lunes, 9 de diciembre de 2019

Rafael Chirbes / Sin historia no hay novela

Rafael Chirbes
Ilustración de T.A.

Rafael Chirbes
Sin historia no hay novela

Julio José Ordavás
Revista Turia
   Hace un calor criminal en Valencia, tanto como en las primeras páginas de Crematorio, cuando Rubén Bertomeu recorre Misent bendiciendo los chorros de aire acondicionado que caen sobre los vivos y sobre los muertos. Hemos quedado en el hostal Venecia, junto al Ayuntamiento. Rafael Chirbes lleva pantalones negros, una camisa blanca de manga corta y sandalias. Primero se quitó el bigote, luego las copas y después el tabaco. Sus amigos le dicen que está más joven, pero él se siente igual de viejo. Buscamos una cafetería  con refrigeración. Muchas están cerradas. Es domingo y es verano, y los domingos de verano los valencianos huyen de su ciudad, dejándola para los turistas. Cansados de dar vueltas, nos sentamos en una terraza cualquiera.
   – ¿Sueles alojarte en el mismo hostal cuando pasas por Valencia?
   – Antes me alojaba en uno que había enfrente, el hostal Londres, hasta que lo cerraron. Está al lado de la estación y yo me muevo en tren.
   – ¿No conduces?
   – Cada vez menos. Me mareo y me obsesiono pensando que voy a quedarme paralizado mientras conduzco, así que dejo el coche a cincuenta kilómetros y me subo al tren.
   – ¿Recuerdas algunas habitaciones de hotel particularmente infectas?
   – En Indonesia, en Marruecos, en México, yo qué sé. En Madrid me hospedaba en uno que había al lado de la Puerta de Toledo porque yo antes vivía por allí y así me tomaba las copas en mi barrio, con los amigos, como si estuviera en casa. Mi ideal de vida sería vivir en un hotel donde no me faltaran los libros y donde no dieran mal de comer.
   – En uno de tus artículos, recogido en Mediterráneos, contabas que te sentiste por primera vez valenciano cuando, lejos de aquí, leíste una descripción de los productos del Mercado Central de Valencia que hacía Blasco Ibáñez en una de sus novelas.
   – Sí, en Arroz y tartana. Con siete u ocho años me mandaron a Ávila y, claro, aquello era otro mundo. Yo era de un pueblo de huerta y era muy liberal, en mi vida cotidiana el sexo y todas esas cosas eran muy comunes. En el cine, por ejemplo, los niños veíamos todas las películas, no había películas para mayores y para menores. Y de repente me vi en una ciudad como Ávila, llena de curas y monjas, donde la única diversión eran las procesiones, una cosa sombría, siniestra, tanto que en el colegio creías que el único que tenías sexo eras tú. Salí un día de Reyes por la tarde y llegué por la mañana a Madrid y entre Madrid y Ávila todo estaba seco, pedregoso y nevado. Aquí ahora da pena, porque a cuarenta kilómetros de Valencia empiezan las naves industriales y los basureros, pero entonces los maizales llegaban al pie de la estación. Yo recuerdo que en mi pueblo, en fiestas, hacían varietés, y a las vedettes se les caían los sujetadores. Eso en Castilla, donde vestían de negro y llevaban camisas moradas de penitentes, era impensable.
   – En algunas de tus novelas se refleja ese contraste tremendo entre la España del interior y la España mediterránea.
   – Había una España mediterránea y una España mesetaria. Una eran verduras frescas y la otra legumbres secas y pescados ceciales. Todo era duro, seco, rugoso y amojamado, como el dedo de Santa Teresa, que parece un puro descascarillado. En Tavernes, mi pueblo, a misa iban las beatas. Pero mi abuela, cuando fui a Ávila, me decía, como vuelvas vestido de cura te mato. Tampoco mi madre era beata. Decía que tenía muchas cosas que hacer los domingos como para ir a misa. Eso sí, cuando pasaba por Valencia no se olvidaba de ponerle una vela a la Virgen de los Desamparados para que a su niño no le pasara nada, lo que no tenía nada que ver con la religión. De alguna manera, también se identificaban un poco beata y puta. Tanta beatería, siempre alrededor del cura, daba mal que pensar. Yo me acuerdo de oír al cura del pueblo decir que en Tavernes iba a misa el catorce por ciento de la población, mientras que en Castilla iba el ochenta por ciento. Aquí el clero ha ocupado espacios en los últimos años, y en eso se nota el gobierno de la derecha. Lo de ahora es más boberío social y pijerío.
   – ¿Te sientes identificado con el carácter valenciano?
   –Soy apátrida. Yo me he criado en Castilla y los castellanos me parecen ceciales y los valencianos descarados, y ni me gustan unos ni me gustan los otros, y como yo tampoco me gusto, pues no tengo un modelo claro que establecer. Eso se nota también en la escritura. Eso de la escritura mediterránea es un tópico autoalimentado, yo creo que de los ochenta, de la Transición, cuando se establecen las autonomías y esto es la Valencia feliz, prepepera. Incluso Blasco Ibáñez, que tiene el ciclo de novelas valencianas y que es autor de algunas novelas extraordinarias y de otras pestíferas, su modelo literario no es mediterráneo, es más bien camaleónico, se adapta mucho a lo que escribe. Cuando escribe El intruso, que trata del País Vasco, no escribe mediterráneamente, digamos. Eso del olor a azahar es falso. Esta ciudad en verano huele a albañal que tumba, como todas las ciudades a orillas del mar en las que circula poco el agua. Y cuando escribe La bodega o La horda de Madrid… El lenguaje de La horda está más cerca de Zola que de cualquier concepto.

