ellos me informa de que Eduard tiene entre tres o cuatro domicilios en Moscú, los cambia lo más a menudo posible, se prohíbe los horarios regulares y no da nunca un paso sin sus guardaespaldas: militantes de su partido.
En el despacho espartano, con las cortinas corridas, donde al final me hacen entrar, Limónov está de pie, en vaqueros y suéter negros. Apretón de manos, nada de sonrisas. Al acecho. En París nos tuteábamos, pero él me ha tratado de «usted» por teléfono y adoptamos esta fórmula. No obstante la falta de práctica, habla francés mejor que yo ruso, así que optamos por el francés. En otro tiempo hacía flexiones y pesas una hora al día, y ha debido de continuar haciéndolo porque a los sesenta y cinco años sigue estando delgado: vientre plano, silueta de adolescente, piel lisa y mate de mongol, pero ahora usa un bigote y una perilla grises que le dan un poco el aire del D’Artagnan envejecido en Veinte años después , mucho el de un comisario bolchevique y en particular el aspecto de Trotski, con la salvedad de que Trotski, que yo sepa, no hacía body building.
En el avión he releído uno de sus mejores libros, Diario de un fracasado , cuyo tenor anuncia la contracubierta: «Si Charles Manson o Lee Harvey Oswald hubieran escrito un diario, se habría parecido a esto.» Copié algunos pasajes en mi libreta. Éste, por ejemplo: «Sueño con una insurrección violenta. Nunca seré Nabokov, no correré nunca detrás de las mariposas por las praderas suizas, con piernas anglófonas y velludas. Que me den un millón y compraré armas y provocaré una sublevación en cualquier país.» Era el guión que se contaba a sí mismo a los treinta años, emigrante sin un centavo lanzado a la calle de Nueva York, y treinta años más tarde la película se realiza. En ella interpreta el papel que soñaba: el revolucionario profesional, el técnico de la guerrilla urbana, Lenin en su vagón blindado.
Se lo dije. Se echa a reír, con una risita seca y nada afable, expulsando el aire por las narinas. «Es cierto», reconoce. «En la vida he llevado a cabo mi programa.» Pero puntualiza: no es el momento de un levantamiento armado. Ya no sueña con una insurrección violenta, sino más bien con una revolución naranja como la que acaba de producirse en Ucrania. Una revolución pacífica, democrática, que según él el Kremlin teme por encima de todo y que está dispuesto a aplastar por todos los medios. Por eso lleva esta vida de hombre acosado. Hace unos años le molieron a palos con unos bates de béisbol. Y muy recientemente escapó por poco a un atentado. Su nombre encabeza las listas de «enemigos de Rusia», es decir, de hombres a los que debe abatirse, y a los que instancias cercanas al poder señalan como víctimas de la venganza del pueblo, facilitando su dirección y número de teléfono. Los otros que figuraban en estas listas eran Politkóvskaia, asesinada con una escopeta; el ex oficial del FSB Litvinienko, envenenado con polonio tras haber denunciado la evolución criminal de este organismo; el multimillonario Jodorkovski, actualmente encarcelado en Siberia por haber querido inmiscuirse en política. Y el siguiente es él, Limónov.
Al día siguiente da una conferencia de prensa con Kaspárov. Reconozco en la sala a la mayoría de los militantes que he conocido mientras realizaba mi reportaje sobre Politkóvskaia, pero también hay bastantes periodistas, sobre todo extranjeros. Algunos parecen muy excitados, como este equipo sueco que no hace una filmación corta, sino un documental entero, tres meses de rodaje, sobre lo que esperan que sea la irresistible ascensión del movimiento Drugaia Rossía . Estos suecos tienen aspecto de creerlo a pies juntillas, y piensan vender su película muy cara cuando Kaspárov y Limónov hayan llegado al poder.
