Lugares públicos
Cuanto menos se consideren los hechos, con rigor contrastado, más prevalecerán los exabruptos, la incompetencia práctica en el ejercicio del poder, los desatinos colectivos
Antonio Muñoz Molina
26 de diciembre de 2014
Como dentro de poco me iré para una larga temporada, paseo por unas cuantas ciudades españolas fijándome instintivamente en lo que más me gusta, en lo que se me volverá más valioso cuando lo examine en el recuerdo y tal vez lo añore. Es raro hablar afirmativamente de algo en España, quizá porque la toxicidad de la atmósfera política lo impregna casi todo, y la política se hace en nuestro país sobre todo a base de furiosas negaciones, cuya finalidad parece más irritar al contrario que comprender la realidad y buscar maneras racionales y no delirantes de mejorarla. Observar la realidad con sentido común y con las herramientas adecuadas para evaluarla —más números y menos palabras, quizá— parecería la condición mínima para formar opiniones personales y tomar decisiones políticas; además, cuanto más información objetiva se maneje, más fácil será ponerse de acuerdo en lo evidente y reducir a sus términos adecuados y beneficiosos el espacio para la discordancia. Como decía el senador demócrata Daniel Patrick Moynihan, las personas tienen pleno derecho a sus propias opiniones, pero no a sus propios hechos. Y cuanto menos se consideren y se evalúen los hechos, con rigor contrastado, más prevalecerán los exabruptos, la incompetencia práctica en el ejercicio del poder, los desatinos colectivos.
Estas semanas de viajes me ha acompañado por los hoteles y los trenes un libro pavoroso, Terror y utopía: Moscú en 1937, de Karl Schlögel, traducido por José Aníbal Campos para Acantilado. Con su bibliografía enorme y sus notas copiosas, el libro tiene casi mil páginas, y casi ninguna de ellas deja de ser aterradora. Schlögel concentra su lupa erudita de historiador en una sola ciudad, en un solo año, el del despliegue máximo de las purgas de Stalin, fijándose en detalles singulares en los que nadie más ha reparado: por ejemplo, en el estudio de ediciones sucesivas de los directorios y las guías de teléfonos de Moscú, que de un año a otro sufrían variaciones espectaculares, según arreciaba la carnicería de las persecuciones y desaparecían de golpe millares de nombres.
Schlögel cuenta el caso más extremo que conozco de negación política de la realidad. A principios de enero de 1937 se emprendió la tarea inmensa de completar el censo de toda la Unión Soviética. Durante meses, los dirigentes del Partido Comunista y los medios oficiales —todos— habían anticipado un aumento de población que desbordaría a los países capitalistas, minados por la decadencia, y mostraría el progreso de bienestar y riqueza logrado al cabo de 20 años de revolución. Pero cuando llegaron los resultados, el censo se declaró secreto y los demógrafos y estadísticos responsables de su organización fueron fusilados de inmediato o murieron en el cautiverio de los campos. La razón se supo muchos años después, cuando el censo escondido y nunca usado se rescató de los archivos, en los años noventa. Resultó que la población real no había crecido hasta los 172 millones como tan triunfalmente se había anunciado, sino que se había reducido enormemente, por culpa de la guerra civil, de las hambrunas desatadas por la colectivización forzosa de la agricultura, de la mortalidad infantil, de las matanzas políticas, de las condiciones atroces de vida en los campos de prisioneros en los que se reinventó el trabajo esclavo para completar a pico y pala colosales obras públicas que en muchos casos no sirvieron de nada. Tan solo en 1933 habían muertos seis millones de personas por encima de la media estadística de defunciones.
El libro de Schlögel agrava los insomnios de los hoteles. Nada mejor que los eslóganes y los sambenitos para desacreditar las facetas inconvenientes de la realidad. Soy consciente de que todavía hoy, en España, habrá personas que me llamen reaccionario o incluso fascista —los adjetivos son gratis— por citar esos hechos, esas cifras ofensivas. Me acuerdo del dictamen de Orwell sobre el esfuerzo constante que es necesario para ver lo que está delante de los ojos. No es casual que las ideas liberales y democráticas surjan al mismo tiempo y más o menos en los mismos lugares que el empirismo científico. No hay ciudadanía sin racionalidad. La vida del mayor número posible de personas puede mejorarse duraderamente con políticas a la vez imaginativas y sensatas que fortalezcan lo público al mismo tiempo que respeten y protejan el albedrío individual, las iniciativas comunales de los ciudadanos.
En cada ciudad a la que voy visito librerías, bibliotecas, algún museo, espacios públicos. Es una obligación cívica observar y denunciar lo que se ha hecho muy mal, pero no lo es menos celebrar lo bien hecho, agradecer lo logrado, velar para que no se degrade o se pierda. En Bilbao vuelvo a la extraordinaria biblioteca municipal de Bidebarrieta, con su lujo austero de maderas labradas, su atmósfera de ilustración liberal sostenida desde las guerras civiles del XIX, prolongada hasta ahora mismo. Y a la mañana siguiente, bajo una llovizna que no llega a ensombrecer la ciudad y le da brillos de charol al asfalto y resalta los amarillos de las hojas, paso unas horas en el admirable Museo de Bellas Artes, que tiene una sobriedad acogedora y contemplativa, solo alterada de vez en cuando no por masas de turistas errantes, sino por grupos de escolares que atienden explicaciones en castellano o en euskera. Conocí la Bilbao de finales de los años setenta, con su niebla de contaminación, su herrumbre de decadencia industrial, sus muros sucios de pintadas celebrando el crimen: nadie habría imaginado entonces que Bilbao pudiera convertirse en la ciudad que es ahora y no en otra versión espectral de Detroit.
El espacio público de una plaza o una calle es el mismo de la librería y de la biblioteca. Libros tangibles y presencias humanas reales corrigen el ensimismamiento de lo virtual, el hipnotismo solitario de las superficies lisas y las pantallas luminosas. Librerías mejores que la mayor parte de las que sobreviven en Nueva York pueden encontrarse en capitales españolas que no son ni Barcelona ni Madrid. Me acordaré de la librería Ramon Llull, de Valencia; de Antígona y de Los Portadores de Sueños, en Zaragoza; de la espléndida Luz y Vida, en Burgos: cada una de ellas regentada por libreros vocacionales y tenaces, tan entregados a su trabajo como los bibliotecarios al suyo en las bibliotecas públicas. He vuelto a la Jaume Fuster en la plaza de Lesseps de Barcelona, con su limpia arquitectura de paredes blancas y ventanales, y a la gran biblioteca de Toledo, colgada tibetanamente sobre los barrancos del río y los murallones del Alcázar. En Burgos, en un salón de actos del Museo de la Evolución Humana, me he encontrado con una comunidad, mayoritariamente femenina, de clubes de lectura, y después me he dejado guiar por Juan Luis Arsuaga, cada vez más despeinado, más canoso, más sabio, más entusiasta de la actualidad del paleolítico, a través de los espacios interiores de ese edificio, uno de los que más me gustan de Juan Navarro Baldeberg.
Tantas cosas logradas, con tanto esfuerzo, tan bien hechas, tan habitadas, siempre tan en peligro: la falta de ayudas a las librerías y a la industria del libro, los recortes miserables en los presupuestos de las bibliotecas. Será mejor ver a tiempo la realidad de lo valioso que añorar luego en vano lo que no se supo defender.
Terror y utopía: Moscú en 1937. Karl Schlögel. Traducción de José Aníbal Campos. Acantilado. Barcelona, 2014. 998 páginas. 45 euros
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