“Escribir en castellano me ha librado de la maleta sentimental”
– ¿Te has sentido cercano a algunos escritores valencianos?
– De Azorín me siento cercano en algunas cosas y en otras muy distante. Me pasó lo mismo con Miró. Hay cosas suyas que me gustan mucho, esa densidad de la prosa, pero otras me castañetean, me suenan a castañuelas. Pero eso es una tontería. Hace poco volví a leerme El Criticón, después de haberlo leído hace treinta o treinta y cinco años, y descubrí con gozo, con satisfacción, que el punto de vista está muy cerca de En la orilla, cómo trabaja el lenguaje cotidiano desviándolo a un punto para convertirlo en algo que no es una caricatura ni es una reproducción. Más que con cualquier escritor valenciano, me siento identificado con Dos Passos o con Gracián. ¿Y eso es que tengo yo algo de neoyorquino o de aragonés? No, te gustan porque se identifican con tu visión del mundo y tu visión de la literatura y te la sopla lo que ha escrito el de la esquina. Además, hay una cosa que creo que es buena. Yo soy valencianoparlante de nacimiento y soy, en cambio, analfabeto en valenciano, y entonces cuando he contado esto lo he contado en castellano y eso es muy bueno, porque te crea una distancia con respecto al objeto y te evita el tonterío de la cuna, la mare y la mare que m' ha parit y el meu poble. Me fastidia, porque me hubiera gustado aprender a escribir en valenciano, pero, como dijo el Caudillo cuando mataron a Carrero, no hay mal que por bien no venga. Escribir en castellano me ha librado de la maleta sentimental, a favor o en contra, porque también se puede decir em cague en la mare que m'ha parit, y eso a mí me parece que ha sido bueno.

“Hay palabras que no existen pero que, misteriosamente, son precisas”
   Suenan campanas, como en las páginas de Azorín, aunque con menos gravedad y melancolía.
   – ¿De dónde son?
   – De San Esteban. Ahí creo que se casaron las hijas del Cid. Será algún bautizo o alguna boda. En esa iglesia bautizan mucho porque creo que fue en ella donde bautizaron a san Vicente Ferrer, que es como si hubieran bautizado a Agustina de Aragón, para entendernos. Aunque san Vicente era más malo que Agustina. Pero tenía unas prosas cojonudas, con un lenguaje muy vivo, muy popular: ¡ay, ateos, las niñas, ya de pequeñitas andáis vistiéndolas como putas y luego os extraña que de mayores hagan lo que hacen! En Valencia casi todas las parroquias antiguas, las diez o doce que hay, son antiguas mezquitas. Primero fueron mezquitas, luego iglesias góticas y después les metieron un caparazón barroco. Esto del arte son modas. ¡Ay, qué pureza la del románico o la del gótico! Yo me he vuelto muy relativista en esto. Todo me parece bien porque todo es mentira.
 – ¿Con qué escritores del 98 te llevas mejor?
 – Azorín me gusta cuando se retiene. Machado es maravilloso. Barojiano no soy mucho, soy más galdosiano. Unamuno me gustaba de joven, pero de mayor… Me he vuelto a leer La agonía del cristianismo y es descabellada.
 – ¿Y Valle Inclán?
- Valle me gusta mucho. Tirano BanderasLuces de Bohemia… Todo. Esa plasticidad que tiene para inventarse el lenguaje, para ser descabellado en el lenguaje y al mismo tiempo de una precisión rara porque hay palabras que no existen pero que, misteriosamente,  son precisas. Y luego Blasco Ibáñez, que tiene unas cuantas novelas muy buenas, pero le ha pasado lo que a Sender, enterrado en su propia ganga. Sender tiene unas cuantas novelas maravillosas, pero como hizo tanta morralla es muy fácil descalificarlo. Y como además no es un escritor cómodo, pues se descalifica. Y con Blasco Ibáñez ha pasado igual. La universidad española tiene un tufillo entre orteguiano y clerical que, por mucho que vayan de progres los profesores, sigue estando ahí, y les molestan personajes como Sender y Blasco Ibáñez, que no es elitista y que además tiene rasgos populistas, y en la universidad esos rasgos desagradan mucho.
 – ¿Y Clarín y Galdós?
 - Yo creo que es mejor escritor, en el sentido de más esteticista, Clarín. Pero Galdós es muchísimo mejor novelista que Clarín. Galdós tiene una finura sicológico-social, donde va todo en el mismo lote, mientras que Clarín es más brillante pero más volátil. Lees La Regenta y dices, qué escritura, pero sin embargo luego lo miras y la descripción de Ana Ozores tiene toquecitos como sicalípticos, de casino, y eso en Galdós no está. Galdós, bajo una apariencia más norme, que dirían los franceses, tiene por ejemplo un erotismo que es una bestialidad. Yo creo que es el más grande a distancia. 
   – Una de las diversiones nacionales, sin embargo, es escupir sobre la tumba de Galdós.
   – Son las élites, el tonterío este, y además no lo han leído. Es el orteguismo clericaloide. Galdós no les ofrece élite, se descojona de ella. Y como a los que van de modernos no les gusta su opción social ni su opción religiosa, que es política, entonces es muy fácil omitirlo descalificándolo. Descalificándolo además con todo aquello contra lo que él luchó. Tachan a Galdós de castizo cuando Galdós es la lucha contra el casticismo por todos los medios. Es la arbitrariedad absoluta. Yo sé que sería bastante más idiota si no hubiera leído los Episodios Nacionales. Me los volví a leer hace tres años para un prólogo que me encargaron y dices, dios mío, cómo puede ser esto verdad, cómo puede escribir alguien tan bien, contar las cosas tan bien contadas, que esté todo, que esté hoy y que esté entonces. Esa es la literatura buena, la que te está contando su tiempo y a la vez lo que está pasando hoy. Eso sí que es memoria histórica, y de primera línea.
   – Me da la sensación de que Mediterráneos es tanto un libro de viajes como un libro de memorias.
   – A mí me gusta mucho la historia y la geografía y me ha gustado mucho recorrer ciudades y Mediterráneos es un poco la biografía de mi relación con el medio y con lo que ha sido parte de mi formación.
   – Hace unos años que vives en Beniarbeig, en la provincia de Alicante, donde has escrito Los viejos amigosCrematorio y En la orilla. ¿Qué te llevó allí?
   – Mi hermana vive en Denia, que está a once kilómetros, y para mí el Mediterráneo es Denia, donde yo iba de pequeño. Allí mi abuelo tenía una casita, donde vivía mi familia paterna. Mi abuelo era cestero y procedía de Valencia. Para levantar el Mercado Central echaron abajo varias manzanas y tiraron la cestería que él tenía. Entonces se fue a vivir a Algemesí. De Algemesí son la mayoría de los Chirgues, con g. Como la casa en la que vivía en Algemesí, que sería de algún familiar, se inundaba, se fue a Denia a un sitio que se llama El Saladar porque está en unas antiguas salinas que se inundan todos los años… Denia es mi infancia. Le dije a mi sobrino que me buscara una casa fuera del pueblo y encontró una que me pareció bien y me mudé y ahora ya no me puedo ir.
  – ¿Por?
   – Para irme primero tendría que vender la casa. Si me la compras tú me lo pienso. No, allí estoy bien, no veo a nadie y no sé si me habituaría a tener problemas con el del piso de arriba. Ya en Extremadura vivía en una casa que por un lado daba prácticamente a la plaza del pueblo y por otro lado al campo, y me acostumbré a estar aislado. Y como cada vez me gusta menos la humanidad… Estoy allí con mis dos perros y con mis dos gatos, que están fuera de casa y no se meten con nadie y que son muy agradecidos. Los animales, al revés que los hombres, no te atacan por la espalda.
   – ¿Paseas?
   – No, porque hay cuesta y porque cerca vive un inglés con un perro grande que no me hace mucha gracia. Estoy metido en casa, leyendo, y cada siete u ocho días me voy a hacer la compra.