De constitución fornida, sonrisa cálida, bella cabeza de judío armenio: el antiguo campeón de ajedrez, cuando los dos suben a la tribuna, impone más que Limónov, que con su perilla y sus gafas parece interpretar el papel del estratega de sangre fría, a la sombra del líder natural. Por otra parte, es Kaspárov el que ataca resueltamente y explica por qué las elecciones presidenciales, que deben celebrarse al año siguiente —en 2008— son una ocasión histórica. Putin concluye su segundo mandato, la Constitución le prohíbe presentarse a un tercero y lo ha vitrificado todo de tal manera a su alrededor que no surge ningún candidato desde el bando del poder. Por primera vez en la historia de Rusia, una oposición democrática tiene una oportunidad. Los medios de comunicación están amordazados, no se sabe hasta qué punto los rusos están hartos de los oligarcas, la corrupción, la omnipotencia del FSB, pero Kaspárov sí lo sabe. Es elocuente, habla con una voz de violonchelo, y empiezo a pensar que quizá los suecos tengan razón. Quiero creer que asisto a un suceso extraordinario, algo parecido a los comienzos de Solidarność. En eso mi vecino, un periodista inglés, se ríe con sarcasmo y me sopla, al mismo tiempo que un aliento cargado de ginebra: « Bullshit . Los rusos adoran a Putin y no comprenden que una Constitución gilipollas les prohíba elegir tres veces seguidas a un presidente tan bueno. Pero no olvide una cosa: lo que la Constitución prohíbe son tres mandatos seguidos. No saltarse un turno, con un hombre de paja que caliente la poltrona, y regresar después. Ya verá.»
Este aparte enfría mi exaltación. De golpe, la verdad vuelve al bando de los realistas, de la gente que sabe y no se deja engañar, de mi sutil amigo Pável, según el cual esta historia de oposición democrática en Rusia es como querer enrocarse en el juego de damas: un truco no previsto por las reglas del juego, que no ha funcionado ni funcionará nunca. Kaspárov, a quien un instante antes yo estaba dispuesto a considerar un Wałęsa ruso, se convierte en una especie de François Bayrou. Su discurso me parece ahora enfático, prolijo, y mi vecino y yo empezamos a desarrollar una complicidad de malos estudiantes que intercambian imágenes obscenas en el fondo de la clase. Le enseño un libro de Limónov que acabo de comprar. No traducido en ninguna parte, salvo en Serbia, se titula Anatomía del héroe y contiene un cuadernillo de fotos tremendas donde se ve al héroe en cuestión, Limónov himself , desfilar con uniforme de camuflaje al lado del miliciano serbio Arkan, en compañía de Jean-Marie Le Pen, del populista ruso Zhirinovski, del mercenario Bob Denard y de algunos humanistas más. « Fucking fascist …», comenta el periodista inglés.
Los dos levantamos la vista hacia Limónov. Un poco en segundo plano junto a Kaspárov, escucha sus quejas por las persecuciones del poder sin una expresión de que espere lo que esperan en un mitin todos los hombres políticos: que el orador se calle para tomar la palabra en su lugar. Permanece en su sitio, sentado, atento, tan derecho y tranquilo como un monje zen meditando. La voz cálida de Kaspárov no es ya más que un zumbido periférico: lo que yo escruto ahora es el rostro indescifrable de Limónov, y cuanto más lo escudriño más consciente soy de que no tengo la menor idea de lo que piensa. ¿Cree de verdad en esta revolución naranja? ¿Le divierte, a este outlaw , a este perro rabioso, jugar al demócrata virtuoso en medio de los antiguos disidentes y estos militantes de los derechos humanos a los que ha tachado de ingenuos durante toda su vida? ¿Goza en secreto de saberse el lobo que se ha colado dentro del redil?
