José Ortega y Gasset |
Ortega desde Ortega
La biografía del filósofo escrita por Jordi Gracia sigue muy de cerca sus libros y su acción política
ANTONIO ELORZA 20 JUN 2014 - 12:48 CET
La fascinación ejercida por Ortega sobre el historiador Jordi Gracia quedó de manifiesto en el artículo Fulgurante Ortega, publicado hace un mes en estas páginas: “Cuando Ortega se olvida de sí mismo —escribe—, cuando desiste de ser quien es, desatado y brioso, entonces en un ensayista arrebatado y arrebatador: el mejor antídoto contra el idealismo embaucador, el más sugestivo intérprete de sucesos en movimiento, el más apto para fabricar en silencio, rumiando, personas libres y contingentemente felices, como lo fue el mismo: un escritor del siglo XXI”. El artículo, brillante síntesis del libro que comentamos, reúne ya, en una lectura cronológica, los principales hitos del pensamiento y de la actividad del filósofo, y anticipa para el lector de este modo los supuestos en que el historiador sustenta su valoración.
Una interpretación lúcida de las obras de Ortega, por fin disponibles en una edición crítica gracias a la Fundación y a Zamora Bonilla, el trabajo de investigador sobre un archivo ahora abierto de par en par, y la atención al contexto, a fuentes y bibliografía complementarias se funden para dar vida a esta biografía sensacional. Pienso cómo hubieran disfrutado con su lectura discípulos como Julián Marías y el bueno de Paulino Garagorri (un poco menos, Maravall y Díez del Corral por las caracterizaciones limitadas al falangismo que Gracia hace de ambos en los años 1940, lo cual es insatisfactorio: El liberalismo doctrinario es de 1945). Para reconstruir la trayectoria vital de Ortega, Jordi Gracia no se limita a sus escritos y actuaciones filosóficas y/o políticas, sino que precisa cuidadosamente la complejidad de su formación y relaciones intelectuales, sin olvidar la sensibilidad amorosa de ese hombre bajito y cabezón a quien sin embargo Conchita Montes encontrara “tan flamenco”.
Aunque lógicamente habla de Ortega en tercera persona, es tal la minuciosidad, el ritmo y la precisión con que el autor desarrolla su reconstrucción que el lector se siente inmerso en el curso de la narración, al modo de esas filmaciones de fórmula 1 donde las imágenes proceden de la cámara instalada en el vehículo del conductor. Tampoco faltan los comentarios recurrentes de Ortega sobre sus éxitos, frustraciones, propósitos y reacciones ante esta o aquella postura de un amigo o de un contemporáneo, similares a las que expresa el piloto en el desarrollo de la carrera sobre sus propios problemas y la amenaza de sus competidores.
El único reproche que cabe realizar a este enfoque es que de vez en cuando, en momentos cruciales, resulta imprescindible no solo dar cuenta puntual de una actitud, una declaración o, sobre todo, de una reflexión teórica, sino distanciarse para tratar de elaborar un cuadro de situación. A veces es suficiente con una inteligente pincelada, como cuando Gracia explica el sentido del viraje hacia la filosofía al fundar la Revista de Occidente en 1923, respecto de los años anteriores en que se sucedieron los proyectos políticos fallidos: “La elección del imperativo de intelectualidad no deja de ser causada por el fracaso de la acción”.
El lector se siente inmerso en el curso de la narración, al modo de esas filmaciones de fórmula 1 donde las imágenes proceden de la cámara instalada en el vehículo del conductor
En cambio, no bastan las cuidadas paráfrasis ni la exactitud de la crónica para dar cuenta, en un momento inmediatamente anterior, del significado de la condena a la lectura escolar del Quijote, puesto que Ortega cree necesario inculcar en el niño “la posibilidad del heroísmo”. A ello se une su reivindicación de la nobleza en una España donde la miseria moral de los privilegiados resulta evidente, y sobre todo la conversión de su juvenil propuesta de la movilización del país por minorías cargadas de modernidad, de la patria comoKinderland, en una ordenación jerárquica regida por “unos cuantos hombres” frente a las masas ignorantes y rencorosas. Ortega nunca fue fascista, ni prefascista —en todo caso “un Nietzsche civilizado” (Gracia)—, pero hasta que la dictadura de Primo de Rivera le mostró su verdadera cara, distó de ser un opositor. Entonces, como más tarde en los años 1930, la orientación de su pensamiento no fue ir hacia una democracia reformadora, ni al socialismo liberal de 1910.
El pensador hizo la lectura de la crisis orgánica que siguió a la Gran Guerra en un doble sentido: de reflexión penetrante, excepcionalmente penetrante, sobre las nuevas implicaciones de una política y de una mentalidad ligadas a la ampliación del sujeto de la historia (La rebelión de las masas), y de rechazo terminante a que esas “masas ignaras” se hicieran dueñas de la escena. No es que Ortega se fosilizase, sino que pasaba a adoptar una postura defensiva, en plena sintonía con su visión previa del orden social. Cuando llega la República, la historia se repite y la propuesta orteguiana de articulación entre la nación y el trabajo se enfrenta ya a cuanto propone el nuevo régimen. No es cuestión de actitud, sino de incompatibilidad. El contraste con Urgoiti hubiese sido aquí útil. El “no es eso” aparece de inmediato.
Vista desde el siglo XXI, la grande bellezza de la personalidad de Ortega debe pasar a primer plano, según propone Jordi Gracia. Pero eso no invalida que desde generaciones de estudiosos anteriores se viera justamente en Ortega, como se pudo ver en Azaña, al protagonista del brillante y trágico fracaso de la modernización política de España, lo cual no borra, sino que resalta, su grandeza. Y el legado no fue solo filosófico: en octubre de 1955, el cortejo fúnebre de Ortega se convirtió en la primera expresión del movimiento estudiantil contra el régimen, anticipo de su salida a la luz en febrero de 1956. En torno a la figura del pensador, la historia retomaba con nuevos aires el camino de la modernidad.
José Ortega y Gasset. Jordi Gracia. Taurus. Madrid, 2014. 687 páginas. 20 euros (electrónico, 10,99)
EL PAÍS
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