“No hay manera de ver nada sin la Historia”
   –El viajero sedentario arranca en China.
   –Todo el libro es una especie de desviar, entonces va de lo más lejos a lo más cerca, de la juventud a la vejez, de la vitalidad a la pasividad. Yo no he sido nunca un viajero en sentido estricto. Me ha gustado mucho conocer los sitios, su historia, cómo vive la gente, qué hacen, pero no he sido un aventurero.
   –Tu mirada sobre las ciudades no es solo literaria, es también, y quizá principalmente, histórica.
   –Es que yo creo que todas las miradas son históricas. No hay manera de ver nada sin la Historia. Hasta el campo tiene historia. Y si no entiendes la evolución de las cosas, no entiendes nada. Este edificio, sin ir más lejos. Tú no puedes hablar de él si no sabes que la parte de abajo era el antiguo alcázar árabe, que por esta calle pasa el cardo romano, y que luego el edificio fue un almacén de trigo y en la parte de arriba hay dibujos de los guardas que, como se aburrían, señalaban la altura a la que llegaban los sacos y escribían, por ejemplo, “aquí llegó trigo el siete de marzo de 1644 procedente de Campanar”. Igual que con los escritores de viajes, ocurre con los novelistas. Lo escribí en Por cuenta propia: “O intentas ser testigo o en cualquier caso eres síntoma de tu tiempo”.  
   –Estudiaste Historia. ¿Por qué Historia?
   –Lo dice Quini en La caída de Madrid. A mí siempre me gustó más la literatura y el cine, pero me daba terror eso tan resbaladizo, tan en el aire, y tenía la impresión de que la Historia ponía un peso y los pies en el suelo y pensé, además, que la literatura en abstracto no era nada. Tengo muy mala cabeza para el pensamiento abstracto. He leído libros y libros de lingüística y de fonética, por ejemplo, y se me olvidan según los termino de leer. Los conceptos no se me quedan. Y la Historia me parecía que ponía lastre en las cosas, las situaba a ras del suelo, y eso fue lo que me animó.
   – ¿Has ejercido de profesor?
   –Estuve una temporada en un instituto que era una cosa muy rara, di también clases de estudiante y luego en Marruecos, donde di Historia de la España Musulmana sin saber ni patata de árabe. Para la enseñanza no sirvo, tengo muy mala memoria y lo paso fatal, no tengo conceptos claros y siempre tengo la sensación de que sé menos que los niños.
   – Tú has sido fiel a la editorial Anagrama.
   – ¿Y por qué no iba a serle fiel? Nada está al margen de la Historia y todo se ha convertido en especulativo. Yo, para empezar, como vengo de un pueblo y de una familia muy poco literaria, tampoco te creas que le doy mucha importancia a esto de la literatura. Me parece una cosa muy inconsútil, o como la quieras llamar. Y no entiendo lo de la especulación editorial. Tampoco soy una puta para estar en la esquina. Tengo un pacto con un editor y mientras lo cumpla sigo con él. Además, yo no tengo ningunas ganas de competir. Con Herralde jamás he tenido un problema. A los veinte días de recibir el original, él me llama y me lo comenta y eso es una maravilla. Nunca me ha pedido que quitara una palabra o que cambiara un título. Crematorio en principio no le convencía. ¿Con ese título crees que vas a vender mucho?, me dijo. Pero es que yo no quería ponerle otro título, todo me sonaba retórico. Pues no es para regalarlo en los hospitales, me dijo. No, no es para llevárselo a las parturientas.
   –Mimoun llegó a manos de Herralde gracias a Carmen Martín Gaite, quien también llevó a Anagrama a Pombo y a Sánchez-Ostiz…
   –Y a Belén Gopegui. A mí me gusta mucho Sánchez-Ostiz.
   – ¿Y Carmen Martín Gaite?
   –El cuarto de atrás es su mejor novela. Se leyó como novela fantástica cuando posee una lúcida visión política, sutilmente premonitoria de la deriva postfranquista de la gente de su generación. De la Gaite me gustan sobre todo sus ensayos, muy especialmente esa joya que es El cuento de nunca acabar, una lección extraordinaria de lo que pueda ser el arte o la pasión de escribir, y, en la misma línea, sus magníficos Cuadernos de todo, que tuve el privilegio de prologar.
   –¿Qué escritores de viajes has tenido como referencia?
   –No me gusta nada Theroux, que cuenta simplemente lo que ha visto sin pasarlo por ningún filtro, eso que ahora está tan de moda en el periodismo. Me gustan mucho los clásicos. Montaigne y los escritores franceses que viajan y van reflexionando y los viajes de Goethe a Italia. Pla también me gusta mucho, pero a veces me carga esa pose suya de catalán paleto. De Pla me quedo con El cuaderno gris y con El que hem menjat.
   –En la revista Sobremesa, de la que fuiste fundador, además de reportajes hiciste crítica  gastronómica. ¿Qué escritores culinarios te han hecho disfrutar más?
   –Grimod de la Reynière, Brillat-Savarin, Dumas o Jean-François Revel con su gozoso Un festin en mots. Y enólogos como Émile Peynaud y Ribereau-Gayon. 