Encuentro en mi libreta otro pasaje de Diario de un fracasado : «Tomé el partido del mal: hojas de col, octavillas ciclostiladas, partidos que no tienen ninguna posibilidad. Me gustan los mítines políticos que sólo congregan a un puñado de personas y la disonancia de los músicos incompetentes. Y odio las orquestas sinfónicas. Si algún día tuviese el poder degollaría a todos los violinistas y violonchelistas.» Se lo habría traducido al periodista inglés, pero no hizo falta, debió de pensar lo mismo en el mismo momento porque se inclina hacia mí y me dice, esta vez sin bromear en absoluto: «Sus compañeros deberían desconfiar. Si por casualidad llegase al poder, lo primero que haría sería fusilarlos a todos.»
Aunque no tenga ningún valor estadístico, diré que en el curso de este reportaje hablé de Limónov con más de treinta personas, tanto con los desconocidos en cuyo coche me desplazaba, porque todo el mundo en Moscú hace de taxista ilegal, como con amigos que pertenecían a lo que con muchas precauciones podríamos llamar bobos [2] rusos: artistas, periodistas, editores, que compran los muebles en Ikea y leen la edición rusa de Elle . Personas todas ellas nada exaltadas, y sin embargo ninguna me habló mal de él. Ninguna pronunció la palabra fascismo , y cuando yo decía: «De todos modos, esas banderas, esos lemas…», se encogían de hombros y me miraban como a un mojigato. Era como si hubiese ido a entrevistar a la vez a Houellebecq, Lou Reed y Cohn-Bendit: ¡dos semanas con Limónov, qué suerte tienes! Esto no quiere decir que todas estas personas razonables estuviesen dispuestas a votar por él, como tampoco los franceses, me figuro, si se les presentara la ocasión votarían por Houellebecq. Pero aman a su personaje vitriólico, admiran su talento y su audacia, y los periódicos, que sin cesar hablan de él, lo saben. En suma, es una estrella.
Le acompaño a la velada de la radio Eco de Moscú , que es uno de los acontecimientos mundanos de la temporada. Acude con sus gorilas, pero también con su nueva mujer, Ekaterina Vólkova, una joven actriz que se hizo famosa por un folletín televisado. En medio de la flor y nata político-mediática que se aglomera en este acto, la pareja parece conocer a todo el mundo, a nadie fotografían y festejan más que a ellos. Me gustaría mucho que Limónov me propusiera que les acompañara después a cenar, pero no lo hace. Tampoco me invita al piso donde Ekaterina vive con su bebé, porque esta noche me entero de que tienen un hijo de ocho meses. Lástima: me habría gustado ver el lugar donde descansa el guerrero, entre dos escondrijos. Me habría gustado sorprenderle en el papel, inesperado para él, de padre de familia. Me habría gustado sobre todo conocer mejor a Ekaterina, que es encantadora y muestra ese tipo de amabilidad que yo creía herencia de las actrices norteamericanas: se ríen mucho, se maravillan de todo lo que les dices y te dejan plantado cuando pasa alguien más importante. No obstante, tengo tiempo de charlar cinco minutos con ella delante del bufé, y bastan para que me cuente con una frescura ingenua que antes de conocer a Eduard no se interesaba por la política, pero que ahora ha comprendido: Rusia es un estado totalitario, hay que luchar por la libertad, participar en las marchas de los disconformes, lo que ella parece hacer con tanta seriedad como sus seminarios de yoga. Al día siguiente leo una entrevista con Ekaterina en una revista femenina en la que da recetas de belleza y posa tiernamente enlazada con el célebre opositor, su marido. Lo que me deja atónito es que, interrogada sobre política, repite exactamente lo que me ha dicho a mí, atacando a Putin con tan pocas precauciones como una actriz de mi país comprometida con los sin papeles puede criticar a Sarkozy. Trato de imaginar lo que habría sucedido bajo Stalin o incluso bajo Brézhnev en la hipótesis de todas formas inverosímil de que hubieran podido publicarse unas declaraciones semejantes, y me digo que el totalitarismo de Putin, sí, vale, pero hay cosas peores.
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