martes, 24 de diciembre de 2019

Juan José Saer / El abuelo


Juan José Saer

Juan José Saer

El abuelo


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Cuando lo mataron, el padre [de Nula] tenía treinta y ocho años, unas entradas pronunciadas en la frente y, aunque veteado de un gris prematuro por las vicisitudes, un bigote copioso, como estaba de moda en los años setenta, tal vez para sugerir la virilidad adicional que suponía la opción política de sus portadores. Y aunque el soplo terrible de esa década lo había aventado como a una hoja seca, era a finales de los cincuenta, en su juventud, cuando su personalidad, o como quiera llamársela, había cristalizado, y en ella, al principio, la política ocupaba sin duda un lugar secundario. Había ido a estudiar arquitectura a Rosario pero, igual que años más tarde su hijo menor, que en su momento no reparó en la simetría, cambió la medicina por la filosofía, él se había pasado a Ciencias Económicas, de donde fue declinando hacia el periodismo. En 1960 se casó con la India, cuatro meses antes del nacimiento de Chade -la India tenía diecinueve año- y se instalaron en la ciudad. Como había hecho el bachillerato en la Escuela comercial, empezó a trabajar en un banco, pero al cabo de un año y medio dejó de ir, diciendo que le daba asco manipular billetes. Nadie, empezando por él mismo, se daba cuenta de que estaba atravesando una depresión nerviosa. Nula acababa de nacer; como había cuatro bocas que alimentar, la India comprendió que había llegado para ella el momento de, como dicen, tomar cartas en el asunto. Empezó a trabajar en la librería jurídica de un amigo de su padre, en un local enfrente de los Tribunales: al poco tiempo, el dueño ya no venía más, ni siquiera a hacer la caja al final del día. Le gustaban más las bochas que el comercio y era presidente del club El bochín de oro en Santo Tomé, por eso terminó por asociar a la India a la firma, de modo que cuando se retiró, ella no tuvo casi poner nada para convertirse en la única propietaria. Ya antes de la jubilación de su socio, había obtenido del Consejo Universitario la autorización para instalar la sucursal, una especie de cabaña de madera abarrotada de libros jurídicos, en el patio de la Facultad de derecho: se me prendió la lamparita y les metí el caballo en Troya, metaforizada con frecuencia y con bastante satisfacción. Yusef, su suegro, la había ayudado para la compra de la librería. Sin decírselo a nadie, pensaba que de las responsabilidades que, desde su punto de vista, para nada semejante al de la India por otra parte, su hijo varón no parecía dispuesto a asumir, le correspondía a él hacerse cargo. Sus dos hijas, que vivían en el pueblo (la menor ya estaba casada, pero la más grande, que nunca se casaría, seguiría viviendo con él en la casa paterna), solícitas, lo consolaban. Pero era inútil: el varón sería el problema de su vejez, y aunque lo sobreviviría unos años, fue el rumiar sin descanso las incomprensibles vida y muerte de su hijo lo que lo llevó a la tumba. Sus nietos lo adoraban.
Había llegado desde Damasco al final de los años veinte, para trabajar como empleado en el negocio de un tío suyo, en plena llanura, no lejos de Rosario, a orillas del Carcarañá. Todavía no había cumplido dieciséis años; unos meses después de llegar, una tarde, el tío lo llamó al fondo del patio y, bajando la voz y mirando a su alrededor para asegurarse de que no había nadie, sacó una taba del bolsillo, explicándole que esa noche iba a haber una partida, y que él iba a tirar a propósito la taba hacia el fondo del patio, en la oscuridad, y que lo iba a mandar a buscarla, de modo que lo único que tenía que hacer era cambiar las tabas y traerle no la que él había tirado al fondo del patio, sino esa que le estaba mostrando y que acababa de sacar del bolsillo del pantalón. Pero Yusef, que sin embargo quería de verdad a su tío y le debía todo, se había negado, diciéndole que no era por miedo, pero que, aunque le hubiese gustado mucho complacerlo, él no podía hacer una cosa semejante. El tío pareció comprender sus razones y le dijo que no se preocupara. Yusef calculó que esa noche debió pasar algo con las dos tabas, porque a su tío le pegaron once tiros: no lo mataron -vivió hasta los noventa y tres años con dos balas en el cuerpo que nunca le pudieron sacar, y murió de golpe una tarde durante una partida de tute- aunque por prudencia tuvo que dejar el pueblo para instalarse en Rosario, que era la capital de la mafia en aquella época. Los criollos impulsivos que sacaban el cuchillo con cualquier pretexto o empezaban a los tiros por un simple cambio de tabas no coincidían, en lo que a estilo se refiere, con la discreción proverbial de la hermandad siciliana. [...]
De chicos, Nula y su hermano pasaban siempre las vacaciones en el pueblo. Cada uno tenía un caballo, igual que sus primos, a los que sin embargo el abuelo, tal vez porque habían nacido un poco después y no llevaban su apellido sino el apellido italiano de su yerno, o tal vez porque Chade y Nula eran un vínculo con el hijo que había perdido desde mucho antes de que la muerte, definitiva, lo arrebatara, parecía querer un poco menos. O tal vez los dos hermanos que venían de la ciudad tendían a imaginárselo así deseando que fuese de veras, desde que tenían memoria, de la época en que esa impresión de abrigo, hecha a la vez de afecto y de rudeza, se mezclaba con el recuerdo de las primeras sensaciones de la llanura. Sensaciones táctiles por ejemplo: el contacto caliente y palpitante contra el cuerpo del caballo sudoroso; la frescura súbita, en las tardes de verano; al entrar en algún rincón de sombra del patio inmenso; la tensión resbaladiza de las ranas vivas que trataban de zafar de la mano que las aferraba; el agua tibia de la laguna y el contacto de las presencias confusas -animales o vegetales, no se sabía bien?que los rozaban entre el fondo y la superficie; los pies desnudos que se hundían en el polvo de la calle, cuando, en las noches calurosas, volvían de algún baile con los zapatos en la mano; el ardor súbito en las pantorrillas en el momento en que, cruzando algún campito, se enredaban en una mata de ortigas; la piel aterciopelada de los duraznos todavía verdes o la sensación pegajosa que dejaba en las manos la leche de las higueras. [...]