   “Un mecánico no ve el mundo igual que un escritor”
 Chirbes no prueba la comida precongelada ni la paella para turistas. Encontrar un buen restaurante un domingo de verano en Valencia no es fácil. A Chirbes se le iluminan los ojos cuando ve en el menú gambas con gabardina. ¿Pero son crujientes, como las de Madrid? El camarero asiente sin mucha convicción. La ensaladilla rusa lleva salsa rosa, una de las dos cosas que menos le gustan a Chirbes. Hay una mosca a la que, por el contrario, parece entusiasmarle la salsa rosa de nuestra ensaladilla.
   – ¿Cuál es tu comida favorita?
   – La china. Hay muchas cocinas chinas. La pekinesa imperial yo creo que es la mejor del mundo.
   – ¿Se te da bien cocinar?
   – Algunos que han comido arroz a banda en mi casa aseguran que no han comido ninguno tan bueno en ninguna parte. Tengo una sartén que hace un socarrat perfecto.
   – Aldecoa decía que él no concebía que sus personajes no ejercieran una profesión, que esa profesión los definía. A muchos de tus personajes también los definen  sus profesiones.
   – Hay una narrativa, en gran medida anglosajona, en la que los personajes no se sabe muy bien lo que son. En general son escritores o gente que quiere escribir, y bueno, esas novelas están muy bien pero son reductivas, el mundo no se compone únicamente de gente que quiere escribir. Las profesiones marcan mucho. Un mecánico no ve el mundo igual que un carpintero o un albañil o un escritor. No es lo mismo estar con el mono todo el día debajo de un coche lleno de grasa que estar sirviendo cañas en un bar. Aldecoa lo dice en Gran Sol,  les hace ese regalo a las profesiones de darles un lenguaje, una sintaxis, de lo que ellos usan pero no saben que es lenguaje. Esa es una de las cosas más grandes y más generosas de Aldecoa.
    – Hablemos de Marsé.
    – Marsé es mi padre y mi madre. Sin Últimas tardes con Teresa y Si te dicen que caí la novela española sería otra cosa.
   – ¿Novelistas jóvenes españoles?
   – Andrés Barba y Marta Sanz.
   – Leí que te habían gustado los libros de Döblin que ha publicado Edhasa, todo el ciclo de Noviembre 1918.
   – Son cojonudos. Empiezas a leerlos echando de menos Berlin Alexanderplatz, porque estos son como más divagantes, pero va subiendo y subiendo…
   – ¿Has visto la adaptación que hizo Fassbinder para la televisión de Berlin Alexanderplatz?
   – Buenísima. El actor,  Günter Lamprecht, es acojonante. Pasa de ser una bestia que te da miedo a un tipo acabado que te da pena. Cuando hicieron la serie de Crematorio los productores me dijeron que viera The wire y Los SopranoThe wire me gustó mucho, todo me gusta de ella. Los Soprano está muy bien, pero no deja de ser una comedia de costumbres. También me compré Retorno a Brideshead, de la que tenía algún buen recuerdo, pero no he podido pasar del tercer capítulo, es de un cursi insoportable. Yo soy poco o nada televisivo. Pongo la tele cuando estoy cocinando o fregando los cacharros. En mi infancia no había tele. Éramos cinéfilos. Y luego, de adolescente, estuve interno en un colegio.

   “Escribes como eres”
   – ¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?
   – Las enciclopedias Pulga. Me gustaban porque, a diferencia de los tebeos, tenían mucho texto. Allí había cosas de Julio Verne, de Tolstoi. Aprendí a leer muy temprano, me enseñó mi padre, que murió cuando yo tenía cuatro años. Lo mismo me leía novelitas del Oeste o las de Corín Tellado de mi madre que leía a Salgari o Enid Blyton. Mi tío abuelo de Valencia, que  trabajaba de electricista y que debía de ser anarquista, tenía muchos folletines, Nôtre-Dame de París, de Víctor Hugo, Los misterios de París de Eugenio Sue, Pérez Escrich... Y yo lo leía todo.
   – ¿Eres un afrancesado?
   – Completamente. Estuve en un orfelinato en León donde recitábamos sin saberlo a Verlaine. Y luego, cuando hacía primero o segundo de bachillerato, venían unos familiares que estaban en París y eran medio franceses y chapurreábamos en francés. Desde pequeño he sentido mucha atracción por París. La poesía de Baudelaire…El cine de Renoir, de Ophuls, de Godard… La canción francesa…La música de Debussy, de Ravel, de Satie… La pintura de los impresionistas y de Cezanne… A Balzac, Flaubert, Stendhal y Maupassant los llevo conmigo, están en mis novelas, están en mí, son yo. También me han gustado mucho Hombres, de Mauvignier, y Limónov, de Carrère. Sartre y Camus me parecen tan admirables en algunos de sus libros como aburridos en otros. Reconozco el magisterio de Braudel. Y cuando era estudiante de Historia  leí a los hispanistas franceses: Bartolomé Benassar, Jean Sarrailh, Jean Canavaggio, Claude Couffon, Marcel Bataillon… Y tendría que hablar de la escuela de Annales, de Lucien Febvre, de Pierre Vilar, de Duby, esenciales  en la formación de mi carácter.
   – De las novelas que te han traducido, ¿cuál es la que más ilusión te ha hecho?
   – La buena letra, en griego, que se titula Caligrafía.
   – ¿Tu primera novela en traducirse?
   – Mimoun, que se tradujo al inglés.
   – ¿La actitud vital se refleja en lo que escribes?
   – Sin duda. Yo estoy convencido de que escribes como eres.  Pero las intenciones no bastan para escribir una novela. Tú hablas muy bien, pero si la novela es mala ya puedes hablar de piedad, de cultura o de intervención, que la novela es un pestiño y no funciona.