El abuelo era uno de esos "turcos" acriollados que, cuando se vestía como la gente de campo o cuando andaba a caballo, si no abría la boca, con su pelo negro y lacio, su bigotito bien recortado y su piel oscurecida por la vida al aire libre, los que no lo conocían lo tomaban por un gaucho, peón de campo de la zona o uno de esos santiagueños que, en los años treinta y cuarenta venían en masa a los pueblos de la llanura para la cosecha de maíz. E incluso cuando hablaba no tenía demasiado acento extranjero: había aprendido bien el castellano, excepción hecha de cuatro o cinco obstáculos, para los cuales tal vez sus órganos vocales no estaban entrenados, y que delataban sus orígenes. Era yrigoyenista, anticonservador y antiperonista acérrimo (era el término que empleaba), y sabía contar que, cuando el golpe del treinta, un gaucho borracho había entrado a caballo en el negocio, y él había sacado el revólver del cajón del mostrador y descolgado el rebenque de la estantería, y lo había hecho recular a rebencazos hasta el medio de la calle. Y sin embargo, leía LA NACION y La Capital y recibía todos los meses las Selecciones del Reader´s Digest. Se vestía de tres maneras distintas para ejercer sus tres ocupaciones principales; el trabajo en el campo donde tenía algunas vacas, el negocio de ramos generales, en el que vendía desde yerba hasta heladeras y, en otras épocas, hasta automóviles, y desde luego ropa, tela, pintura y lo que fuese, y por último, para sus viajes a Rosario, por negocios, asuntos de familia, o acontecimientos sociales como casamientos, bautismos, velorios o fiestas de la colectividad en el club Sirio-Libanés. En los años sesenta, tenía una camioneta que usaba en el campo y en el pueblo y un coche nuevo para viajes más largos. A Nula le pareció oír, sin entender bien porque todavía era demasiado chico, y sus padres se limitaban a hacer alusiones sobre el asunto, que, después de enviudar, había entrado en relaciones con una amante misteriosa en Rosario. Laila y María, las dos hijas, no hubiesen tolerado que exhibiese una conducta semejante en el pueblo. Cuando Nula fue más grande, la India le contó que su padre se lo había cruzado una vez en Rosario, y que el abuelo Yusef, que estaba acompañado por su amante, había fingido no verlo, pero que de todos modos para esa época las relaciones entre el padre y el hijo ya se habían echado a perder. En materia de religión, el abuelo se declaraba con vehemencia católico apostólico romano, que era tal vez una manera implícita de subrayar su superioridad no ante los judíos, a los que parecía ignorar, aunque cuando jugaba al truco siempre formaba pareja con el farmacéutico, Feldman, que lo era, ni ante los musulmanes, a los que detestaba, sino más bien respecto de los maronitas y de los ortodoxos, que le parecían más caprichosos que verdaderos disidentes, porque pudiendo acogerse a la Iglesia de Roma como él, preferían optar por esas variaciones extravagantes. Iba a misa todos los domingos, y comulgaba de tanto en tanto; y si el cura mandaba a comprarle alguna cosita para él o para los pobres del pueblo no le cobraba, pero no veía con buenos ojos que jugara a las cartas los sábados a la noche y se abstenía de frecuentar esas partidas para no cruzarse con él.
Al hijo lo habían traído a enterrar en el pueblo, cerca de la madre y de un hermano mayor que él, que había vivido apenas un par de semanas y que, como se acostumbraba entonces, llevaba su mismo nombre. Al principio, la India había estado en desacuerdo, porque tenía la intención de cremarlo y de dispersar sus cenizas, pero después pensó que era mejor que se lo dejara cerca al padre, para ver si la proximidad, por encima de la inconmensurable separación, los reconciliaba. A ella le quedaba, como les diría tantas veces a sus hijos en su idioma colorido, el picnic maravilloso antes de la tormenta. Cuando lo mataron en una pizzería de Boulogne, cerca de la ruta panamericana, la India pasó por el pueblo para dejar a los chicos y siguió en auto con el abuelo hasta Buenos Aires, La policía los interrogó un día entero antes de devolverles el cadáver, y al final del interrogario un sumariante les leyó la parte del sumario en la que se referían los hechos: al parecer tenía una cita a las nueve de la noche, pero llegó un rato antes y se cambió dos veces de mesa. A las nueve menos diez, un coche con tres hombres adentro, según los testigos, estacionó delante de la puerta; el que venía sentado al lado del chofer salió y se paró en la vereda, apoyándose contra la puerta abierta del auto que seguía con el motor en marcha. Según el mozo de la pizzería, él también se había parado al verlos, metiendo la mano entre las solapas del sobretodo cruzado para ir preparando el arma, sin perderlos de vista, pero el que tiró ya estaba desde hacía rato en la pizzería, tomando una cerveza, en una mesa que estaba detrás de la de él, simulando mirar un programa deportivo en la televisión esperando que llegara el coche que debía evacuarlo después de la ejecución, de modo que le pegó cuatro tiros por la espalda, lo remató cuando estaba en el suelo, según el mozo de la pizzería, salió corriendo y entró en el asiento trasero del auto donde alguien ya le había abierto la puerta desde el interior [...]

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