   “Mis novelas han ido a la contra de la atmósfera de ideas”
   – ¿Dejas pasar un tiempo entre novela y novela?
   – Claro. Yo hoy solo podría escribir la novela que escribí hace un año. Necesito cambiar un pasito a un lado o a otro en el punto de vista para poder escribir otra novela. Hay gente que no, como Galdós, que escribía una novela cada dos meses si se terciaba, pero no es mi caso. Yo necesito volver a tener ganas de contar porque hay algo que no has contado. Hay una frase que me gusta mucho del epílogo de la Yourcenar a las Memorias de Adriano: “Si tuviera que escribir de mí misma escribiría como de Adriano”. Me gusta no ser yo sino estar en los otros personajes. Me parece impúdico ser yo. Cuando me preguntan quién eres tú en esa novela, pues soy todos. Mi pasión es estar en los diferentes lugares. Me gusta lo de Bajtín, eso de que el novelista es esa especie de exponerse entre todos los personajes y que eso es su punto de vista y lo que le distingue del lírico.
   – ¿Y tus personajes más repulsivos?
   – Son los que más se parecen a mí.
   – Con ellos sueles ser compasivo.
   – Porque yo creo que en la vida real puedes no perdonar nunca a alguien, pero la novela es otro espacio y para que un personaje sea creíble tiene que tener puntos perdonables. Cuando el personaje es de una pieza, no te lo crees. Además, me gusta poner a la gente en el lugar de su enemigo. Así creo que es como uno aprende, cuando te colocas en el punto de vista contrario al tuyo. Rodearte de gente que piensa como tú te enseña muy poco. Y si te fijas, en mis novelas los personajes más negativos acaban siendo mejor que los personajes que teóricamente son de mi generación. Si lees Los disparos del cazador, son mucho más hijos de puta el hijo y la hija y la mujer que el cazador. Ese es uno de los temas de todas mis novelas, la desconfianza de la cultura y de la educación. La buena letra es el disfraz de las mentiras... Torquemada, el personaje de Galdós, es un ejemplo. Torquemada, qué malo es, dicen, pero todo el mundo vive a su costa y todos los buenos se nutren de su avaricia. Lo mismo ocurre con Vautrin, el personaje de Balzac. A mí me gusta más el que caza que el se come la caza y dice estar limpio de sangre y de pelo y pluma.
   – ¿Crees que algunas tus novelas (La buena letra / Los disparos del cazadorLa larga marcha / La caída de Madrid y Crematorio / En la orilla) funcionan como dípticos?
   – No lo sé. Cuando me pongo a escribir no lo pienso. Algunos me preguntan si tenía el proyecto de escribir los Episodios Nacionales de nuestro tiempo y la verdad es que yo escribo por reacción con respecto a lo que he estado viviendo. Cuando esto era “gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones”, y España el país donde uno se podía hacer rico más rápidamente, y el pasado no existe porque vamos hacia un futuro europeo, entonces yo escribí La buena letra que era todo lo contrario. Y antes había escrito Mimoun, que en vez de mirar a Europa miraba a Marruecos, y después escribí En la lucha final que era una  novela de impostores, una novela sobre Roldán diez años antes de Roldán, y, claro, esa serie de reacciones pues se va encadenando. Mis novelas han ido a la contra de la atmósfera de ideas, que decía Balzac.
   – Tu mirada nunca ha sido burguesa.
   – La clase de la que vienes cuenta en la formación de tu mirada. Como los personajes de La buena letra y de La larga marcha, yo seré un desclasado porque estudié y ascendí socialmente, pero en la facultad yo veía que mis compañeros eran de otra clase distinta a la mía. Hijos de obreros había muy pocos. Y eso te crea una mirada que no te la quitas en toda la vida. Las cosas de las que se desconfía cuando eres de arriba o de abajo no tienen nada que ver. Por mucha pasta que ganes, por mucho champán que bebas, hay algo en la clase que es genético, que se transmite con la grasa del tornillo de mecánico.
   – ¿Y tu militancia?
   – Yo milité muy poco y a la fuerza prácticamente. Siempre he querido ir por libre y, además, soy bastante permisivo, digamos, y no tengo mucha idea abstracta. Las discusiones de célula me parecían absurdas, qué más da si será dictadura del proletariado o será revolución proletaria. Tenía unos amigos que militaban en un partido y me dijeron que me hiciera del partido y me hice pero a regañadientes y duré poco. Por lo mismo que no soy de ninguna escuela literaria. A lo mejor hasta por un problema de clase. Desconfiaba de aquellos muchachos obreros que se decían hermanos de aquellos otros muchachos burgueses.
   – En Los viejos amigos hay un cambio de registro.
   – Sí es verdad que La larga marcha y La caída de Madrid son más bien épicas y a partir de Los viejos amigos empiezan las novelas testamentarias.
   – ¿Cómo surge un personaje como Rubén Bertomeu? ¿No se estaba larvando ya en algunas de tus anteriores novelas?
   – Rubén Bertomeu es el personaje que demuestra que hemos sido peores que ellos. Vuelve a ser Torquemada: qué malo es Rubén pero todos hemos vivido a su costa, todos hemos comido de él, hemos hecho arte de él, hemos escrito novelas de él, y sin embargo él nos avergüenza a todos. En España, desde el año 79, los que han hecho la textura física, ética y estética del país han sido los de mi generación de la izquierda. La manera de pensar, de hablar, la ha tejido mi generación. El gusto lo han moldeado periódicos como El País, no ha sido el ABC. El estilo arquitectónico lo han creado Calatrava cuando era del PSOE, Vázquez Consuegra y Moneo. Y este es el país que ha quedado.
   – Tú eres de los pocos de tu generación que han hecho autocrítica.
   – Escribir era la única forma que tenías para respirar un poco. Porque como no estuvieras en esa onda eras  un tipo reconcomido y amargado y de derechas.
   – Tu escritura es pura música  verbal
   – En muchas cosas me ha influido Proust, que es uno de esos autores que, cuando lo lees, te cambian la vida y la manera de ver el mundo. También en el manejo del tiempo. En todas mis novelas pasado y presente siempre están en el presente. Sin Historia no hay novela. Cada vez que estás contando el presente, hay un ir y venir del pasado. Y eso es Proust. También me ha influido en el gusto por la música de las palabras:  de adolescente me gustaba mucho la poesía clásica española y, cuando estudié latín, me gustaba Virgilio, los hipérbatos, los hexámetros, los espondeos, los dáctilos. Es un vicio y lucho contra él denodadamente. Las frases me suenan bien o mal pero tienen que ser precisas. Hay algo en la textura de la frase que cuando suena mal es que no es preciso, el pensamiento no está claro. Entre música y claridad conceptual hay una relación muy directa y es verdad que en mis novelas estoy en una guerra continua contra eso. En las últimas esa lucha se ve más. Mimoun está directamente escrita como un poema. Cada frase es un verso y cada capítulo es una estrofa. Te peleas contra lo literario y de das cuenta de que la literatura siempre te gana la partida. Crematorio y En la orilla las terminé con una sensación muy fea: donde yo no quería que hubiera hueco, había hueco, y donde yo no quería que hubiera sonajero, me parecía que sonaba a sonajero. Me sentía muy incómodo con ellas, pensando que era retórica lo que yo quería que hubiera sido llaneza.

   “Franz Biberkopf es un indignado, pero es carne de nazismo”
   –Hay unos versos de Manuel Vázquez Montalbán que, no sé por qué, me hacen pensar en tu obra: “Inútil escribir con minúscula nuestra Historia / no lo puedes decir ni adivinar, tan sólo conoces / un montón de imágenes rotas sobre el que cae el sol / la angustia en un puñado de ceniza y el suicidio / de las gaviotas contra los mares metálicos”. ¿Es inútil escribir con minúscula nuestra Historia?
   –No lo sé. Como vengo de una zona y de una clase donde la literatura digamos que no es muy importante, hay veces que me parece que todo esto es blablablá y que se lo tragará el tiempo y que todo es cuestión de mercados. Y otras veces te pones a leer y piensas que menos mal que existe la literatura porque, si no, no sabríamos de la misa la media. En ese ir y venir estamos. El tiempo es un buen filtro. Es perder el tiempo si no pasas el filtro del tiempo y si lo vas pasando pues está bien. A veces me arrepiento de escribir, para qué, me digo, qué vida más tirada y más absurda para nada. Y otras veces me digo: menos mal que he escrito porque de lo contrario no sería nada ante mí mismo, qué justificación tendría. Algunos amigos de la militancia marginal me han agradecido que haya escrito lo que he escrito. Y es cierto que en los años aquellos era una zona y un punto de vista que no funcionaban, porque la Transición era un discurso único y avasallador y luego ha venido la antitransición con un furor que también me resulta sospechoso y al que no me apunto alegremente. Yo no sé si es que me estoy haciendo reaccionario, pero no tengo claro qué puede venir después de esto con los mimbres que hay en el aire. No me parece que haya una ola que tenga una textura moral, social o política. Más bien lo contrario. Hay un populismo muy oscuro de raíces parafascistas muchas veces. Hablábamos de Döblin. Franz Biberkopf es un indignado, pero es carne de nazismo.
   – ¿Eres un pesimista patológico?
   – No. Yo me río mucho y en mis novelas hay mucho humor más bien negro. Que esto acaba mal lo sabe todo el mundo, y que cuanto más hijo de puta eres más arriba llegas, también. Eso no es ser pesimista u optimista.
   – Me da la impresión de que algunas de tus novelas tienen estructuras sinfónicas, en las que cada capítulo funciona como un movimiento musical. Por otro lado, Crematorio empieza con Bach, luego suena Stravinsky y luego Schubert.
   – Con Crematorio tenía en la cabeza una idea de réquiem o de cantata fúnebre y yo creo que de alguna manera está en el fraseo y en cómo funcionan los capítulos. La idea de música está en casi todos mis libros, pero yo no sé si eso es bueno, es malo o es un vicio.
   – El tiempo que hace es tan determinante como el tiempo que pasa en algunas de tus novelas, como en Mimoun.
   – Mimoun tienen mucho de novela expresionista en la que el paisaje y el clima son decisivos. También porque es una novela de extrañamiento, de extranjería, y cuando estás fuera de tu medio notas más el clima y la geografía. Mimoun es una novela gótica, de paranoia, a la manera de Otra vuelta de tuerca de Henry James, donde no sabes qué es real y qué es fruto de tu propia obsesión. Y en esa novela juegan un factor fundamental paisaje y clima como parte de ese elemento obsesivo y de esa especie de conspiración en la que toman parte dios, el cielo, las nubes y esos árboles que no sabes si se comunican entre sí por debajo, como no sabes si la gente que hay habla de ti y te sigue a escondidas.
   – ¿Por qué  la hiciste bilingüe?
   – Era jugar más con el extrañamiento, ponerle un punto más de desazón al libro, y de todas mis novelas es en la que más se nota lo literario.
   – ¿En Crematorio está La Celestina?
   – La Celestina y Lucrecio. La escritura materialista radical ya aparece en Los viejos amigos y cada vez está más presente. Incluso está presente en la propia estructura del libro, que es una novela dialogada. El narrador ha ido desapareciendo de mis novelas por pura desazón mía. Me molesta esa especie de autoritarismo y ese barrer para casa que suele tener el narrador. Es verdad que los diálogos también los llevas tú por donde te da la gana, pero parece que es menos deshonesto que establecer un narrador imperativo y yo al menos me siento menos tramposo.

   “Los pobres no tienen historia en las historias contadas por los ricos”
   – ¿Siempre has sido un  buen lector de novelas?
   –Siempre. Eso sí, en cuanto me leo cuatro novelas seguidas me empiezo a saturar y necesito leer Historia. Demasiada novela me saca de quicio y necesito echar pie a tierra con algo de Historia, de sociología o de viajes.
   – ¿Y poesía?
   – Ahora estaba leyéndome a Villon, que me gusta mucho. Su sombra está en alguna de mis novelas, como En la orilla.
   – Entre los nombres que citas al final de Crematorio está el de Vargas Llosa.
   – La guerra del fin del mundo es una novela extraordinaria, como La fiesta del chivo. Y Conversación en la catedral es una novela fundamental. Incluso novelas malas como Lituma en los Andes están bien. Es verdad que, si nos ponemos benetianos, todas las novelas de Vargas Llosa son un folletín.
   – ¿Te marcaron los novelistas del boom?
   – Yo soy de Carpentier. El siglo de las luces me la compré un fin de semana en la Cuesta de Moyano, donde el fin de semana anterior me había comprado Tiempo de silencio, dos novelas para mí decisivas. Me gustaron mucho esos escritores a los que se les considera los antecedentes del boom, como Rómulo Gallegos, que recogen el lenguaje de los cronistas de Indias. De García Márquez me quedo con El coronel no tiene quien le escriba y con Crónica de una muerte anunciada. Cien años de soledad me sobrepasó y El otoño del patriarca me pareció una retórica repetición de la jugada. El primer Carlos Fuentes me encantó. Y Rulfo. Y Rodolfo Walsh. Y la rabia de Roberto Arlt. Soy poco borgiano y de Cortázar prefiero sus cuentos. Rayuela, con eso que tiene de París para progres, no me ha convencido nunca.
   – Camus dijo, en una sus frases famosas, que los pobres no tienen historia, solo el cielo abierto y la miseria. ¿Tú crees que los pobres no tienen historia?
   –Los pobres no tienen historia en las historias contadas por los ricos. Lee La jungla, de Upton Sinclair, y ya verás cómo tienen historia y menuda historia. Todo depende de quién se la quiera contar. Yo he intentado contar la historia de los de abajo, el limpiabotas de Salamanca o el que vende cigarros... Los pobres tienen la historia de la lucha de clases lo mismo que los ricos. Y tiene la misma densidad de alma una marquesa de Henry James que un currante de Paralelo 42.
   – ¿La lucha de clases es el motor de la historia?
   – Por supuesto. Si ha habido algunas etapas de tontería, en las cuales esto se encubre, como en los últimos años, donde nos querían hacer creer que todos éramos iguales, de repente se descubre lo de Vallejo de que “repercute jefe, suena subordinado”. Ahora volvemos a una etapa en la que la lucha de clases es evidente. Luego, si regresa el bienestar y los socialdemócratas vuelven otra vez a darnos benevolencia, pues se nos olvidará como se nos olvidó entonces, y cuando después vengan los tiempos duros estaremos desarmados, como estamos ahora. 
   – ¿Vuelves siempre a Marx?
   – Marx es muy divertido, no El Capital, sino La guerra civil en Francia y El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Sus trabajos históricos son divertidos y aleccionadores.
   – ¿No te ha tentado escribir novela histórica?
   – Del XIX no vas a escribir mejor de lo que escribieron Galdós o Clarín ni del XV mejor que Fernando de Rojas. España tiene una tradición novelesca extraordinaria.
   – Salvo Mimoun, todas tus novelas transcurren en España.
   – Yo no diría eso. Una parte de En la lucha final sucede en Manila y en La caída de Madrid hay una violación en París. También París y Burdeos y Rouen están en Los disparos del cazador, y en Crematorio está el retablo de Isenheim y Roma. Voy y vengo y por el camino me entretengo. Tengo una novela que no publiqué porque no acababa de convencerme que pasa en París, una novela sobre el sida que se titula Paris-Austerlitz.

   “A la pintura le pido carne o tierra”
   – La pintura está muy presente en toda tu obra.
   – Me gusta mucho y envidio a los pintores porque yo soy incapaz incluso de escribir con los dedos rectos. Pero no acaba de satisfacerme la pintura que ha renunciado a un soporte real, por mínimo que sea. La música es abstracta y no sabemos por qué caminos nos toca, pero yo a la pintura le pido un poco de carne o de tierra.
  – ¿Goya?
   – De joven me gustaba el Goya crítico y luego con la edad Goya me gusta por su elegancia, esos perlas, esos verdes de seda,  todos esos colores que apenas están en el cuadro pero que te das cuenta de que son el centro del cuadro.
   – ¿Has elegido tú los cuadros que ilustran tus libros?
   – La mayoría sí.
   – Tus novelas están llenas de distintos olores.
   – Eso es muy proustiano, la corporeidad, la densidad de las palabras.
   – ¿Cómo empiezas a escribir una novela?
   – Por tanteos. La maquinaria de una novela es muy delicada. La novela se traga todos los elementos o no se traga ninguno. Una novela, cuando es buena, responde ante ti mismo y ante sí misma.
   – ¿Y los títulos de tus novelas?
   –Mimoun es una palabra árabe que significa el creyente, el que tiene fe. En algunos títulos de mis novelas he querido jugar, irónicamente, con lo que ha formado parte de nuestra educación.

   En Valencia hay más mendigos que en el Madrid de Galdós. Chirbes se para a mirar el escaparate de una pastelería de Paco Torreblanca. Tiene el azúcar alto, pero no puede resistirse a una horchata en un puesto callejero. Con la horchatera habla en valenciano. Tampoco se resistirá a un pequeño whisky en otra terraza. De vuelta a la plaza del Ayuntamiento, levanta los ojos y la mano para mostrarme cómo se perfilan los edificios contra el azul intenso del cielo. “Qué me dices de esas fachadas de color tarta que la luz del atardecer baña de caramelo…”.




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